El verdor del campo que había gozado desde el tren y que luego hizo germinar con sus manos duró un instante. La esperanza en la colonia duró un instante. Después todo se transformó en algo tan misterioso como la cinta que había dejado el tren cuando huyó en los pajonales.
—De esa imagen no me olvidaré nunca.
La nueva y siniestra cinta ondulaba contra el cielo duro y produjo el silencio más atroz que recuerda mi cabeza, cuenta Josecito. Los insectos callaron. Los pájaros se convirtieron en madera. La cinta no era esta vez de vapor ni de humo, sino de bandoleros en legiones infinitas que bajaban de las alturas para arrasar lo que se resistiera a su paso. Los suizos cambiaron de color y su atónita mirada quedó adherida a las nuevas cintas que se iban agregando, que se ensanchaban, flameaban, cubrían el firmamento de la colonia como una inconmensurable sábana gris. ¿Tormenta? ¿Nubarrones de granizo? El sol se fue convirtiendo en un queso rallado.
Josecito recuerda todo. Los animales hicieron crujir los corrales. Se filtró un llanto y enseguida varios, muchos, en la enorme campana de expectación. Arriba se incrementaba el ruido enigmático. De súbito los hombres recuperaron el movimiento, se llevaron las manos a la cabeza, empezaron a correr, a gritar, a dar órdenes. Alguien quiso sostener la cordura, pero estaba loco: langostas —gritó—, son langostas, no se preocupen, bicho inocente. Lo miraron. Brotaron sonrisas que eran muecas. También risas espantadas. Josecito recuerda ahora y recordaba entonces, mientras sujetaba las riendas pegajosas del espumoso caballo durante la huida infernal. El cielo se había convertido en una ola que llenaba las alturas como agua sucia, espesa y revuelta, recordaba. Giraba en remolinos concéntricos y rápidamente cambiantes. La ola se fragmentaba en hélices amarillo-verdosas que cortaban el aire, zumbaban, se dilataban. Josecito recuerda que el mundo daba vueltas, el océano de insectos arriba, rugiendo, abriendo fauces y aplicando dentelladas. Las gotas grasientas se acercaron enseguida a la tierra. Hurgaron los cabellos, las orejas, la nariz. Tomaron posesión como una armada invasora. Los suizos cerraron las ventanas con estrépito, guardaron gallinas y caballos, taparon los pozos. Las planchas de langostas se prendieron a los cultivos y los masticaron. Josecito aplastó los pies excitados contra los bichos voraces y los hacía estallar; pero de su grasa nacían otros más voraces, que se enredaban en sus piernas, brazos y cuello. Hombres y mujeres corrían por el campo en una maniática danza de asco y furia: zapateaban, se contorsionaban, destruían vientres ahítos, se embarraban de pulpa verde. Otros agitaban sábanas para ahuyentarlos, pero las sábanas se llenaban de sierras que rápidamente trizaban el tejido. Un suizo vació latas de querosén y salió al patio golpeándolas como tambor salvaje. Sin embargo, el ruido no las espantaba: las atraía, y las sucesivas mangas se fueron pegando a los árboles y a las puertas, multiplicándose siempre. Cada hoja, brote, tallo y rama fue perforado, degollado, pulverizado. La langosta rasuraba matas, arbustos, hortalizas, pastos, frutas. Y también agredía el techo de los ranchos, la madera de los postes, incluso los alambrados y las cubiertas de cinc. Las copas de los árboles se descarnaron y algunas ramas cayeron bajo el sórdido peso. La horda bramó sin cesar durante la noche y el día siguiente. Josecito cayó agotado, con restos de langosta en las encías. Los insectos ya estaban apilados en los marcos de las ventanas, en los tazones y en la despensa; daban saltitos eléctricos sobre las lámparas y bajo las camas. Y perforaban la tierra: prolijos tubos donde hundían su vientre hinchado para depositar cientos de huevos que en cuarenta días se transformarían en una plaga renovada, más feroz, más hambrienta.
