Cuando abrió los ojos, registró por fin el tamaño impresionante de la plaza vacía. Algunos perros perseguían los residuos que el viento empujaba sobre el pavimento, mezclados con gallardetes abandonados. Y sobre el estrado hacia donde habían conducido a su adorado padre en ese bochornoso día de julio, aún se agitaban como ramas quebradizas los restos que había calcinado la hoguera.
P
edro es poeta. Escribe sin parar desde los once años. Le han dicho que si alguien sigue escribiendo versos después de los dieciocho años, es poeta. Él ya cumplió los treinta y aún tiene tanto para escribir. Publicó dos libros, por suerte. El Fondo Nacional de las Artes había convocado a sus habituales concursos y Pedro, impulsado por Mónica, cometió la travesura de presentarse. Reunió poemas dispersos que se habían escurrido como animalitos por toda la casa. Releyó, seleccionó, ordenó. Guijarros de diversos colores, lágrimas de tristeza, de alborozo, de frío, de cebolla, de rocío, de esperanza. Encarpetó. Envolvió. Y llevó el paquete al correo, donde una mujer cansada lo examinó con asco, lo arrojó como un fardo pestilente sobre el balancín y dijo cuánto debía pagar. ¿Tanto?... Tanto, dijo ella, inflexiblemente aburrida. Pedro entregó el dinero y se asomó sobre el mostrador para ver el canasto donde yacía, oblicuo y dolorido, el cuerpo de sus poemas. ¿Saldrá hoy?, preguntó con inquietud. Sí, y llegará mañana, contestó la empleada estirando la mano para recibir el sobre que el siguiente de la cola le alcanzaba por arriba del hombro de Pedro.
Cinco largos meses más tarde le informan que ha ganado el concurso y, tremolando el triunfo, se presenta —también impulsado por Mónica— a la editorial que nutrió sus lecturas de juventud con toneladas de cuentos, novelas y poesías. Ya en la sala de espera reconoce el olor a tinta y papel de aquellos libros sacados de la biblioteca pública o prestados por amigos. Entrega los originales y el testimonio del galardón. Está seguro de que la editorial se sentirá halagada por haberla elegido para su
opus uno.
El volumen con sus poemas tendrá el mismo olor que los de Vallejo, Lautréamont, Neruda, Pound, Keats, Alberti. Y en la tapa lucirá, cruzada, una faja amarilla que proclame su Premio del Fondo Nacional de las Artes.
Pero le explican cuán engorroso es editar libros de versos: la gente no los compra, son libros que languidecen en los depósitos; ¿sabe alemán?, le siguen explicando, en lugar de
best-seller
son
best-Keller.
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Calcule: en este momento debe de haber en la Argentina veinte sótanos con libros que no se venden y medio millón de poesías sin publicar. Pedro adquiere una tonalidad macilenta, sus ojos parecen dos trapecistas que ruedan en el vacío sin hallar un travesaño donde aferrarse. Haré leer la obra en la editorial, dice el hombre, pero desde ya le adelanto que será muy difícil la edición. Entonces... ¿para qué?, balbucea Pedro. El funcionario empuja hacia el poeta, suavemente, la carpeta llena de lágrimas; tiene razón: para qué.
Los ojos aún ruedan en el aire. Sin embargo... se editan poesías, farfulla. Sí, digamos las de Octavio Paz, Miguel Hernández, Eugenio Montale; pero las otras casi siempre son pagadas por el autor. ¿Cómo es eso? El funcionario lo mira: ¿quiere que le explique?
