Mascullando maldiciones Rosendo terminó su trabajo. Sólo quedaba la lona de color amarillo como una alfombra de oro sobre la gramínea silvestre. Se acercó a su mujer: bueno... me tenés que ayudar. Sí, dijo ella. Necesito tu coraje, sacá coraje del respeto que merece tu madre para que lleguemos pronto a casa y para que hagamos un sepelio digno. Sí, aceptó Gladis; se sonó la nariz, se incorporó. Gladis, dijo Rosendo con firmeza: la envolveremos en la lona, no protestes, es la única manera, lo pensé bien, irá en la parte de atrás, no despertará sospechas. Viajaremos por la ruta provincial que tiene menos tránsito. Gladis aceptó con la garganta herida. A su derecha, hundida en la perezosa, yacía su madre; a la izquierda, luciendo un absurdo color feliz, aguardaba el sudario amarillo.
L
a camioneta arrastraba inmensos globos ocres en el camino de tierra. A los costados huían los arbustos acerados de espinas. Ernesto contraía las manos sobre el volante, luchaba contra los pozos que procuraban tumbarlo, aplastaba discos verdinegros desparramados por vacas nómadas. A la distancia se elevaban las ondas de las sierras. Allí los esperaba el aguantadero. Luego vendría el contacto con el Gringo y éste les confiaría nuevas acciones de envergadura: robar más autos, asaltar joyerías, tal vez un secuestro. Y tras la acción, una merecida paga. Los amortiguadores lloraban en el escándalo de la carrera mientras los globos ocres se agrandaban y achicaban, expandían, reventaban, multiplicaban, alterando la armonía del campo.
Apenas habían arrancado de la estación Joaquín abrió la guantera, sacó documentos, un par de biromes, una pinza, un destornillador, piolín, franela con lamparones morados, un cuaderno a espiral y restos de galletitas. ¡Nada!, protestó. Después se arrodilló sobre el asiento para inspeccionar la parte trasera: el cuadrante de vidrio estaba empañado de polvo. Un bache profundo torció la carrocería y Joaquín se golpeó la cabeza. Cuando recobró el equilibrio pudo informar: atrás hay una lona amarilla, envolvieron algo grande.
La camioneta seguía desarmándose en los pozos. Las nubes de tierra se revolvían como descuajaringado cortejo. Faltaban pocos kilómetros para llegar al rancho rodeado de árboles, con un arroyo y algunas cabras trashumantes.
—Serán colchonetas —aventuró Ernesto, que giró la cabeza para mirar también, pero la ventanita sólo permitió descubrir un extremo de la tela amarilla. El volante se empecinaba en escapar de su control.
—No... —vaciló Joaquín—, no son colchonetas... Es algo raro.
E
l cuerpo de Gladis fue cediendo por partes, casi con elegancia, mientras elevaba la mirada al sol obstinado. Se aplanó sobre el pavimento manchado por las secreciones de motores y la piel de los neumáticos. Rosendo dejó caer la mandíbula y el pelado le rogó que por lo menos él no se desmayara, tiene que ser fuerte, y se encaminó a la oficina para buscar el banquito que acercó al cuerpo de Gladis. Comprendió que el banquito no era necesario para un cuerpo yacente y volvió a la oficina respondiendo al impulso de que en los momentos críticos hay que hacer algo, aunque sea inútil.
Rosendo se acuclilló junto a su esposa, recogió los anteojos de sol: la puta que los parió, en un cristal apareció una araña de plata, ya no servían más. Gladis, Gladis, le pasó la mano bajo la nuca, palmeó sus mejillas. El pelado llegó con una botella de colonia y un vaso de agua. Rosendo apoyó el vidrio en los labios de su mujer y el agua se desparramó torpemente en la nariz.
—¿Qué puede haber de raro? —Ernesto quiso frenar su inquietud.
—Te digo que hay algo raro —insistió Joaquín arrodillado otra vez sobre el asiento, los ojos fijos en las extrañas ondulaciones de la lona.
—No pretenderás que pare.