Los campos de la colonia eran ya la piel de un leproso. Josecito desconoció la tierra que había roturado, sembrado, visto germinar durante dos años. Ahora ya no había nada de cosecha, nada para pagar. Se decía que en otros sitios. Que el país era enorme. Josecito vio un carro a la deriva con campesinos dolientes. Buscaban otro campo u otro mundo. Como bote en el mar. Eterno naufragio. Creyó que era una alucinación. Que no le pasaría a él, porque lo ayudaban y protegían. Vio otro carro. Hizo la cuenta en su cerebro contusionado de tragedia. Si, le contestaron, eran muchas familias las que deambulaban por las pampas y el litoral, hambrientas y sin objetivo, en carros tristes llenos de desvencijados muebles. Con caballos exánimes. No le pasará a él, se repetía contemplando el panorama desolador, los huertos calvos, el gris infinito, el sol seco; y movía las riendas húmedas con el sudor de su mano para que la bestia no se detuviera porque a lo lejos estaba el horizonte y detrás se escondían más oleadas de agujas o la ansiada muerte. Su mujer esmirriada y vieja, su hija más flaca y silenciosa, hundidas entre los fardos que pudo robar durante su partida nocturna a los que al principio lo ayudaron y después lo quisieron explotar y finalmente decidieron echarlo como si hubiera sido el culpable de la plaga.
Los campos tenían dueño, un dueño poderoso. Había recibido esas planicies, de horizonte a horizonte, directamente de las manos de Dios. Y las vendía en infinitas cuotas a los colonos. Los colonos tenían que cumplir con los pagos y otras enredadas obligaciones que les hicieron firmar, que yo mismo firmé al suizo que me había encontrado en Buenos Aires y traído a la colonia porque era el representante de ese dueño, ¡maldito sea! La langosta fue la última de las plagas que conocí yo, pero no la primera que conocieron quienes me habían precedido en la explotación o la estafa. Algunos se sublevaron y el representante los acalló con tres amenazas, pero cinco hombres decidieron arriesgarse hasta la capital de la provincia, una ciudad grande y complicada, donde efectuarían reclamaciones ante el gobierno. Locuras. No llegaron ni a la capital, tampoco regresaron. El representante del dueño trajo a un comisario con tropas blandiendo sables. Dirigió el allanamiento, invadió los ranchos de los prófugos, incautó los cueros y la alfalfa que servían de lecho, las pocas ropas que encontró, las ollas y los cuchillos, sacó a las mujeres tironeando sus crenchas, pateó a los niños y a todos metió en carros, expulsándolos de la colonia. También a mí, el más indeseable, el que habría estimulado la revuelta.
Navegué por dos mares, cuenta Josecito. El primero, de aguas saladas; el segundo, de pastos polvorientos. En el primero me arrastró un vapor, en el segundo un caballo. En ambos casos llegué a Buenos Aires, los dos mares me trajeron aquí. ¿Por qué razón? Para dar paz a mi familia, si familia podía llamarse a las costras que me acompañaban.
Mi mujer murió en el mar de pasto polvoriento; quedó rígida mirando el sol. Le pellizqué las mejillas, levanté su mano inerte. Mi hija me ayudó, la envolvimos en una bolsa. Vinieron buitres. Cavé el foso, quizás el vigésimo, no sé. Era el fondo del mar de pasto. En Europa, años antes, los buitres habían picoteado el cadáver de mi padre asesinado por los bandoleros alegres. Mi hermano, cerca, sangraba, y por la oreja le salían grumos de cerebro. Los sobrevivientes corrían para apagar incendios, socorrer heridos y enterrar muertos. Pero no a mi padre caído lejos, cuando huía hacia los trigales. Una sombrilla de buitres descendió para consumar la masacre. Se hundieron en su piel, que destrozaron golosos; vaciaron los ojos y el vientre llevándose una cinta interminable de intestinos. Corrí con la azada haciendo círculos, golpeando a los pajarracos asquerosos, sintiendo la resistencia de sus cuerpos engordados, las plumas que se adherían a mi boca, el ruido atroz de graznidos. Tenía que acabar con ellos antes de que regresaran multiplicados, más hambrientos aún. Era urgente meter bajo tierra, rapar la carne mordida, cubrir con la tierra sagrada, impermeable. La coraza de los muertos. De mi padre allí, de mi mujer acá.
