El maestro enseñaba en su departamento de la calle Maipú. No tenía secretaria ni hacía publicidad. No otorgaba certificados. Se resistía a los reportajes. Cobraba poco y trabajaba mucho. No comercializaba su arte. Dividía la jornada en once horas, tres para él (tocar, estudiar, escribir) y el resto para sus alumnos. Con sus reducidos ingresos podía satisfacer a Sofía y educar a su hijo Eduardo, quien, lamentablemente, no revelaba inclinaciones musicales.
Recuerdo que hace veinticinco años, en un día de julio, realicé un fervoroso peregrinaje hasta el edificio gris, antiguo, de ocho pisos y balcones salientes, redondos, del profesor. Había leído su
Tratado.
En el cuarto piso enseñaba el dios. Asumí el tímido rol de un ignorado Schubert que se desesperaba por visitar a Beethoven, pero del que sólo alcanzó a percibir su sombra proyectada contra los vidrios. Me quedé una hora apoyado contra la pared de enfrente, soportando el frío, los brazos sobre el pecho y la cabeza levantada, fija en la ventana precisa, remotamente esperanzado en que se abriría, y la grandiosa cabeza de Puccarelli se asomaría al balcón. Algunos sonidos provenían de lejos, con excesiva liviandad. Era inútil solicitarle una entrevista, ni siquiera preguntarle sobre la posibilidad de obtener algunas lecciones. Sólo aceptaba el contacto postal. Circulaba el rumor de que para escoger a sus nuevos discípulos se basaba, más que en los antecedentes, en la escritura: era un grafólogo tan hábil que, cuando el candidato recibía la respuesta con la fecha para dar examen de ingreso, podía considerarse aprobado. Le escribí en dos oportunidades adjuntando la recomendación de mi maestro. Contestó con alguna tardanza, pero contestó. Sin haberme escuchado jamás, opinaba que aún no obtendría beneficio de sus lecciones particulares y aconsejaba que, mientras tanto, ejecutara más seguido ante el público e incrementara mis ejercicios de relajación.
Conocía una sola versión de su rostro, que solía aparecer en la cartulina brillante de algún programa de concierto ofrecido por sus alumnos. Toma de medio perfil, vestido con un frac que alquiló sólo para sacarse la foto (entre sus excentricidades figuraba el desprecio por la etiqueta). Lucía rasgos beethovenianos. Su nariz breve y ancha, su mentón también ancho, contrastaban con la frente alta, lunar, indicadora de una progresiva calvicie. Sus ojos de carbón encendido, no revelaban ternura, ni inspiración, ni alegría, ni optimismo, sino la dureza de la disciplina: eran diamantes que recortaban pianistas perfectos. Apenas salió a la venta su
Tratado de la moderna ejecución pianística
—que deglutí como un poseso— le escribí por tercera vez. Ya no contestó: sobrevino la declinación de su estrella.
B
asta hacer un poco de memoria para recordar las fotografías de las tres familias en duelo, las desgarrantes declaraciones de su hijo Eduardo, los desvanecimientos de Sofía, su abnegada mujer. Los que nos interesamos por la vida musical del país quedamos doblemente trastornados: de una parte el derrumbe de Puccarelli y de la otra el espeluznante fin de la promisoria Marta Durán, su discípula.
Dos años antes Marta Durán había comenzado a recibir lecciones de perfeccionamiento. Hasta entonces sólo había tocado ante las mesas examinadoras de un modesto conservatorio de Villa María. Por sugerencia de una concertista que ofreció un recital en la ciudad le escribió de puño y letra, sin mayores esperanzas. En menos de quince días llegó la respuesta con la precisión de fecha y hora en que la recibiría el maestro. Las albricias se desparramaron por el centro, los barrios y hasta las chacras de los alrededores. Marta, que recién cumplía los diecinueve años y observaba una conducta retraída, casi insociable, viajó a Buenos Aires acompañada por su madre. Ocurrió lo previsto: Puccarelli había detectado su talento mediante la grafología y no necesitó oírla más de quince minutos para descolgar su pontifical veredicto.
Lo que pasó después se integró al collar de la vida y milagros que orla a cada artista. La comidilla, el chisme, el asombro, la envidia, la identificación. En un semanario de Villa María le publicaron a Marta Durán una foto con la cabeza inclinada hacia la derecha y el cabello rubio derramado sobre un hombro. “Joven valor local triunfa en Buenos Aires”, proclamaba el título. La nota describía la fina labor docente del maestro Puccarelli, enumeraba algunos pianistas de renombre que habían sido sus discípulos y destacaba el éxito que implicaba haber sido aceptada en el calificado cenáculo. “Trampolinizada hacia la gloria”, afirmó la nota del siguiente número, con detalles de la primera clase que el periodista hubo de arrancar con tirabuzón a la silenciosa “modosa y humilde” Marta.
Todos los jueves a las veintidós y treinta subía a un ómnibus de la empresa Chevallier y amanecía en la Capital Federal. Se alojaba en lo de su tía Betty —rentista y solterona—, que vivía en un departamento frente al Parque Centenario.
