Todo se derrumba (2 page)

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Authors: Chinua Achebe

Tags: #Clásico, Histórico

BOOK: Todo se derrumba
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Las noches de luna todo era diferente. Entonces se oían las voces alegres de los niños que jugaban en los campos abiertos. Y quizá las de quienes no eran tan jóvenes, que jugaban en parejas en lugares menos abiertos, y los ancianos y las ancianas recordaban su juventud. Como dicen los ibos: «Cuando brilla la luna a los cojos les entran ganas de salir a dar un paseo.»

Pero esta noche concreta era oscura y silenciosa. Y en los nueve pueblos de Umuofia un pregonero con su
ogene
pedía que todos los hombres se presentaran mañana por la mañana. Okonkwo, en su cama de bambú, trató de imaginar cuál sería la urgencia: ¿La guerra con un clan vecino? Esa parecía la suposición más razonable, y a él no le daba miedo la guerra. El era un hombre de acción, un guerrero. Al contrario que a su padre, a él no le asustaba la vista de la sangre. En la última guerra de Umuofia él había sido el primero en traer a casa una cabeza humana. Era su quinta cabeza, y todavía no era un viejo. En las grandes ocasiones, como los funerales de un personaje de la aldea, bebía su vino de palma en su primera cabeza humana.

A la mañana siguiente, la plaza del mercado estaba llena. Debía haber allí unos diez mil hombres, todos ellos hablando en voz baja. Por fin se levantó, en medio de ellos, Ogbuef Ezeugo y gritó cuatro veces: «
Umuofia kwenu
», y a cada ocasión lo hizo en una dirección diferente y pareció que golpeaba al aire con el puño cerrado. Y diez mil hombres respondieron: «
¡Yaa!
», a cada vez. Después se produjo un silencio total. Ogbuef Ezeugo era un gran orador y siempre se lo escogía para hablar en ocasiones así. Se pasó la mano por la cabeza blanca y se acarició la blanca barba. Después se ajustó la túnica, que le pasaba bajo el sobaco derecho y se ataba al hombro izquierdo.

«
Umuofia kwenu
», tronó por quinta vez, y la multitud gritó en respuesta. Y después, de repente, como si estuviera poseído, lanzó de golpe la mano izquierda en dirección a Mbaino, y dijo entre sus dientes blanquísimos y apretados:

— Esos hijos de animales feroces han osado asesinar a una hija de Umuofia — bajó la cabeza de golpe y rechinó los dientes, y permitió que entre la multitud 10 se extendiera un murmullo de ira contenida. Cuando volvió a empezar ya no tenía el gesto airado, y en su lugar se cernía una especie de sonrisa, más terrible y más siniestra que la ira. Y con voz clara y pausada contó a Umuofia cómo la hija de todos ellos había ido al mercado de Mbaino y había muerto. Aquella mujer, dijo Ezeugo, era la esposa de Ogbuefi Udo, y señaló a un hombre que estaba sentado a su lado con la cabeza baja. Entonces la multitud gritó airada y sedienta de sangre.

Hablaron muchos más, y al final se decidió adoptar el rumbo normal de acción. Inmediatamente se envió a Mbaino un ultimátum en el que se le pedía escoger entre, por una parte, la guerra y, por otra, el ofrecimiento de un muchacho y de una virgen en compensación.

Todos sus vecinos temían a Umuofia. Era muy fuerte en la guerra y en la magia, y sus sacerdotes y chamanes eran temidos en todos los alrededores. Su medicina de guerra, más potente, era tan antigua como el propio clan. Nadie sabía de cuándo databa. Pero había algo en lo que todos estaban de acuerdo: el principio activo de aquella medicina había sido una anciana a la que le faltaba una pierna. De hecho, la medicina misma se llamaba
agadi-nwayi
, o sea, la anciana. Tenía su santuario en el centro de Umuofia, en un claro. Y si había alguien tan temerario como para pasar al lado del santuario después del atardecer, siempre veía a la anciana que andaba por allí a la pata coja.