Allí quedó, pues, mi guiñapo de esposa. Mi hija sobreviviente, trasto de hija, miró la pala sucia de tierra: alguno la usará nuevamente como sepulturero del otro, dije con convicción. La ayudé a trepar. Y pronto yo enfermé sobre el carro. El sol, el polvo, la sed. Rayos de canícula, aire quieto. La piel se derretía en ampollas. No aparecían árboles donde interrumpir la igualdad insufrible del pasto abrasador. El horizonte era una línea de fuego. A veces, en el resplandor, aparecía una choza sombreada por follaje. O una manada de ovejas. O un grupo de jinetes que acudían a socorrernos. Después la línea refulgente se limpiaba.
Mi hija gritó al ver un manchón negro. Ya lo había visto otras veces, en las alucinaciones. Pero después de un día o dos aparecieron árboles. Y se humedeció el aire. Los pájaros manifestaban algarabía. Un enramado. Sombras. Flores. Llegábamos al río Paraná.
Josecito cuenta que era un río inmenso, con pajonales que invaden sus costas y se mezclan con sauces de color verde claro. Vieron canoas desplazándose entre pedazos de islas que las aguas cortaban y arrastraban. Le gritaron a un tripulante de canoa cuya cabeza era un ovillo de pelos y que sólo vestía un barroso chiripá. Con señas ofrecieron el carro, el caballo, la pala. Tardaron mucho en hacerse comprender y el navegante tardó mucho en largar una risotada que espantó a un grupo de garzas. Aseguró la canoa, se rascó furiosamente la cabeza, examinó las patas y dentadura del caballo, las ruedas y el eje del vehículo, la calidad de la pala, trepó al carro y se fue, abandonándolos patitiesos.
Josecito y su hija se derrumbaron cerca de la canoa. Contemplaron los extraños camalotes florecidos de sangre que se movían lentamente sobre la fluorescencia del agua. Hacia la tarde (sólo les quedaban la canoa y el río enmarañado de algas) se abrió el pajonal y la mole negra del marino emergió empuñando un cuchillo y un conjunto exangüe de gallinetas. Las arrojó a los pies de Josecito, prendió fuego y asó las aves. Picos, trompas y mandíbulas se concentraron alrededor de la pequeña fogata: gruñían, silbaban, croaban, mientras el río caudaloso rodaba sus olas. Comieron hasta pelar los huesos del inesperado manjar. Al alba embarcaron y durante muchos días Josecito y su hija vivieron borrachos de insólita magnificencia. Navegaron en paz: fue un intervalo a sus penurias. Jesús se llamaba el hombre; hablaba poco, hacía todo. En una bolsita guardaba el dinero que le produjo la venta del carro y el caballo. Finalmente atracó en un puerto enorme y les indicó que subieran a una embarcación de carga; impartió instrucciones a dos marineros mientras les entregaba varios billetes. Como despedida, los miró un rato. Después hundió el remo, vigorosamente, y se alejó río arriba hacía su guarida en los pajonales.
En Buenos Aires Josecito y su hija buscaron trabajo, cada uno por su cuenta y riesgo. Otra vez el hambre. Josecito reconoció calles y casas de años atrás, cuando su familia constaba de cinco personas. Durmieron en bancos de plaza. Cada uno aportaba lo recogido en cajones de basura de verdulerías, robados a la disparada. Extendían el maloliente botín y recuperaban algo de vida. Se relataban las peripecias: me corrió un comerciante a lo largo de seis cuadras hasta que chocó de nariz contra un poste desplomándose con estornudos de sangre; y yo competí con un perro en un basural, y lo espanté a ladrillazos.
Todo era mugre. Y la risa brotaba de la mugre, una sola, universal y pegajosa sustancia. Que ligaba incluso a Jesús, el del bote, lo mejor que encontraron en el periplo.
Josecito, navegante de mares y un río, padeció otras desgracias. No las vamos a contar aquí: serían demasiado oprimentes. Lo notable, casi como el insólito fin de un cuento de hadas, es que este hombre tan castigado hizo fortuna. Pero sigue contando las desgracias.
La mujer sería más encantadora
si fuese posible caer en sus brazos
sin caer en sus manos.