Desayunaba, recogía los libros de música y enfilaba hacia la calle Maipú. A las once menos diez llegaba al venerado edificio, penetraba en el ascensor antiguo asegurado con una malla de arabescos y apretaba el botón número cuatro. Sofía Puccarelli solía abrirle la puerta e indicarle un asiento de gastado terciopelo en la sala de espera dominada por el oro y la púrpura. De una alta puerta con visillos color crema, prolijamente burleteada, provenían sonidos apagados. La música solía interrumpirse de manera abrupta, como si un hacha la cortara sin respeto en cualquier tramo del compás. Luego se reanudaba repitiendo una cadencia o una sucesión de acordes o trémolos fuera de contexto, de una manera obstinada, neurotizante, como si fuera un disco rayado. Y otra vez el hacha, el silencio. Marta contemplaba los retratos de Busoni, Ravel, Bartók, Satie, Dvorak, Respighi, Paderewski, con dedicatorias a Domenico Puccarelli. Otra puerta se abría en forma violenta y pasaba, rumbo al ascensor, un joven espigado de tez aceitunada y ojos insolentes; su hijo Eduardo. Volvían a repetirse los fragmentos musicales. Y otra vez el hacha, la tensión del silencio. Una mesita redonda, alta, cubierta con un mantel amarillo de largos flecos sostenía una reproducción en yeso de Apolo. Se abría por fin la puerta grande. Once en punto. Sale un joven de largos cabellos negros y piel muy blanca, delgado, enfermizo. La saluda con un tímido movimiento de cabeza.
Marta levanta los libros y el bolso. El dios la espera. Se frota las suelas en el felpudo. La sala de clase no tiene alfombras que aspiren los sonidos; no tiene casi decorados; sólo un amplio ventanal herméticamente clausurado para evitar los ruidos de la calle. Dos pianos se enfrentan como brillantes lobos de mar. El maestro la mira con sus carbones encendidos, le tiende la mano, le pregunta si ha estudiado las lecciones, si ha realizado los ejercicios para fortalecer la memoria, y los ejercicios de concentración, y los ejercicios de relajación. La invita a sentarse en el taburete. Él se repantiga en su sillón de cuero bordó. Marta recuerda los pasos como en un ritual religioso: tranquilizarse, distenderse, ablandar todos los músculos (desde la frente hasta los tobillos) y fijar su atención en la imagen gráfico-musical de la obra que ejecutará primero. El maestro ha enfatizado que tiene paciencia y aguardará todo el tiempo que ella necesite. Pero una vez iniciada la música, le estará prohibido cometer errores. En el último tercio de la clase tocará los fragmentos vulnerables, tantas veces como requiera su cabal dominio. Marta se afloja concentrándose en cada porción de cuerpo, los ojos depositados con indiferencia en el encordado del instrumento. Su cabello de bronce se reproduce en el espejo de la tapa levantada. Sus dedos largos, sensibles, empiezan a acariciar el fresco marfil de las teclas. Gira lentamente la mirada a lo largo de la pared desnuda hasta el sillón bordó.
—¿Lista?... Bien. Adelante.
Esa noche, también a las veintidós y treinta, subía a otro ómnibus de la empresa Chevallier rumbo a Villa María. Al cabo de dos meses su madre dejó de acompañarla. Y al cabo de otros cuatro ya permanecía alternativamente una semana en Buenos Aires y otra en su casa. Desde que fue “trampolinizada hacia la gloria” había adelgazado en forma notable. Su enérgica tía Betty hizo aceitar los pedales del piano vertical que había pertenecido a la abuela y cambió varios martillos para elevar las cualidades del instrumento debido a las exigencias de Marta.
Tía Betty fue la primera en animarse a criticar algunas particularidades del método aplicado por Puccarelli. El maestro insistía tanto en la concentración, que la pobre Martita llegaba a quedarse abstraída durante horas, como una estatua, como el Apolo inmutable de la salita de espera. Y si no la arrancaba de su introversión, se salteaba las comidas como si tal cosa. Esto no es bueno, escribió a Villa María, pero su carta causó más disgusto que advertencia.
Domenico Puccarelli confió a un periodista que Marta Durán tenía asegurado un futuro descollante. Llegó a decir que sus interpretaciones no sólo eran ajustadas, sino insuperables; reflejaban un talento poderoso. Al año siguiente propuso dictarle dos horas por semana, distinción excepcional que certificaba sus condiciones. En Villa María se comentó el caso en la intendencia, el Rotary, los Leones, y se dispuso crear una beca para solventar sus gastos. A través de “Martita” Villa María lograría pronto resonancia mundial. Sus padres eran agasajados y mimados, incluso por el gerente del Banco Nación, que les había negado un crédito para pagar los estudios de su hija y ahora se frotaba las meninges para arbitrar alguna otra forma de ayuda.