Así nació su primer volumen de poemas. Mónica le ayudó a corregir las galeradas. Y Mónica recibió de sus manos temblorosas el primer ejemplar, calentito y fragante. Juntos releyeron los versos que eran los mismos y eran diferentes al presentarse entre tapas de cartoné. Distribuyó su obra en diarios, suplementos y revistas; la obsequió a poetas admirados y a los amigos que lo admiraban, y a los parientes que jamás perdían el tiempo leyendo poesías pero que, siendo de Pedrito, la instalarían en un lugar visible. Aparecieron elogiosos comentarios, algunos insistieron en su “estilo noble”, otros en sus “profusas imágenes”, en su “vigor”, “ternura”, “profundidad”, “plasticidad”, “sugerencias”. Al cabo de un año, entre ventas y regalos, agotó la edición. Y recuperó gran parte del dinero invertido. Mónica lo estimuló a publicar otro volumen. Pedro colectó más animalitos agazapados en cajones y bolsillos, creó nuevos, los corrigió, ordenó, pasó en limpio y llevó a la editorial. Ya te puedo considerar un poeta de ley, dijo Mónica abrazándolo. Sin embargo, las ventas no fueron tan sencillas. Al término de otro año aún se amontonaba la mitad de la modesta edición. Pedro se desahoga escribiendo más versos. Pero, ¿y Mónica?, ¿cómo se desahoga Mónica?
Mónica es traductora. Excelente, perfecta traductora. Tan buena traductora que en una empresa no la tomaron porque sintieron vergüenza de pagarle un sueldo vulgar. Usted es una artista, dijeron con solemne respeto. Así que terminó empleándose en una organización que traduce artículos para médicos, abogados, psicólogos y economistas necesitados de información extranjera. Nunca mencionan el nombre de Mónica —ni de ningún otro traductor— ni le pagan de acuerdo con su nivel. Los trabajos aparecen realizados por
Trad S.R.L.,
cerebro abstracto y poderoso cuyo membrete, sello y firma refulgen al comienzo y fin de cada artículo. Para
Trad,
sostenía Mónica, el mandamiento bíblico no decreta “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, sino “con el sudor del de enfrente”. Por las noches bailoteaban sus hermosos dedos sobre el teclado de la abnegada Olivetti y durante el día solía escapar hacia oficinas y consultorios para ofrecer servicios extra.
Mónica pasó una mala noche y despierta con fiebre. No podrá entregar las últimas traducciones amontonadas sobre el trinchante. Pedro le alcanza las aspirinas.
—Esto es una gripe —dice ella—, la reconozco; me tendrá prisionera durante dos días.
—Si te pudiera ayudar... —murmura Pedro, listo para dirigirse a su aborrecido puesto de cajero en el supermercado. Mónica menea la afiebrada cabeza; sus ojos verdosos están ligeramente hinchados—, ¿No podría entregarlas yo, querida? —dice Pedro mirando las traducciones.
—Puede ser, no es demasiado lejos.
Pedro anota la dirección, besa a Mónica en la frente, en cada mejilla, en el mentón, en los labios enfermos y, desde el vano de la puerta, con medio cuerpo afuera, le arroja otro beso. Ella le saca la lengua y, cambiando la expresión, le dibuja un cariñoso reproche: ¡cargoso! Pedro la mira aún, corrobora si en la mesita de luz quedan el vaso lleno de agua y el sobre con aspirinas. Parte a la carrera.
El colectivo ni frena; de la puerta amenaza desprenderse un racimo de pasajeros. En el siguiente alcanza a tomar el pasamanos, mete la punta del zapato derecho entre otros zapatos, se apoya en el estribo y empuja con vigor hacia adentro. Con los dedos libres aprisiona el rollo de traducciones.
En el vasto y bullicioso edificio marca su tarjeta, viste el guardapolvo gris y corre hacia la tercera caja. En ese supermercado aún aceptan varones como cajeros. Esconde el rollo de traducciones bajo el mostrador y espera que se inicie el desfile de consumidores. El primer cliente de esa mañana es un viejito, de los que ya no duermen. Después una cocinera, de las que ya son reliquias de potentados, luego otro viejito, otra mujer, varias mujeres, un muchacho sin afeitar, viejas, viejos, dos latas de sardinas, un paquete de manteca, tres bolsitas de leche, un frasco de mermelada, café, chocolate, leche otra vez, mortadela, vino, salchichas, vino, mortadela, leche, aceitunas, arvejas, anchoas; los ojos de Pedro saltan del mostrador a las teclas con número, de las teclas al resultado que sale en el papel, cuenta el dinero, da vuelto, empuja hacia atrás el montón de víveres, el siguiente por favor, y de nuevo leche, polenta, dulce; las teclas marcan precio, la tira de papel, el siguiente por favor. Media hora, una hora, dos horas, cuatro horas. El poeta ahíto de envasados pide permiso para utilizar la pausa y realizar una diligencia, cuelga el guardapolvo y corre hacia la dirección anotada.
