Read Todos los cuentos de los hermanos Grimm Online
Authors: Jacob & Wilhelm Grimm
Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil
Transcurrido algún tiempo, la joven reina oyó una noche que su marido hablaba en sueños: «¡Muchacho, acábame el jubón y cose los pantalones, si no quieres que te mida la espalda con esta vara!».
Comprendiendo la princesa que su esposo era de humilde condición, acudió al día siguiente a quejarse a su padre, pidiéndole la separase de un marido que no era sino un vulgar sastre. El Rey la consoló diciéndole:
—Esta noche deja abierta la puerta del dormitorio. Mis criados aguardarán fuera y, cuando él duerma, entrarán, lo atarán y lo conducirán a un barco, que se lo llevará muy lejos.
La hija quedó con esto apaciguada; pero el escudero del Rey, que había oído la conversación y era adicto a su joven amo, corrió a prevenirlo de lo que contra él maquinaban.
—Pues les pondremos palos en las ruedas —dijo el sastrecillo.
Al llegar la noche se acostó con su mujer, como de costumbre. Cuando ella lo creyó dormido, levantóse, fue a abrir la puerta y volvióse a la cama.
El sastrecillo, que sólo simulaba estar durmiendo, púsose entonces a gritar en voz clara y audible:
—¡Muchacho, acábame el jubón y cose los pantalones o te mediré la espalda con esta vara! He matado siete de un golpe, vencido a dos gigantes, cazado un unicornio y un jabalí, ¡y ahora iba a asustarme de los que están ante la puerta!
Al oír las palabras del sastre, los hombres echaron a correr más asustados que si los persiguiese un ejército de demonios; y ya nadie más se atrevió a habérselas con él. Y de esta manera el sastrecillo siguió siendo Rey hasta el fin de sus días.
E
L hermanito cogió de la mano a su hermanita y le habló así:
—Desde que mamá murió no hemos tenido una hora de felicidad; la madrastra nos pega todos los días, y si nos acercamos a ella nos echa a puntapiés. Por comida sólo tenemos los mendrugos de pan duro que sobran, y hasta el perrito que está debajo de la mesa lo pasa mejor que nosotros, pues alguna que otra vez le echan un buen bocado. ¡Dios se apiade de nosotros! ¡Si lo viera nuestra madre! ¿Sabes qué? Ven conmigo a correr mundo.
Y estuvieron caminando todo el día por prados, campos y pedregales, y cuando empezaba a llover, decía la hermanita:
—¡Es Dios y nuestros corazones que lloran juntos!
Al atardecer llegaron a un gran bosque, tan fatigados a causa del dolor, del hambre y del largo camino recorrido que, sentándose en el hueco de un árbol, no tardaron en quedarse dormidos.
A la mañana siguiente, al despertar, el sol estaba ya muy alto en el cielo y sus rayos daban de pleno en el árbol. Dijo entonces el hermanito:
—Hermanita, tengo sed; si supiera de una fuentecilla iría a beber. Me parece que oigo el murmullo de una.
Y levantándose y cogiendo a la niña de la mano, salieron en busca de la fuente. Pero la malvada madrastra era bruja, y no le había pasado por alto la escapada de los niños. Deslizándose solapadamente detrás de ellos, como sólo una hechicera sabe hacerlo, había embrujado todas las fuentes del bosque.
Al llegar ellos al borde de una, cuyas aguas saltaban escurridizas entre las piedras, el hermanito se aprestó a beber. Pero la hermanita oyó una voz queda que rumoreaba: «Quien beba de mí se convertirá en tigre; quien beba de mí se convertirá en tigre». Por lo que exclamó la hermanita:
—¡No bebas, hermanito, te lo ruego; si lo haces te convertirás en tigre y me despedazarás!
El hermanito se aguantó la sed y no bebió, diciendo:
—Esperaré a la próxima fuente.
Cuando llegaron a la segunda, oyó también la hermanita que murmuraba: «Quien beba de mí se transformará en lobo; quien beba de mí se transformará en lobo». Y exclamó la hermanita:
—¡No bebas, hermanito, te lo ruego; si lo haces te convertirás en lobo y me devorarás!
El niño renunció a beber, diciendo:
—Aguardaré hasta la próxima fuente; pero de ella beberé, digas tú lo que digas, pues tengo una sed irresistible.
Cuando llegaron a la tercera fuentecilla, la hermanita oyó que, rumoreando, decía: «Quien beba de mí se convertirá en corzo; quien beba de mí se convertirá en corzo». Y exclamó nuevamente la niña:
—¡Hermanito, te lo ruego, no bebas, pues si lo haces te convertirás en corzo y huirás de mi lado!
Pero el hermanito se había arrodillado ya junto a la fuente y empezaba a beber. Y he aquí que, en cuanto las primeras gotas tocaron sus labios, quedo convertido en un pequeño corzo.