De manera que los clanes vecinos, que naturalmente estaban al tanto de todo ello, temían a Umuofia y no iban a la guerra contra ella sin intentar primero un arreglo pacífico. Y para ser justos con Umuofia debe hacerse constar que nunca iba a la guerra salvo que su derecho estuviera bien claro y, como tal, lo aceptara su Oráculo: el Oráculo de los Cerros y de las Cuevas. Y, efectivamente, había habido ocasiones en las que el Oráculo había prohibido a Umuofia hacer la guerra. Si el clan hubiera desobedecido al Oráculo, no cabe duda de que habría salido derrotado, porque su temible
agadi-nwayi
nunca combatiría en lo que los ibos llaman un combate culpable.

Pero la guerra que amenazaba ahora era una guerra justa. Incluso el clan enemigo lo sabía. De forma que cuando Okonkwo de Umuofia llegó a Mbaino como mensajero orgulloso e imperioso de la guerra se le trató con gran honor y respeto, y dos días después volvió a casa con un muchacho de quince años y una virgen joven El muchacho se llamaba lkemefuna, y su triste historia todavía se sigue contando en Umuofia hoy día.

Los ancianos, o
ndichie
, se reunieron para escuchar el informe de Okonkwo sobre su misión. Al final decidieron, como todo el mundo sabía que harían, que la muchacha se destinara a Ogbuefi Udo en sustitución de su esposa asesinada. En cuanto al muchacho, pertenecía al clan como un todo, y no había prisa por decidir su destino. Por eso se le pidió a Okonkwo que, en nombre del clan, se hiciera cargo de él entre tanto. Y por eso, durante tres años, Ikemefuna vivió en la casa de Okonkwo.

Okonkwo llevaba a su familia con mano dura. Sus mujeres, especialmente las más jóvenes, vivían en un temor constante de sus estallidos, igual que sus hijos pequeños. Es posible que en el fondo Okonkwo no fuera cruel. Pero toda su vida estaba dominada por el temor, el temor al fracaso y a la debilidad. Era algo más profundo y más íntimo que el temor a los dioses malignos y caprichosos y a la magia, que el temor a la selva y a las fuerzas de la naturaleza, malévolas, de dientes y garras rojos. Los temores de Okonkwo eran peores que todo eso. No eran externos, sino que yacían en lo más hondo de su ser. Era el temor a sí mismo, a que lo considerasen parecido a su padre. Incluso cuando era niño había detestado el fracaso y la debilidad de su padre, e incluso ahora seguía recordando lo que había sufrido cuando un amigo de juegos le había dicho que su padre era un
agbala
. Entonces fue cuando se enteró Okonkwo de que
agbala
no era sólo otra forma de decir mujer, sino que también podía designar a un hombre que no había tomado ningún título. Y por eso Okonkwo estaba dominado por una sola pasión: la de odiar todo lo que le había gustado a su padre Unoka. Una de las cosas que había que odiar era la amabilidad, y otra era el ocio.

Durante la temporada de la siembra Okonkwo trabajaba todos los días en sus campos desde el canto del gallo hasta que se acostaban las gallinas. Era muy fuerte y raras veces se sentía cansado. Pero sus mujeres y sus hijos pequeños no eran igual de fuertes y sufrían. Pero no se atrevían a quejarse abiertamente. Nwoye, el primogénito de Okonkwo, tenía doce años, pero ya estaba preocupando mucho a su padre por su indolencia incipiente. En todo caso, eso era lo que le parecía a su padre, que trataba de corregirlo con riñas constantes y palizas. Por eso Nwoye se iba convirtiendo en un muchacho de expresión triste.