—No —un pozo lanzó su cabeza contra el techo.
—¡Basta de mirar el bulto! ¡Me ponés nervioso!
—Está bien.
El agua la estremeció y despegó los párpados. Quiso articular una palabra y le salió un violento estornudo que mojó la cara de Rosendo. El pelado propuso que telefoneara a la policía. Rosendo maldecía en voz baja, destrozado, vencido para la eternidad. Gladis pretendía hilvanar recuerdos y se ahogó de nuevo en el llanto. El banquito ya servía: entre los hombres la sentaron. El pelado repitió su proposición: hable a la policía. Rosendo había estado reflexionando (si intervenía la policía y descubría el cadáver todo terminaría peor): ¿le parece?, inquirió con estupidez. El pelado pensó no hay duda de que éste es un boludo y dijo educadamente claro, tenemos que asentar la denuncia. Sí, sí, por supuesto, coincidió Rosendo, más blanco que su mujer porque la computadora mental se le había trabado en medio del cogote: ¿tiene el número de la policía? El pelado pensó este individuo tiene bolas de plomo y dijo lo encontrará en la guía telefónica, sobre el mostrador. Sí, claro, ya mismo voy a hablar, ya mismo; ¿dónde está el aparato? En la oficina (¿dónde carajo puede estar, idiota?), use el teléfono blanco, no el público. Gracias, dijo Rosendo, cuídela a mi mujer, por favor; enseguida vuelvo, Gladis, todo se arreglará. El pelado pensó éste es un iluso y dijo vaya tranquilo nomás. Rosendo entró en la pieza llena de tarros brillantes, miró a través de las gotas de sudor que le caían delante de los ojos, levantó el auricular, lo colgó, buscó la guía telefónica, la hojeó precipitadamente hasta que localizó el número deseado. Entonces la computadora se destrabó y empezó a revolverle el cerebro y los intestinos: si la policía descubre la camioneta con el cadáver se armará la podrida del siglo, terminaré en cana, me fundirán; si se demora la investigación, los hijos de puta eliminarán el cadáver, entonces me devolverán la camioneta sin suegra y sin líos, pero a esa altura del tiempo la habrán hecho bosta y recibiré un montón de chatarra. Su cabeza era una esponja.
La onda de las sierras se aproximaba. La claridad del cielo disminuyó con la ternura de la tarde. Joaquín trepó nuevamente al asiento fascinado por el amarillo canario: si pudiera destapar eso.
—No podés —Ernesto seguía categórico— Y no sigas jodiendo.
—No son colchonetas, no son cañas de pescar...
—Son cohetes espaciales, tarado. Tenés la cabeza deformada por la tele, dejá de soñar.
—Sí, cohetes —volvió a sentarse mirando con rabia los duros bigotes de Ernesto.
La camioneta violaba el camino. Inflaba su polvo quieto. Ernesto se restregaba las manos mojadas en la pechera de su camisa. Le cansaba luchar con el timón oscuro en la tempestad de la carrera. Alcanzaron una cima y pudieron observar el largo tramo recorrido. Nadie los seguía. Joaquín propuso a Ernesto que parara: diez segundos, nada más; en diez segundos averiguo qué contiene la lona y seguimos. ¡Qué fijación, carajo! Puede ser grave, insistió Joaquín. Sí, un cohete espacial. Diez segundos, tengo un presentimiento. ¡Presentimientos! ¡Con quién mierda estoy trabajando! ¿Ah? ¡No insultes, huevón, no seas ciego, hay que averiguar qué llevamos!
Ernesto apretó los dientes, esquivó un pozo que partía la mitad del camino, se levantó un mechón de la frente y explicó: en la próxima curva disminuyo la velocidad, bajás, corrés, subís atrás mientras sigo andando; en la curva siguiente volvés aquí. Joaquín contestó de acuerdo.
