Benjamín inclina su tronco y absorbe la explicación que arrastra un cortejo de anécdotas. Una historia que se hunde en la larga noche mientras se repone el aceite de los candelabros. Que serpentea a lo largo de horas sin término y avanza por laberintos tenebrosos. La espectral sinagoga junto al Ródano se aísla en un círculo a medida que el relato de Jefté y sus acólitos reconstruye el pasado con vivacidad. Los judíos negros cortan las ligaduras que frenan, que limitan. Sus cuerpos de fantasmas atraviesan paredes. Son descendientes de Efraín, hijos de una tribu que habían asolado los asirios en la antigüedad. Mientras los guerreros carneaban a los prisioneros, un núcleo logró huir en naves angostas. Los sobrevivientes recalaron en puertos que ya se borraron de la costa. Después buscaron la paz en islas y penínsulas lejanas, se aventuraron por mares desconocidos. Y se perdieron en aguas calientes donde las olas comenzaron a entrar en ebullición. Finalmente alcanzaron la desembocadura de un río y fueron descubriendo tierras fértiles que reproducían el edén. Era un edén —Jefté enfatiza, se posesiona—. Allí encontraron a hombres en estado de inocencia. A lo largo de generaciones intercambiaron palabras, objetos, costumbres y leyendas con esos hombres. El sol permanente y generoso, la vegetación carnosa, el transcurso de los siglos, fueron operando una adaptación física. Cuando se produjeron las despiadadas cacerías de esclavos, los hijos de Efraín ya no eran diferenciables de los nativos. Y eso poco hubiera importado. Los engrillaron, azotaron, marcaron, asfixiaron en naves apestosas. Y condenaron a largas travesías desde África hasta América del Norte y del Sur. Los enfermos fueron arrojados al agua.
En la pequeña sinagoga Benjamín comprende que se han roto las cuerdas del tiempo y lo hacen viajar por la historia. Contempla entonces multitud de negros convertidos en animales antes de ser engrillados a los barcos. Recorre con pavor el fondo del mar, donde fueron arrojados los enfermos y los heridos que no iban a obtener buen precio en los mercados de esclavos. Ve largas filas de hombres, mujeres y niños encadenados a plantaciones que retumban lamentos. Un haz de puñales le infla su angustia: son los puñales de propietarios y capataces que amputan los dedos de los pies a quienes intentan huir. Navega por las palabras del relato como un pájaro en la tormenta. Se siente mal, confunde lugares y épocas. Los látigos dejan huellas en su espalda. Vomita agotamiento. Cree mirar a la vez todos los campos malignos del universo como si en verdad estuviera dentro del cuento de rabí Najman que contiene todos los cuentos. La alegría del descubrimiento y la pesadumbre de la historia lo aferran al vino rojo y al asiento duro. Toca los bordes de la locura cuando los hijos de Efraín le revelan sus infortunios en el Río de la Plata. Y también lejanos instantes de gloria cuando, mezclados con otras naciones, participaron en las contiendas de liberación, en marchas alucinantes por los más altos riscos del mundo, y recorrieron el océano del otro lado de la tierra para romper las cadenas de otros pueblos. Después ocurrieron las guerras fratricidas, guerras inacabables en las que los negros siempre eran empujados a las líneas de muerte, degollados, descuartizados, reventados por los cañonazos, fertilizando campos vacíos con su carne despedazada. Los negros poco a poco fueron desapareciendo. Exterminados.
Benjamín quiere consolar. Y dice: también nosotros, los judíos blancos somos exterminados. Narra —mal, angustiado, tartamudo— conocidas historias de persecuciones y sufrimientos. Nuestro pueblo es una cadena de dolor. Ampollas de tortura jalonan la vida judía.
—Ampollas de tortura jalonan la vida negra —completa Jefté.
A Benjamín lo sobresalta una tremenda conclusión: ¿los judíos de Mádivke y pronto también de otras aldeas semejantes a Mádivke emigrarán hacía las tierras que estuvieron pobladas de negros y que después —por guerra, peste y maldad— fueron limpiadas de negros?