AMBROSE BIERCE
E
l auto se deslizaba con alegría por las calles iluminadas de esa noche de abril. Genaro conducía con rejuvenecido placer. A su lado, resplandeciente, adorable, sonreía Laura. La había conocido dos meses atrás en una recepción ofrecida por la Cámara del Vidrio. Tuvo un vago estremecimiento al descubrirla, como si se sintiera culpable. Lucía como una joya entre los escombros. Y aunque los escombros se empeñaban en ocultarla, reaparecía gracias a su intensa radiación. Genaro se le fue acercando con prudencia, aferrado a un vaso de whisky. Un nervioso collar de admiradores la cercaba. Entre ellos varios conocidos de Genaro, también avejentados por el cínico mundo de los negocios.
En realidad, Genaro no hubiera sabido qué decirle. Se le acercó con la idea de quedarse lejos. Las mujeres hermosas, o las que podían ofrecerle reciprocidad, le suprimían el habla. Hasta palidecía. Él, que en las asambleas de accionistas podía arremeter sin miedos, que desbordaba imaginación en las negociaciones laboriosas, que sabía contar un chiste oportuno a sus clientes e inclusive ganarse la simpatía de esposas fieles y viejas, no era capaz de hilvanar un cumplido para una mujer bella y disponible. Era una dicotomía de su personalidad a la que se había resignado. Debía vivir sin aventuras, se consolaba: resulta más higiénico para el seso y para el bolsillo. Además, podía jactarse de su lealtad conyugal. Elsa era una excelente esposa, elegante y comprensiva, que manejaba con solercia el hogar, educaba bien a sus dos hijas de veinte y diecisiete años, organizaba placenteras veladas y atendía las exigencias de su círculo de amigos. A Elsa se la había presentado una tía y el casamiento fue casi un arreglo familiar, no tuvo que esforzarse con las angustiosas fintas de una conquista. Pronto celebrarían las bodas de plata. Y no tenía razones para serle infiel. Es claro que oyendo a sus amigos, a veces le asaltaba una envidia transitoria por no haber probado jamás una aventura. Pero ahora, con medio siglo de vida y una tonelada de dinero, para qué sufrir el posible desplante de una mujer. Le bastaba con presenciar la lid amorosa entablada por otros, más desvergonzados.
Así pensaba antes de que Laura irrumpiese en su vida.
En aquella recepción de la Cámara algunos empresarios con calvas tan pronunciadas como la suya se habían esmerado en hacer reír a Laura con viejos chistes. A Genaro le impresionaron sus ojos azules, caprichosamente azules sobre su magnífica piel bronceada. Y el espeso cabello color arena, una cascada ondulante y mórbida donde introduciría los dedos acariciadores. Circulaban bandejas con canapés recubiertos de alhajas. Saboreó caviar, salmón, espárragos, mientras en sus orejas batían trozos de frases y risitas, entre las que resaltaban las cálidas de ella. Dos colegas empezaron a discutir a su lado las diferencias en las cotizaciones y las recientes franquicias obtenidas para la exportación, y Genaro se empeñó en atenderlos; no iba a perder la noche y la cabeza como un chiquilín. Dijo por su parte que la rueda bursátil se mostraba favorable, aunque le inquietaban los índices en el costo de la construcción que podían incidir negativamente en los papeles, así que los ojos azules (¿qué había dicho?), así que los vidrios azules (¿otra vez dijo azules?), y aprovechó la llegada de un mozo para devolver la copa vacía y solicitarle otra; el whisky era importado, muy bueno; sus amigos coincidían, no sobre el azul absurdo sino sobre las acciones, los costos y los vidrios. Genaro tenía deseos de orinar; se disculpó, caminó entre los grupos acalorados por la charla y atravesó la puerta vaivén señalizada con un sombrero de copa cruzado por un bastón. La luminosa limpieza le ardió en la nariz: mármoles pulidos, agua que corre presurosa, moléculas de perfume danzando en el aire. Se miró en el espejo. El cuello de su camisa conservaba una tersura de marfil y la corbata verde asomaba como un caparazón de esmeralda. Se alisó el cabello raleante, puso un cigarrillo en sus labios y regresó al salón suntuoso.