Rosendo salió de la oficina secándose la cara. Gladis, laxa sobre el banquito, apoyaba su cabeza contra la pared e inspiraba la colonia que el mecánico sostenía junto a su nariz. ¿Habló? Sí, dijo Rosendo. ¿Le dieron alguna instrucción? Que esperemos aquí... y que llame otra vez dentro de una hora. ¿Que vuelva a llamar?... Sí, sí, es raro, pero me ordenaron así, dentro de una hora. El pelado pensó este individuo viene directamente del manicomio o ha telefoneado a un cine pidiendo localidades, y dijo usted habló a la policía, ¿no? ¿Dónde voy a hablar, pues?, y le quitó la colonia para seguir asistiendo a su mujer; ¿cómo estás, Gladis? El pelado caminó hacia su oficina para mirar tontamente los teléfonos como si fueran capaces de revelar el enigma o si existía enigma o si el calor o el susto o si cabe asombrarse de que nuestra policía ordene que llamen dentro de una hora porque los agentes estamos tomando mate con galletas y jugando un partido de truco, no vamos a dejarnos matar con el estómago vacío por una camioneta de mierda, qué joder.
Ojalá encuentren enseguida a mamita, carraspeó Gladis. Sí, dijo Rosendo, ojalá. En una hora, te dijeron que en una hora, que la encontrarán, ¿no es cierto? Sí, en una hora, que telefonee de nuevo. Pero, para qué; los ojos enrojecidos de Gladis habían perdido inteligencia. Para... para mayores datos, noticias. ¿Noticias? Gladis, no sé, no me acucies, la policía es la policía, no me dieron explicaciones, ya empezaron a buscar, dentro de una hora, tal vez ya, tal vez... ¡qué sé yo! ¡Pobre mamá!, no hables así... me explota la cabeza. ¡Y a mí me explota todo, deberé trabajar como un animal para recuperar la camioneta! ¿Creés que estoy feliz?
Abrió la puerta y siguió corriendo junto al vehículo siempre en marcha, se aferró al borde de la caja y saltó a su interior. Se sostuvo un instante en el ángulo como un boxeador antes de lanzarse a los riesgos del cuadrilátero. La camioneta brincaba con ritmo creciente a medida que Ernesto retomaba la velocidad. El bulto amarillo se sacudía. Joaquín se agarró de un travesaño y con la mano libre desenvolvió una punta. Ernesto, concentrado al volante, oyó que golpeaban la ventanilla de atrás. Giró y vio el rostro desfigurado de su compañero. Entendió que le gritaba ¡hambre! ¡Qué hambre, carajo! El ruido del motor y el escándalo de la carrocería le impedían oír. Joaquín chillaba horrorizado: ¡Un fiambre! ¡Es un fiambre, huevón! ¡Frená!
El pelado puso a calentar agua; les vendrá bien un cafecito, pobres. El resplandor de esa siesta para bomberos se apagaba. Lo único que faltaba era que la triste ruta provincial se convirtiera en la favorita de asaltos; total, la policía ya ni se preocupa y hasta que venga otro auto los perjudicados se olvidan del robo; estamos cada vez mejor, vamos para adelante; ¿y este par de chorlitos? Ella parece una criatura desprotegida, él un candidato a cornudo. Dijo: vengan a tomarse un cafecito.
Rosendo ayudó a Gladis, que se levantó con esfuerzo. ¿Qué pasará con mamita? Ni se darán cuenta, la tranquilizó Rosendo pensando ya la habrán abandonado a orillas del camino o junto a un arroyo, pobre suegra, pero es mejor así. ¿Te parece?, insistió Gladis. ¡Shtt!, advirtió Rosendo cerca de la oficina, tengamos cuidado, ¿me entendés?
Ernesto gritó a Joaquín que subiera, no vamos a detenernos por un fiambre desconocido. Esto lo soñé, aseguró Joaquín. Yo también, dijo Ernesto con disgusto. ¿También?, se extrañó Joaquín. ¡Pero dejate de hinchar las pelotas, qué voy a soñar, estoy para sueños, estoy! Pero yo lo soñé, es cierto. Ernesto luchaba ferozmente con el timón de la camioneta lanzada como bólido por el camino precario. Joaquín insistió en el cadáver de su sueño que le vomitaba encima. Ernesto no quería escuchar. ¡Acabala, cambiá de tema!