La hermanita se echó a llorar a la vista de su embrujado hermanito y, por su parte, también el corzo lloraba, echado tristemente junto a la niña. Al fin dijo ésta:
—¡Tranquilízate, mi lindo corzo; nunca te abandonaré!
Y, desatándose una de sus ligas doradas, rodeó con ella el cuello del corzo; luego arrancó juncos y tejió una cuerda muy blanda y suave. Con ella ató al animalito y siguió su camino, cada vez más adentro del bosque.
Anduvieron horas y horas y, al fin, llegaron a una casita; la niña miró adentro, y al ver que estaba desierta, pensó: «Podríamos quedarnos a vivir aquí». Con hojas y musgo arregló un mullido lecho para el corzo, y todas las mañanas salía a recoger raíces, frutos y nueces; para el animalito traía hierba tierna, que él acudía a comer de su mano jugando contento en torno a su hermanita.
Al anochecer, cuando la hermanita, cansada, había rezado sus oraciones, reclinaba la cabeza sobre el dorso del corzo; era su almohada, y allí se quedaba dormida dulcemente. Lástima que el hermanito no hubiese conservado su figura humana, pues habría sido aquélla una vida muy dichosa.
Algún tiempo hacía ya que moraban solos en la selva, cuando he aquí que un día el rey del país organizó una gran cacería. Sonaron en el bosque los cuernos de los monteros, los ladridos de las jaurías y los alegres gritos de los cazadores y, al oírlos el corzo, le entraron ganas de ir a verlo.
—¡Hermanita —dijo—, déjame ir a la cacería, no puedo contenerme más!
Y tanto porfió que, al fin, ella le dejó partir.
—Pero —le recomendó— vuelve en cuanto anochezca. Yo cerraré la puerta para que no entren esos cazadores tan rudos. Y para que pueda conocerte, tú llamarás y dirás: «¡Hermanita, déjame entrar!». Si no lo dices, no abriré.
Marchóse el corzo brincando. ¡Qué bien se encontraba en libertad!
El Rey y sus acompañantes descubrieron el hermoso animalito y se lanzaron en su persecución; pero no lograron darle alcance; por un momento creyeron que ya era suyo, pero el corzo se metió entre la maleza y desapareció.
Al oscurecer regresó a la casita y llamó a la puerta.
—¡Hermanita, déjame entrar!
Abrióse la puertecita, entró él de un salto y pasóse toda la noche durmiendo de un tirón en su mullido lecho.
A la mañana siguiente reanudóse la cacería, y no bien el corzo oyó el cuerno y el «¡ho, ho!» de los cazadores, entróle un gran desasosiego y dijo:
—¡Hermanita, ábreme, quiero volver a salir!
La hermanita le abrió la puerta, recordándole:
—Tienes que regresar al oscurecer y repetir las palabras que te enseñé.
Cuando el Rey y sus cazadores vieron de nuevo el corzo del collar dorado, pusiéronse a acosarlo todos en tropel, pero el animal era demasiado veloz para ellos. La persecución se prolongó durante toda la jornada y, al fin, hacia el atardecer, lograron rodearlo, y uno de los monteros lo hirió levemente en una pata, por lo que él tuvo que escapar cojeando y sin apenas poder correr.
Un cazador lo siguió hasta la casita y lo oyó que gritaba:
—¡Hermanita, déjame entrar!
Vio entonces cómo se abría la puerta y volvía a cerrarse inmediatamente. El cazador tomó buena nota y corrió a contar al Rey lo que había oído y visto; a lo que el Rey respondió:
—¡Mañana volveremos a la caza!
Pero la hermanita tuvo un gran susto al ver que su cervatillo venía herido. Le restañó la sangre, le aplicó unas hierbas medicinales y le dijo:
—Acuéstate, corzo mío querido, hasta que estés curado.
Pero la herida era tan leve que a la mañana no quedaba ya rastro de ella; así que en cuanto volvió a resonar el estrépito de la cacería, dijo:
—No puedo resistirlo; es preciso que vaya. ¡No me cogerán tan fácilmente!
La hermanita, llorando, le reconvino:
—Te matarán, y yo me quedaré sola en el bosque, abandonada del mundo entero. ¡Vaya, que no te suelto!
—Entonces me moriré aquí de pesar —respondió el corzo—. Cuando oigo el cuerno de caza me parece como si las piernas se me fueran solas.
La hermanita, incapaz de resistir a sus ruegos, le abrió la puerta con el corazón oprimido, y el animalito se precipitó en el bosque completamente sano y contento.
Al verlo el Rey, dijo a sus cazadores:
—Acosadlo hasta la noche, pero que nadie le haga ningún daño.
Cuando ya el sol se hubo puesto, el Rey llamó al cazador y le dijo:
—Ahora vas a acompañarme a la casita del bosque.