La casa de Okonkwo era una muestra visible de su prosperidad. Tenía un gran recinto cercado por un muro grueso de tierra roja. Su propia cabaña, u
obi
, estaba inmediatamente detrás de la única puerta abierta en el muro rojo. Cada una de sus tres esposas tenía su propia cabaña, que juntas formaban una media luna detrás del
obi
. El granero estaba construido a uno de los extremos del muro rojo, y como prueba de prosperidad había en su interior grandes montones de ñame. A otro extremo del recinto había un cobertizo para las cabras, y cada una de las esposas había construido un pequeño anexo junto a su cabaña para las gallinas. Cerca del granero había una caseta, la «casa de la medicina» o santuario donde Okonkwo guardaba los símbolos de madera de su dios personal y de los espíritus de sus antepasados. Les rendía culto con sacrificios de nuez de cola y vino de palma, y les ofrecía oraciones en su propio nombre, en el de sus tres esposas y en el de sus ocho hijos.

De manera que cuando murió en Mbaino la hija de Umuofia, Ikemefuna fue a la casa de Okonkwo. Cuando aquel día lo llevó a su casa, Okonkwo llamó a la esposa más antigua y se lo entregó.

— Pertenece al clan —le dijo—, así que cuida de él.

— ¿Se va a quedar mucho tiempo en nuestra casa? —preguntó ella.

— Mujer, haz lo que te he dicho —tronó Okonkwo, y tartamudeó—. ¿Desde cuándo formas parte de los
ndichie
de Umuofia?

Y así fue cómo la madre de Nwoye se llevó a Ikemefuna a su cabaña y no hizo más preguntas.

En cuanto al propio muchacho, estaba muy asustado. No podía comprender lo que le pasaba ni qué había hecho. ¿Cómo iba a saber que su propio padre había intervenido en el asesinato de una hija de Umuofia? Lo único que sabía era que a su casa habían llegado unos hombres, que habían hablado con su padre en voz baja y que, al final, se lo habían llevado y se lo habían entregado a un desconocido. Su madre había llorado mucho, pero él estaba demasiado sorprendido para llorar. Y entonces el desconocido se lo había llevado, junto con una chica, a mucha, mucha distancia de su casa, por caminos solitarios de la selva. No sabía quién era la chica y nunca la volvió a ver.

Capítulo III

O
KONKWO
no tuvo las mismas ventajas iniciales que otros muchos jóvenes. No heredó un granero de su padre. No había granero que heredar. En Umuofia se contaba la historia de cómo Unoka, su padre, había ido a consultar el Oráculo de los Cerros y de las Cuevas para averiguar por qué siempre tenía una mala cosecha.

El Oráculo se llamaba Agbala y venían a consultarlo gentes de lejos y de cerca. Venían cuando la mala suerte les seguía los pasos o cuando se peleaban con los vecinos. Venían a descubrir lo que les reservaba el futuro o para consultar los espíritus de sus padres muertos.

Se entraba al santuario por un orificio redondo en la falda del cerro, apenas mayor que las aperturas redondas que hay a la entrada de los gallineros. Los fieles y los que venían a pedir información al dios entraban arrastrándose por el agujero y se encontraban en un espacio oscuro e infinito en presencia de Agbala. Nadie había visto jamás a Agbala, salvo su sacerdotisa. Pero nadie que hubiera entrado en aquel temible santuario había salido de él sin temor a su poder. La sacerdotisa estaba junto al fuego sagrado que hacía ella misma al fondo de la cueva y proclamaba la voluntad del dios. El fuego no tenía llama. Los leños en ascuas no servían más que para iluminar vagamente la figura sombría de la sacerdotisa.

A veces llegaba un hombre a consultar al espíritu de su padre o de un pariente muerto. Se decía que cuando aparecía uno de esos espíritus el hombre lo veía vagamente en la oscuridad, pero nunca oía su voz. Algunos incluso decían que habían oído a los espíritus volar y batir las alas contra el techo de la cueva.