El mecánico se secó la calva, dijo qué barbaridad, eran dos mocosos, a lo mejor llegan a un río, se bañan y vuelven, o muestran la camioneta a unas amiguitas y la abandonan. Ojalá, ojalá, repetía Rosendo. Estuvieron sentados bajo aquel paraíso, ¿ven?, se aguantaron el infierno de la siesta; lo único que pasó en todo el tiempo fue un ómnibus lleno, y aunque hubieran conseguido lugar esos malditos no habrían subido, quieren viajar gratis, es la moda, en fin... me parece que haría bien si llamara otra vez a la policía, no puede esperar una hora, dígales que está nervioso, que su señora se enfermó, en una de ésas lo atiende un oficial comprensivo, o ya le adelantan alguna noticia, esta ruta es un desierto, ustedes vienen de casualidad, raro que la hayan elegido, Rosendo palideció de nuevo: el overol incursionaba peligrosamente en la cuestión de dónde vienen, adónde van, por qué la ruta, quizá vio el bulto amarillo con su suegra adentro. Gladis se atoró con el último sorbo de café.
La cana debe de haber empezado la pesquisa, el Gringo tendrá que mover conexiones y frenarla, pronto llegaremos, menos mal, dijo Ernesto. Estaba relativamente feliz porque no tuvimos que desenfundar el bufoso; pero resulta que nos cargamos un fiambre de arriba, se lamentó Joaquín.
Son unos imberbes, insistió el pelado mientras Gladis empapaba con lágrimas y mocos el pañuelo de su marido.
Una parejita inocente, cada uno fue a mear en otro baño y resulta que mataron a una vieja, dijo Ernesto. ¿Cómo sabés que la mataron?, preguntó Joaquín. Tenés razón —Ernesto se mordió el bigote con fastidio—: era un fiambre que estaba haciendo dedo hasta el cementerio próximo, ellos lo alzaron nomás. Joaquín encogió los hombros: muerto que nos viene de arriba, nos llenará de vómito y caca, como en mi sueño. ¡Sos supersticioso, che! ¿Astrólogo? ¿Mago? ¡A-ca-ba-la!
Déme... o... otro... café, hipó Gladis. Enseguida, señora, pero les repito que esos muchachos no tenían cara de delincuentes, deben de ser aprendices de guerrilleros o nenes de papá, una travesura. ¡Flor de travesura!, se indignó Rosendo. ¡Los agarro y los convierto en picadillo, les meto las tripas en la boca, les saco los ojos y los reviento a patadas! Sí, claro, tiene razón, concedió el pelado mientras ponía a calentar más agua; pensó: te haces el bravo porque no están, quisiera verte, y dijo: ya pasaron tres cuartos de hora, debería volver a telefonear.
Con este fiambre ni nos han denunciado, aventuró Ernesto. Hay gato escondido, mejor largarlo a los churquis, opinó Joaquín. Estás loco, protestó Ernesto, enseguida se llena de buitres y localizan el aguantadero. Hacele entonces un entierro de primera, se enojó Joaquín.
Rosendo pensó que a esa hora seguramente los bandidos ya se habían liberado del cadáver y empezó a correrle la mortificante transpiración cuando se le cruzaron otras ideas: no descubrieron el cadáver o prendieron fuego a la camioneta con cadáver y todo o la empujaron a un barrancón haciéndola mierda o al descubrir al muerto se asustaron y fueron ellos mismos a la policía para deslindar responsabilidades, eso es, y entonces me cagan para toda la vida, andá, explicá que doña Concepción murió de un ataque cardíaco después de comerse una salsa de los diablos y que no la envenené, Dios mío, qué imbécil soy, dónde está la guía telefónica, no pierdo un solo minuto. Qué pasa, exclamó el pelado viendo a Rosendo atropellarse contra el mostrador.
Tampoco conviene enterrarla en el aguantadero, el día que la descubran nos endilgarán un crimen gratuito. Que decida el Gringo.