Al llegar ante la puerta, llamó con estas palabras:
—¡Hermanita querida, déjame entrar!
Abrieron, y el Rey entró, encontrándose frente a frente con una niña tan hermosa como jamás viera otra igual. Asustóse la niña al ver que el visitante no era el corzo, sino un hombre que llevaba una corona de oro en la cabeza. El Rey, empero, la miró cariñosamente y, tendiéndole la mano, dijo:
—¿Quieres venirte conmigo a palacio y ser mi esposa?
—¡Oh sí! —respondió la muchacha—. Pero el corzo debe venir conmigo; no quiero abandonarlo.
—Permanecerá a tu lado mientras vivas, y nada le faltará —asintió el Rey.
Entró en esto el corzo, y la hermanita volvió a atarle la cuerda de juncos y, cogiendo el cabo con la mano, se marcharon de la casita del bosque.
El Rey montó a la bella muchacha en su caballo y la llevó a palacio, donde a poco se celebraron las bodas con gran magnificencia. La hermanita pasó a ser Reina, y durante algún tiempo todos vivieron muy felices; el corzo, cuidado con todo esmero, retozaba alegremente por el jardín del palacio.
Entretanto, la malvada madrastra, que había sido causa de que los niños huyeran de su casa, estaba persuadida de que la hermanita había sido devorada por las fieras de la selva, y el hermanito, transformado en corzo, muerto por los cazadores. Al enterarse de que eran felices y lo pasaban tan bien, la envidia y el rencor volvieron a agitarse en su corazón sin dejarle un momento de sosiego, y no pensaba sino en el medio de volver a hacer desgraciados a los dos hermanitos.
La bruja tenía una hija tuerta y fea como la noche, que continuamente le hacía reproches y le decía:
—¡Ser reina! A mí debía haberme tocado esta suerte, y no a ella.
—Cálmate —le respondió la bruja y, para tranquilizarla, agregó—. Yo sé lo que tengo que hacer, cuando sea la hora.
Transcurrido un tiempo, la Reina dio a luz un hermoso niño.
Encontrándose el Rey de caza, la vieja bruja, adoptando la figura de la camarera, entró en la habitación donde estaba acostada la Reina y le dijo:
—Vamos, el baño está preparado; os aliviará y os dará fuerzas. ¡De prisa, antes de que se enfríe!
Su hija estaba con ella, y entre las dos llevaron a la débil Reina al cuarto de baño y la metieron en la bañera; cerraron la puerta y huyeron, después de encender en el cuarto una hoguera infernal que en pocos momentos ahogó a la bella y joven Reina.
Realizada su fechoría, la vieja puso una cofia a su hija y la acostó en la cama de la Reina. Prestóle también la figura y aspecto de ella; lo único que no pudo devolverle fue el ojo perdido; así, para que el Rey no notase el defecto, le dijo que permaneciera echada sobre el costado de que era tuerta.
Al anochecer, al regresar el Soberano y enterarse de que le había nacido un hijo, alegróse de todo corazón y quiso acercarse al lecho de su esposa para ver cómo seguía. Pero la vieja se apresuró a decirle:
—¡Ni por pienso! ¡No descorráis las cortinas; la Reina no puede ver la luz y necesita descanso!
Y el Rey se retiró, ignorando que en su cama yacía una falsa reina.
Pero he aquí que a media noche, cuando ya todo el mundo dormía, la niñera, que velaba sola junto a la cuna en la habitación del niño, vio que se abría la puerta y entraba la reina verdadera que, sacando al recién nacido de la cunita, lo cogió en brazos y le dio de mamar. Mullóle luego la almohadita y, después de acostarlo nuevamente, lo arropó con la colcha. No se olvidó tampoco del corzo pues, yendo al rincón donde yacía, le acarició el lomo.
Hecho esto, volvió a salir de la habitación con todo sigilo y, a la mañana siguiente, la niñera preguntó a los centinelas si alguien había entrado en el palacio durante la nohe; pero ellos contestaron:
—No, no hemos visto a nadie.
La escena se repitió durante muchas noches, sin que la Reina pronunciase jamás una sola palabra. Y si bien la niñera la veía cada vez, no se atrevía a contárselo a nadie.
Después de un tiempo, la Reina, rompiendo su mutismo, empezó a hablar en sus visitas nocturnas diciendo:
«¿Qué hace mi hijo? ¿Qué hace mi corzo?
Vendré otras dos noches, y ya nunca más.»
La niñera no le respondió; pero en cuanto hubo desaparecido corrió a comunicar al Rey todo lo ocurrido.
El Rey exclamó:
—¿Dios mío, qué significa esto? La próxima noche me quedaré a velar junto al niño.
Y, al oscurecer, entró en la habitación del principito. Presentóse la Reina a media noche y dijo: