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Authors: Enrique Dans

Tags: #Informática, internet y medios digitales

Todo va a cambiar (15 page)

BOOK: Todo va a cambiar
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Entender lo que Alan Greenspan calificó en su momento de “exuberancia irracional” resulta relativamente sencillo mirando los reportes y análisis producidos en la época, que predecían para escenarios de dos o tres años crecimientos que todavía hoy, casi diez años después, no se han producido. No estar en Internet o estar presente de manera “tibia” significaba una caída automática de la cotización de las acciones de una empresa, lo que generaba un mercado de falsos profetas dedicado a llevar a aquellas empresas necesitadas de pruebas de concepto a la web fuera como fuera. La aproximación del director que, típicamente tras un viaje en avión en el que se tropezaba con una revista que mencionaba alguna acción de un competidor en la red, llegaba a su despacho y convocaba a todas las fuerzas vivas al grito de “¡tenemos que estar en Internet inmediatamente!!” se hizo tristemente famoso: muy pocas de las empresas que se iniciaron en la web con este tipo de principios lograron de verdad hacer algo mínimamente aprovechable. La comparación que mejor hace justicia a aquella época, seguramente, es la de la fiebre del oro californiana: todo el mundo sabía que había oro, aunque no sabía dónde, y los que realmente se hacían ricos eran los que vendían picos, palas o supuestos mapas para poder ir a buscarlo. Surgió toda una nueva casta de analistas que, amparados por metodologías de investigación completamente discutibles, daban al mercado aquello por lo que el mercado quería pagar: informes que esgrimir ante terceros para defender inversiones o compras necesarias para mantener el desmesurado crecimiento de un mercado que no existía, en realidad, más allá de las páginas de esos mismos informes.

A estas alturas, descubrir que las burbujas económicas existen y suponen en ocasiones un grave perjuicio económico para algunos sería realmente algo poco novedoso. Lo importante, en este caso, es ir un poco más allá en el análisis, y evitar el “efecto péndulo” que surgió en los años inmediatamente posteriores, que supuso una congelación casi total de todas las inversiones en tecnología. A estas alturas, cuando Internet supone ya una parte muy importante de la economía de muchísimos países, justificar la crítica a los modelos de negocio en la red con la excusa de la burbuja empieza a tener tintes nostálgicos, de recorte de periódico amarillento y ajado por el paso del tiempo. Sobre todo teniendo en cuenta que los modelos de negocio actuales ya no se utilizan para justificar inversiones millonarias ni desmesuradas cuentas de gastos suntuarios, sino para poner a funcionar empresas reales, con inversiones realizadas con un criterio completamente pegado al suelo. Los inversores actuales reclaman dosis de realismo muy superiores, no admiten excesos ni lujos, y exigen cumplimientos claros de objetivos pactados: la época de “el papel lo aguanta todo” parece ya una cosa del pasado. Sí existen, por supuesto, proyectos en los que la generación de ingresos se da de maneras muy poco convencionales: empresas que no venden nada, que viven de la publicidad (negocios grandes y de toda la vida como la televisión o la radio también lo hacen) o que exploran caminos interesantes dentro de la llamada “economía de la atención”. Y que es bueno que así sea, porque en muchos casos representan la exploración de nuevas avenidas de generación de valor que serán aprovechadas más adelante.

Aquellos que se resisten al avance de la tecnología negando la mayor en función de perjuicios a su modelo de ingresos o a su modo de vida son, por razones evidentes, los opositores más virulentos y feroces. Se consideran objeto de un ataque injustificable, consideran las reglas de su modelo de negocio como algo inmutable, que debe ser protegido por encima de todo, como si la tradición fuese un modelo de negocio. Aquellos que utilizan la tecnología merecen calificativos denigrantes, infamantes, cuyo uso se intenta extender al resto de la sociedad mediante el recurso a los medios de comunicación, en un reflejo propio de quienes se consideran en posesión de la verdad. Sus actitudes son violentas: no intentan comprender o justificar la actitud de los usuarios de la tecnología, sino que mantienen una actitud descalificatoria, como se reacciona contra algo que amenaza tu forma de vida. Para defenderse contra tal amenaza, están dispuestos a invertir importantes esfuerzos y recursos económicos: constituyen potentes lobbies y grupos de presión, recurren a los mejores abogados y asesores, y desarrollan accesos preferentes a los medios de comunicación. Para este grupo, sin duda, el fin justifica el uso de todos los medios, pero su actividad se enfrenta a la llamada Ley de Grove, enunciada por Andy Grove, uno de los históricos fundadores de Intel:

“La tecnología siempre gana. Puedes retrasar la tecnología mediante interferencias legales, pero la tecnología siempre fluye alrededor de las barreras legales”.

El segundo grupo refractario a la tecnología no proviene de la defensa de los propios intereses, sino de un enemigo mucho más peligroso: la falta de recursos. Se trata de la llamada “brecha o división digital”, una línea imaginaria que separa a quienes pueden acceder a un ordenador y a una conexión de datos de aquellos que no pueden. Aunque toda tecnología suele tender al abaratamiento y a la generalización de su uso, en todas las sociedades existe un determinado estrato social que permanece al margen debido a la falta de recursos, con una incidencia lógicamente mayor en países con rentas per cápita más reducidas. En algunos casos, la falta de recursos se combina con una escasa disponibilidad de alguno de los factores imprescindibles para el uso de la tecnología: en algunos países con despliegues de conectividad importante y generalizado, es posible encontrar “zonas de sombra” que provocan marcadas exclusiones: aunque Internet avanza hacia la consideración de servicio universal al que todos los ciudadanos deben tener acceso en varios países, abundan las zonas en las que no es posible obtener una conexión sin optar por métodos especialmente onerosos, inalcanzables para el ciudadano medio.

La imposibilidad o dificultad de acceso a la tecnología por falta de recursos económicos genera en muchos casos una sensación de ansiedad: la percepción “desde fuera” provoca que “la hierba parezca todavía más verde al otro lado”, y que se llegue a una cierta idealización de la tecnología que puede llegar a resultar frustrante. En otros casos, sin embargo, la racionalización de la imposibilidad de acceder provoca un cierto hastío, un desprecio que permite la autojustificación (tengo conciencia de mi situación de exclusión, pero la sobrellevo más fácilmente porque no me interesa), que entronca con nuestra tercera categoría de actitudes negativas: la indiferencia.

La indiferencia es uno de los grupos habitualmente más numerosos en muchos países. En España, el desinterés supone el porcentaje más elevado en las razones para no conectarse a Internet: personas que son incapaces de ver estímulo alguno en las infinitas posibilidades de la red, o que se refugian y autojustifican en los infinitos y bien alimentados tópicos que la rodean. El examen cuidadoso de esos tópicos revela, en realidad, mucho más que simple ignorancia. El hecho de que resulte casi imposible escuchar la palabra “Internet” en la práctica totalidad de los informativos de radio y televisión sin que aparezca rodeada de connotaciones negativas se relaciona con el hecho de que dichos medios han detectado, desde hace mucho tiempo, dinámicas de sustitución en el consumo de los usuarios: Internet es, en la práctica, uno de los peores y más temidos competidores de medios convencionales como la televisión. El hecho de que las cifras desmientan tales advertencias de peligro no es óbice para que un amplio porcentaje de la población, especialmente aquella que recibe la mayoría de la información a través de otros medios, siga creyendo en mitos que afirman que Internet es un lugar peligroso donde constantemente roban tarjetas de crédito y donde la delincuencia campa por sus respetos cual si fuera el salvaje Oeste.

¿Qué hay de verdad en la supuesta peligrosidad de Internet? Obviamente, todo en esta vida tiene sus peligros, incluyendo el caminar por la calle o entrar en el banco de la esquina. Nada nos garantiza que no vamos a ser asaltados cuando extraemos un reintegro de un cajero automático, que no van a atracar a mano armada la tienda en la que nos encontramos, o que no nos van a timar cuando nos venden algo. Dichos sucesos, además, aunque pueden tener un componente aleatorio, no lo son completamente: es bien sabido que determinadas ciudades o barrios tienen índices de delincuencia superiores a otros, y que ciertos comportamientos, como la ostentación de riqueza o la excesiva confianza en los extraños incrementan la posibilidad de ser robado o timado. Internet es exactamente igual: hay barrios buenos y barrios malos, sitios con garantías y sitios desconocidos, prácticas buenas y malas. Simplemente, en la calle llevamos más años adquiriendo familiaridad con el entorno, mientras que en Internet muchas cosas están aún por definir. Pero en general, la mayor parte de los problemas de seguridad se rigen por el puro sentido común: lo que parece demasiado bueno para ser verdad, suele ser porque es demasiado bueno para ser verdad. Si respondes a un mensaje que te promete una herencia millonaria de un desconocido o un pago por ayudar a alguien a sacar dinero de una república africana corrupta y le das tus datos bancarios, te habrán timado. Si escribes el número de tu tarjeta de crédito en un correo electrónico o en una página web sin cifrar, tienes muchas posibilidades de que alguien lo utilice posteriormente para transacciones fraudulentas que aparecerán en tu cuenta como compras tuyas, algo que, en virtud de la experiencia acumulada hasta ahora, ocurre aproximadamente con la misma probabilidad en Internet que fuera de Internet. Y que además, si ocurre, provocará como mucho un pequeño susto y un engorro temporal que terminará, en la práctica totalidad de los casos, con la devolución de todo el importe sustraído en un plazo relativamente corto de tiempo. ¿Te pueden robar en Internet? Por supuesto, pero en la calle también, con la misma probabilidad.