La calle llena de gente no es y sí es la misma del supermercado, se fragmenta como vidrios de colores; tendrá que escribir algunos versos como flechas envenenadas y armar un libro que sea el carcaj de un salvaje. No deja de sorprenderlo que entre el mareante rodar de los números y el atosigamiento de provisiones se le puedan ocurrir algunos versos con oxígeno, incluso enlazar varios en el collar de una estrofa que escribe en la tira de la calculadora cuando la hilera de carritos se interrumpe.
El consultorio del doctor Nájera queda más cerca de lo previsto. Hunde el botón del timbre. Se abre la puerta con zumbido de moscardón. Cruza el largo pasillo y entra en la sala de espera. Olor a cedro, hay flores naturales, un cuadro azul. Un bebé llora en brazos de la madre. Pedro se acerca al escritorio con teléfono y fichero y extiende el rollo a la secretaria, que lo mira por encima de sus anteojos; no es la secretaria que elegiría un ejecutivo viejo y pellizcador, piensa. El llanto del bebé asciende en volutas y la secretaria no oye lo que Pedro dice. La madre saca un biberón de su bolso. Pedro dice que Mónica..., el bebé tose, estornuda, llora, vomita, todo junto, y mancha con grumos blancos la alfombra y el pantalón de Pedro. La madre se altera, saca una toalla, seca, se disculpa, reta al bebé; la secretaria dice no es nada con una mueca que expresa lo contrario y saca otro trapo del escritorio, también limpia, se lo extiende a Pedro para sus pantalones; el bebé contempla la escena laboriosa con ojos entretenidos. Las mejillas de la secretaria están más rosadas que antes, acomoda los anteojos, escucha a Pedro, desenvuelve las traducciones, las hojea, muy bien, enseguida le pago. Desaparece tras una puerta y regresa con un sobre: espero que lo de Mónica no sea serio. No, es gripe. Cuídela, esa muchacha es una maravilla. Pedro se dilata, evoca de golpe varias imágenes de Mónica (caminando, comiendo, bailando, durmiendo, hablando, cocinando, consolando, riendo) y responde con indulgencia lo sé, lo sé. La secretaria lo acompaña hasta la puerta, el doctor está encantado con las traducciones. Mónica necesita mejor trabajo, no elogios, piensa Pedro. Dice gracias.
La calle, la gente, bocinazos, semáforos, un choque en la esquina, curiosos que se amontonan, otra calle, el edificio con gran letrero y la rampa por donde entran los autos de los clientes, se pone el guardapolvo, muerde un sándwich, hace gárgaras con la Coca-Cola. Mónica: pobre adorada musa mía; calcula cuánto falta para regresar a su lado, seguramente es gripe, ojalá haya podido dormir y descansar, que buena falta le hace (cuánto la quiero, Dios mío), y pensar que no la contrataron por ser demasiado eficaz y ahora trabaja para un pulpo explotador; el primer día que estuvo allí se habrá sentido una infeliz porque volvió arrebolada y agonizante, como si hubiera sufrido una sesión de tortura. Durante la cena procuró disimular su congoja; Pedro habría asumido con deleite sus humillaciones con tal de que ella hubiese mantenido intacta la alegría. Porque la risa de Mónica es rutilante y vital como la sangre. Qué ganas de llevarle un hermoso regalo, pero que no sean papitas saladas ni vino ni quesitos ni fiambres surtidos ni latas ni cajas ni botellas que le venden con descuento en el supermercado.