Hacía muchos años, cuando Okonkwo era todavía un niño, su padre había ido a consultar a Agbala. En aquella época la 0 sacerdotisa era una mujer llamada Chika. Estaba penetrada del poder de su dios, y era muy temida. Unoka llegó hasta ella y empezó su historia.

— Todos los años —dijo con tristeza—, antes de echar la semilla a la tierra, sacrifico un gallo a Ani, propietario de toda la tierra. Es la ley de nuestros padres. También mato un gallo en el santuario de Ifejioku, el dios de los ñames. Quito la maleza y la quemo cuando está seca. Siembro el ñame cuando han caído las primeras lluvias y les pongo rodrigones cuando aparecen los primeros tallos. Quito las malas hierbas…

— ¡Cálmate! —gritó la sacerdotisa, con una voz terrible que hizo ecos en el vacío oscuro—. No has ofendido a los dioses ni a tus padres. Y cuando un hombre está en paz con sus dioses y sus antecesores, su cosecha será buena o mala según la fuerza de su brazo. Tú, Unoka, eres famoso en todo el clan por la debilidad de tu machete y de tu azada. Cuando tus vecinos salen con el hacha a talar la selva virgen, tú siembras tus ñames en campos agotados que son fáciles de sembrar. Ellos cruzan siete ríos para hacer sus campos; tú te quedas en casa y ofreces sacrificios a un suelo desganado. Vete a casa y trabaja como un hombre.

Unoka era hombre de mala suerte. Tenía un chi o dios personal malo, y la mala fortuna lo persiguió hasta la tumba, o mejor dicho, hasta la muerte, porque nunca tuvo una tumba. Murió de la hinchazón que era abominable a los ojos de la diosa Tierra. Cuando a un hombre le afligía la hinchazón del estómago y de los miembros, no se le permitía morir en casa. Se lo llevaban al Bosque del Mal y lo dejaban allí para que se muriese. Se contaba la historia de aquel hombre tan terco que volvió a trompicones a su casa y hubo que volverlo a llevar al bosque y dejarlo atado a un árbol. La enfermedad era una abominación para la tierra, y por eso no se podía enterrar a la víctima en sus entrañas. Tenía que morir y pudrirse sobre la tierra, y no se celebraban su primero ni su segundo entierros. Ese fue el destino de Unoka. Cuando fue su turno, se llevó la flauta al bosque.

Con un padre como Unoka, Okonkwo no tuvo las mismas ventajas que otros muchos jóvenes. No heredó un granero ni un título, ni siquiera una esposa joven. Pero pese a aquellas desventajas, incluso en vida de su padre ya había empezado a sentar los cimientos de un futuro próspero. Fue un proceso lento y trabajoso. Pero se consagró a él como un poseído. Y de hecho estaba poseído por el temor a llevar la misma vida despreciable y tener la misma muerte vergonzosa que su padre.

Había en la aldea de Okonkwo un hombre rico que tenía tres graneros enormes, nueve esposas y treinta hijos. Se llamaba Nwakibie y había tomado el segundo título en orden de importancia que se podía tomar en el clan. Ese fue el hombre para el que trabajó Okonkwo a fin de obtener sus primeros ñames de siembra.

Llevó a Nwakibie un pote de vino de palma y un gallo. Se envió a buscar a dos vecinos ancianos v además estaban presentes en el
obi
de Nwakibie dos de los hijos mayores de éste. Ofreció una nuez de cola y unos granos de cubeba, que fueron pasando de mano en mano para que todos los vieran y después volvieron a él. La rompió diciendo:

— Todos hemos de vivir. Recemos por la vida, hijos, por una buena cosecha y por la felicidad. Tendréis lo que os conviene y yo tendré lo que me conviene. Que el milano vuele y que la garceta vuele también. Si uno dice que no al otro, que se le rompan las alas.

Una vez comida la nuez de cola, Okonkwo trajo su vino de palma del rincón de la cabaña en que estaba colocado y lo puso en el centro del grupo. Se dirigió a Nwakibie con el nombre de «padre nuestro».

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