La mayoría de los problemas de seguridad derivan claramente del desconocimiento. Si caminando por la calle se nos acercase un desconocido y nos pidiese las claves de nuestro banco, no se las daríamos a no ser que mediasen amenazas serias a nuestra integridad física. Sin embargo, un correo electrónico reclamándonos nuestras claves por un supuesto “problema de seguridad en nuestro banco” hace que un cierto porcentaje de gente, afortunadamente cada vez menor, conteste a dicho mensaje y facilite dicha información sin pensárselo, ignorando que generar un mensaje con apariencia legítima resulta sumamente sencillo en Internet. La conocidísima “estafa nigeriana”, “fraude 419” o
“advance-fee fraud”
proviene de los años 80, del declive de una economía nigeriana basada en el petróleo, y procede a su vez de un timo de principios del siglo pasado conocido como “el prisionero español”: en esta estafa, el timador pide ayuda a la víctima para sacar de algún país en situación políticamente complicada una enorme suma de dinero, que será ingresado en la cuenta de la víctima a cambio de un porcentaje de la misma. Cegado por la posibilidad de una ganancia astronómica, la víctima proporciona detalles de su cuenta y realiza pagos al estafador para que pueda llevar a cabo diversos trámites, que invariablemente se complican y requieren de más dinero. Semejante burdo esquema, similar a lo que podría ser el timo de la estampita o el del toco-mocho en plena calle pero organizado con gran profesionalidad en lugares como Nigeria, Benin, Sierra Leona, Costa de Marfil y otros países africanos, se considera uno de las estafas que sigue funcionando mejor en Internet, ostenta el récord en cantidad obtenida por operación, y se beneficia además del hecho de que un elevado número de víctimas, por pura vergüenza, nunca llegan a denunciar lo sucedido.

Todos los años, un cierto número de personas caen víctimas de estafas que, a través de correo electrónico, les piden los detalles de su cuenta bancaria para ingresarles un premio de lotería de algún país extranjero... en el que por supuesto, nunca jugaron nada. O hacen clic en anuncios que les prometen que han obtenido un gran premio por haber sido el visitante número un millón de una página web. El fenómeno del
spam
, correo basura o no deseado, se alimenta de porcentajes de respuesta de uno de cada doce millones y medio de correos enviados, y se beneficia del uso de millones de ordenadores desprotegidos e infectados con virus que son utilizados para enviar dichos correos sin que sus propietarios lo sepan. En realidad, la mayor parte de la inseguridad atribuida a Internet, que aún a pesar de todo, repetimos, no es mayor que la correspondiente a caminar por la calle, proviene del mal uso que de la red hacen las personas ignorantes. Internet, en cierto sentido, es como una calle por la que circulasen un elevado porcentaje de personas que desconociesen las normas más básicas de circulación y civismo. Afortunadamente, a partir de un cierto nivel de cultura de uso, esos problemas se convierten en insignificantes y en algo que resulta muy sencillo ignorar.

Cuando éramos pequeños, el hecho de que la calle fuera un entorno no completamente seguro no hizo que nuestros padres nos mantuviesen completamente alejados de ella, porque ello habría significado llegar a la edad adulta sin ninguna preparación para movernos por ella con garantías. En su lugar, se dedicaron a decirnos lo que debíamos o no debíamos hacer: “no cruces sin mirar”, “no te metas por callejones oscuros”, “no hables con desconocidos”, etc. Debemos entender Internet como un entorno en el que se va a desarrollar una parte significativa de nuestra actividad queramos o no, y en el que hay que adquirir la soltura suficiente como para encontrarse seguro, sabiendo, como en la calle, que la seguridad total no existe. Y que para los medios de comunicación, el hecho de que todos los días tengan lugar millones de transacciones en Internet sin el más mínimo problema no constituye una noticia, mientras que el hecho de que a alguien le roben el número de su tarjeta de crédito sí lo puede constituir. Hay asesinatos todos los días, pero el día en que una chica es asesinada y los medios descubren que se relacionaba con su asesino - y con muchas personas más - en una red social, es el momento de decir que las redes sociales son peligrosísimas, un verdadero invento de Satanás. Y curiosamente, personas a las que se les supone una inteligencia razonable y que reaccionarían con estupor si alguien afirmase que la culpa de un asesinato en la calle la tiene la propia calle, se tragan la noticia de los medios sin pestañear.

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