Se cuelga del colectivo, empuja el pie entre zapatos y sigue revolviendo ideas como objetos de un desván.
¿Y
si le dedico un libro inspirado exclusivamente en ella? Un capítulo dedicado a sus ojos que envidian Venus y Minerva: concentraría versos sobre su color vegetal, su mirar fúlgido y dulce, su interrogar profundo, su ternura de estilo. Otro capítulo sobre su amor a la danza; sus pies alados, sus desplazamientos de cometa, sus ondulaciones de brisa perfumada. Un capítulo sobre su amor a la vida: su apego al sol, y a los campos abiertos, y a los valles, y a los ríos de aguas saltarinas. Un capítulo sobre su humana integridad moral que sintetiza todos los mandamientos. Un capítulo sobre su inteligencia, compuesto de tres poemas: sensatez, claridad, creatividad. Y otros capítulos, porque Mónica no tiene fin, no me alcanzarían los libros para redondearla en mi canto.
Da media vuelta a la llave. La penumbra familiar del angosto departamento le devuelve un pedazo del alma. Se precipita al dormitorio. La cabellera de Mónica dibuja un abanico sobre la almohada.
—¿Pedro? —murmura con voz pastosa.
—¿Cómo estás, querida? —La besa en la sien. La fiebre sigue.
—En la cocina prepararé...
—No debes levantarte; haré solo la cena, y algo rico para vos.
A Mónica se le pronuncian los hoyuelos:
—...Está bien, pero después de la cena irás a la farmacia a comprar más aspirinas; ya se terminaron las reservas.
Sobre la bandeja de acrílico violeta acomoda un caldo, puré y dos naranjas. Los enfermos también deben alimentarse, dice a Mónica mientras le calza otra almohada. Te aseguro que hasta las frutas me causan asco. Tienen vitamina C, son buenas para el resfrío, querida. Para el escorbuto, que yo no tengo. Y para el resfrío. Bah, leyendas.
Corre hasta la farmacia del barrio. ¿Un sobre? No, una caja de aspirinas; mejor dicho, ¡tres!
La pobre Mónica se priva hasta de los medicamentos para que yo no me angustie con la evaporación del sueldo. Hace dos meses la vi llorar: en silencio, con pudor. ¿Presentía su enfermedad? Las estrellas goteaban escarcha. Alisé sus cabellos y evité preguntarle las razones. Total, ya las conocía —se consuela Pedro—: en jerga técnica se llaman frustración laboral. Las musas no consiguen trabajo digno en el siglo XX. Están obligadas a disfrazarse, encorvarse, afearse, uniformarse... enfermar. Ni pueden quedarse en el Parnaso, ni pueden vivir en el ágora. Si al menos Mónica conservara su risa, la hermosa risa que derrama brillantes y me limpia el cerebro de tantos salamines y quesitos mantecosos. Quedan diez ejemplares del primer libro y cuatrocientos del segundo, pero la editorial no se atreve a financiar la publicación de un tercero si no cubro todos los gastos.
A la madrugada Mónica acaricia los cabellos rebeldes del poeta: no te preocupes, querido, ya estoy mejor, no necesito nada (no está mejor).
El colectivo a explotar, la tarjeta amarilla con los horarios como grillos de mazmorra antigua, la cola de carritos metálicos, botellas, embutidos, cajas, sobres, potes, dinero, vuelto, el siguiente por favor, la pausa de mediodía, sándwich de queso con lechuga y tomate, una coca, el mejor obsequio que podría hacerle a mi diosa sería un trabajo fijo, cómodo y gratificante para ella; ya termina la pausa y debe volver a la maldita caja y sus números que le van transformando las circunvoluciones cerebrales en auténticos callos. Dos horas, cuatro. Marcar la tarjeta, colgar el guardapolvo de presidiario. El colectivo lleno. Mis poemas segregan ácido sulfúrico.