Puccarelli sostenía que se debe estudiar poco tiempo cada vez, pero con gran concentración. Marta Durán, que había logrado un altísimo nivel, podía darse el gusto de estudiar más horas que las recomendables. Casi no hablaba; llegó a descuidar su arreglo. Pero se sentaba a tocar desde la mañana hasta la noche. ¡Pará, nena! —exclamaba su tía atontada por escalas y acordes—. ¡El piano está que hierve! Marta sólo escuchaba sus propios sonidos y la voz continua, ubicua, incansable, del maestro. El maestro se le metió en la sesera —escribió a Villa María—, hasta le habla cuando duerme. En una ocasión Marta fue trabada por un pasaje difícil; lo repitió como obsesa cincuenta o cien veces, primero lentamente, como pisando en puntas de pie, y luego con más velocidad. Betty permaneció tras ella, contemplando el milagro de la progresiva transmutación del fragmento engorroso en un torrente fulgurante. Marta ni se percató de la testigo. Tocaba de memoria —había fijado previamente la imagen gráfico-musical, como indicaba el maestro— y hablaba. Hablaba con dos tonos de voz, uno correspondía al suyo (tierno, sumiso) y el otro al maestro (firme, autoritario). Con esta última voz reprendió a su mano izquierda, que no desgranaba una escala de modo absolutamente parejo. Tía Betty ya tenía la enojosa sensación de que en su departamento no habitaban dos personas (ella y su sobrina), sino tres (Domenico Puccarelli). Más adelante su inquietud aumentó, al leer en una revista que el famoso profesor no sólo manejaba la grafología, sino que había realizado cursos de telepatía y telequinesia.
Debe de usar algún procedimiento fuera de lo común —conjeturó en otra carta—; así se explica que sus lecciones sean tan disputadas. Y yo lo estoy comprobando en Martita: desde el año pasado parece vivir en trance. No sé si se justifica tamaño sacrificio para llegar a la gloria.
Una comisión de notables de Villa María decidió organizar “el” concierto de Marta Durán, adelantándose a la serie de recitales que comenzaría a desarrollar cuando finalizara su mentado curso. Se sabía ya de ofrecimientos en el exterior y habían trascendido comentarios de algunos críticos. Consideraban que por ser hija de la ciudad era justo que desde allí arrancara su periplo. Elevaron la propuesta a las autoridades correspondientes obteniendo un eco desusado. Fueron entonces a conversar con los padres de Marta. Haremos una publicidad masiva —dijeron—, se cursarán invitaciones desde la Secretaría de Cultura de la Nación para abajo, asistirá el “tout” Villa María, sus alrededores, vendrán críticos y admiradores desde Rosario, Córdoba y Buenos Aires, inclusive el maestro Puccarelli (huésped de honor) y sus mejores alumnos. Los padres transpiraban de gozo. Y apenas recibieron a la nena en la estación de ómnibus le contaron la noticia. Marta, ojerosa por el viaje y el ritmo de estudio, se limitó a escuchar, colgó su ropa, acomodó las partituras, se quedó media hora ante el espejo y después manifestó que para obtener un buen ligado es preciso dejar correr los dedos muy próximos a las teclas y que ningún mordente sale bien cuando se lo ataca con una contracción del antebrazo. Parece embrujada —murmuró el padre—. La pobre se exige demasiado —lamentó su madre.
La comisión de notables aprovechó la transitoria presencia de la artista para “ofrecerle” el concierto y fueron ingresando de a uno en la casa de techos altos y ventanas con rejas. Ella los aguardaba en la sala de recibo. Todos la conocían desde que era chiquita así, uno recordó haberle comprado chocolatines cuando no quería entrar al jardín de infantes, otro aseguró que hace diez años pasó por la vereda y se quedó escuchándola a través de la ventana y después fue corriendo a decirle a su mujer que Martita sería una concertista internacional (¡hace diez años! —recalcó—). La madre sirvió café; no era necesario gastarse en presentaciones; tanto el padre Saldaño como el doctor López Plaza como el señor Fuentes son figuras de altísima reputación. Y amigos de la familia Durán. Martita es muy vergonzosa, ustedes la disculparán —la madre se retorcía el crucifijo—, sólo pierde la timidez ante el piano. Está más crecidita —dijo el doctor López Plaza—. Algo más delgada —observó el señor Fuentes—. Más espiritual —reflexionó el padre Saldaño—. Mucho viaje, muchas horas de trabajo, un poco más y finaliza el curso. ¡Y después vendrán las giras! —exclamó López Plaza—: ¡Londres, París, Nueva York! Pero con descansos —sonrió la madre—. Y bien, Martita —dijo el cura entrando en materia—, tu ciudad quiere homenajearte con la organización de un concierto en el teatro. ¡Será una fiesta del espíritu! —interfirió López Plaza—. Suponemos que estarás de acuerdo —prosiguió el cura—. ¡Lo damos por aceptado! —afirmó López Plaza levantando su brazo vigoroso.
Marta, con los ojos fijos en su café, susurró que el toque ligatissimo sobre una misma nota repetida se consigue dejando subir la tecla hasta unos tres cuartos de su altura para que la nota siga sonando y luego se la bajará nuevamente.