—Así es —murmura Jefté. Los emigrantes judíos llenarán el vacío dejado por las multitudes negras de antaño. Las reemplazarán. Una minoría por otra minoría. Ambas notorias y frágiles. Designio terrible. O quizás maravilloso.
Benjamín suda. ¿Para enterarse de esto fue impulsado, mágicamente, a salirse de la novela?
Las caras de bronce le confirman la sospecha. Y le aseguran que los negros y los judíos son hermanos en el martirio. En la persecución. Y también en la música.
Benjamín tirita. Ya no es el judío insolente que recorrió media Europa, navegó el Ródano, escapó de una novela y se ha internado con ideas febriles en un sitio espectral: es un animalito afligido y perplejo. Aún ocurrirán hechos. Allí mismo. Esa noche.
Jefté se para frente al Arca llena de rollos santos y la contempla en silencio. Su albornoz celeste brilla en los hombros, y sus brillos se enlazan con los enigmáticos del solideo. Inclina la cabeza. De pie, solo en el espacio que separa el Arca de los otros negros, se concentra. Alisa el silencio hasta convertirlo en vidrio. Da un salto y rompe el vidrio. Queda paralizado en la nueva posición. Los demás aprueban. Salta nuevamente. Palmea. Jefté, con ritmo lento, estimula el nacimiento de una danza quebrada: flexiona las rodillas, alza los brazos, agranda los ojos. La concurrencia sigue el ritmo con movimientos de párpados, de nucas, de palmas. Los movimientos lentos y profundos hachan el aire. Hachan y hachan un tiempo sin tiempo. Hasta que los músculos empiezan a segregar dolor. El lamento se mantiene por el tiempo sin tiempo, se alarga como un elástico. Por último cruje el piso. La cortina de terciopelo que cubre el Arca también se mueve, como una vela melancólica. El baile de Jefté narra su aflicción y retuerce los nervios.
Benjamín es empujado hacia la pista. Aprieta las manos oscuras y calientes del jefe. A continuación ingresan a la pista los restantes negros (aprendieron a divertirse con la tragedia, igual que los
jasidim,
piensa Benjamín en sucesivas elipsis). Y el baile se apura. Gira. Acelera. Rueda. Gira, acelera y rueda con velocidad creciente hasta que irrumpe el vértigo. Se excitan las llamas de los candelabros mientras los pies acarician el piso con el borde, con la punta, y machacan con el taco. Las túnicas claras flamean como ropa tendida al viento. Los labios se cubren de espuma. Asoman dientes. Los aullidos se transforman en aleluya frenéticos.
Benjamín viaja de nuevo. Danza y viaja. Se reúne en el bosque con rabí Najman para contarle su aventura mientras sus piernas y sus manos dibujan círculos en el aire. El rabí, con un pájaro en cada hombro, dice que también lo sabe, que en efecto los negros son verdaderos
jasidim,
incluso antes de que el Bescht naciera, que así lo había dispuesto Dios. Y rabí Najman se regodea explicándole el origen de los negros. ¿No narra el Génesis dos creaciones del hombre? En el primer capítulo Dios creó una pareja a su imagen y semejanza y dijo:
tendréis
el color de la arcilla para recordar que de ella venís; seréis ágiles para la danza y dotados para la música; alegraréis mi obra. Y puso Dios a la primera pareja en campos calientes llenos de verduras y árboles frutales y
animales
variados para que nada les faltase.
¿No lo recuerdas, Benjamín? No, no lo recuerdo exactamente. Entonces escucha, cabeza de pimiento —el dulce y estrambótico rabí se saca de la frente un mechón de pelo blanco, que es una nueva elipsis para el mareado Benjamín—: en el segundo capítulo del Génesis Dios creó otra pareja y la instaló en el edén; pero para que no sufriera el estigma de su origen arcilloso, la blanqueó. La nueva pareja, querido Benjamín, mordió con arrogancia el fruto del árbol prohibido. Y el Señor tuvo que expulsarla del edén. La árida tierra que debió trabajar no le curó la arrogancia. Por el contrario, uno de sus hijos, Caín, mató a un hermano. Los hijos de sus hijos, siempre ruines y arrogantes, se apropiaron de las montañas. Aprendieron el arte de la guerra. No los arredró el diluvio. Propagaron la ambición y la crueldad como un nuevo diluvio. Y por fin llegaron a los lejanos campos calientes llenos de verduras y árboles frutales y animales variados que no les pertenecían. Así descubrieron a los descendientes de la primera pareja, la que había conservado el color de la arcilla. ¿Qué hicieron entonces? ¡Los cazaron! ¡Los obligaron a trabajar para ellos! Los impregnaron de tristeza y de látigos. Los esclavizaron. ¿Pero sabes qué, mi atento Benjamín? No consiguieron quitarles el canto y el baile: son
jasidim
, son nuestros hermanos.
La danza sigue golpeando en el piso, las bóvedas, el pecho, las sienes. Y en Benjamín los pensamientos mixturan las fantásticas versiones de rabí Najman con su fantástica realidad en Aviñón. Se vuelven a presentar las callejuelas de la tarde, como si necesitara del pasado inmediato para no extraviarse en lo remoto. Ve las aguas del Ródano, el mítico puente amputado que funcionaba en tiempos de los papas, la fortaleza de torres cónicas. Y ve a rabí Najman junto a la muralla contemplando la fortaleza de torres cónicas como si fuese el mismo Benjamín apenas llegado. En su recuerdo aparece de nuevo el burro aplastado por leña. Y aparece el negro con cara de abismo, albornoz celeste y solideo rojo, que lo saluda en hebreo, informa que se llama Jefté y explica que pertenece a la tribu perdida de Efraín. La tarde se amorata, luego tizna. Jefté lo hace ingresar en la ciudad por el espacio que perfora la muralla. Ve charcos de agua fétida y es empujado por una pandilla de chicos que se escabulle como bandada de pájaros. Llegan a un portón rústico y pesado, entran en la casa con olor a lana de oveja y poblada de gente amistosa que les lava los pies y ofrece un cordero lanzando fragancias. Las mujeres con pañoletas y los niños a prudente distancia ríen bajito. Benjamín está fuera de todo equilibrio porque ha descubierto una tribu perdida y luego está en una sinagoga inverosímil, una cueva mágica que le hace sufrir en minutos dolores de siglos. Y sigue rodando en la danza, una danza poderosa y flamígera como el carro de Elías, que lo transporta por los desfiladeros de una memoria incandescente. Se columpia en las estrellas y, cuando cree haberse liberado de las limitaciones que tienen los músculos y la vigilia, cuando se identifica con el viento, el resplandor o el puro espíritu, lo derriba un agotamiento tan grande como el tamaño de sus ensoñaciones.
El mundo se desplaza dos o tres días con sus respectivas noches. Benjamín se esfuerza por despegar la ilusión de la realidad. No es sencillo. Las vivencias y los sentimientos se han ligado en su alma como harina de amasar. Se restriega los párpados y mira el río, el puente amputado, las torres cónicas. Otra vez contempla la ciudad en las horas de la tarde, cuando sus diversos colores confluyen al violeta. O al amaranto. Todo es igual que la primera vez, cuando desembarcó del lanchón de carga. Se incorpora con el dolor que el exceso de danza amontonó en sus articulaciones. Camina junto a la muralla sin encontrar el espacio por donde lo hizo pasar Jefté. Algunos bares encienden luces y dejan escapar la música de un violín. Los toldos a rayas se recogen y se abren las ventanas para recibir el aire de la noche. El río ya se ha borrado. Gira y descubre la pasmosa ciudad transformada en miles de bujías.
A la mañana siguiente, con los miembros de esa tribu perdida arrebujados en su pecho junto a nuevas narraciones de rabí Najman, trepa a otro lanchón de carga y consigue, laboriosamente, que sus tripulantes accedan a llevarlo hasta Marsella, donde lo aguardan las ciento veinte familias que serían embarcadas hacia el Río de la Plata. Después se sienta sobre mi escritorio, se rasca la barbita roja, me mira bellacamente y dice, muy suelto de cuerpo:
—Deje de protestar, vuelvo a la novela. Y no me pregunte qué pasó.
{1}
Keller
: Sótano.