Read Todos los cuentos de los hermanos Grimm Online
Authors: Jacob & Wilhelm Grimm
Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil
Comido que hubo la pera, la muchacha, sintiendo el hambre satisfecha, fue a ocultarse entre la maleza.
El Rey, a quien pertenecía el jardín, se presentó a la mañana siguiente y, al contar las peras y notar que faltaba una, preguntó al jardinero qué se había hecho de ella. Y respondió el jardinero:
—Anoche entró un espíritu, que no tenía manos, y se comió una directamente con la boca.
—¿Y cómo pudo el espíritu atravesar el agua? —dijo el Rey—. ¿Y adónde fue, después de comerse la pera?
—Bajó del cielo una figura, con un vestido blanco como la nieve, que cerró la esclusa y detuvo el agua, para que el espíritu pudiese cruzar el foso. Y como no podía ser sino un ángel, no me atreví a llamar ni a preguntar nada. Después de comerse la pera, el espíritu se retiró.
—Si las cosas han ocurrido como dices —declaró el Rey—, esta noche velaré contigo.
Cuando ya oscurecía, el Rey se dirigió al jardín, acompañado de un sacerdote para que hablara al espíritu. Sentáronse los tres debajo del árbol, atentos a lo que ocurriera.
A media noche se presentó la doncella, viniendo del boscaje y, acercándose al peral, comióse otra pera alcanzándola directamente con la boca; a su lado se hallaba el ángel vestido de blanco. Salió entonces el sacerdote y preguntó:
—¿Vienes del mundo o vienes de Dios? ¿Eres espíritu o un ser humano?
A lo que respondió la muchacha:
—No soy espíritu, sino una criatura humana, abandonada de todos menos de Dios.
Dijo entonces el Rey:
—Si te ha abandonado el mundo, yo no te dejaré.
Y se la llevó a su palacio y, como la viera tan hermosa y piadosa, se enamoró de ella, mandó hacerle unas manos de plata y la tomó por esposa.
Al cabo de un año, el Rey tuvo que partir para la guerra, y encomendó a su madre la joven Reina, diciéndole:
—Cuando sea la hora de dar a luz, atendedla y cuidadla bien, y enviadme en seguida una carta.
Sucedió que la Reina tuvo un hijo, y la abuela apresuróse a comunicar al Rey la buena noticia. Pero el mensajero se detuvo a descansar en el camino, junto a un arroyo y, extenuado de su larga marcha, se durmió.
Acudió entonces el diablo, siempre dispuesto a dañar a la virtuosa Reina, y trocó la carta por otra, en la que ponía que la Reina había traído al mundo un monstruo. Cuando el Rey leyó la carta, espantóse y se entristeció sobremanera; pero escribió en contestación que cuidasen de la Reina hasta su regreso.
Volvióse el mensajero con la respuesta, y se quedó a descansar en el mismo lugar, durmiéndose también como a la ida. Vino el diablo nuevamente, y otra vez le cambió la carta del bolsillo, sustituyéndola por otra que contenía la orden de matar a la Reina y a su hijo.
La abuela horrorizóse al recibir aquella misiva y, no pudiendo prestar crédito a lo que leía, volvió a escribir al Rey; pero recibió una respuesta idéntica, ya que todas las veces el diablo cambió la carta que llevaba el mensajero. En la última le ordenaba incluso que, en testimonio de que había cumplido el mandato, guardase la lengua y los ojos de la Reina.
Pero la anciana madre, desolada de que hubiese de ser vertida una sangre tan inocente, mandó que por la noche trajesen un ciervo, al que sacó los ojos y cortó la lengua. Luego dijo a la Reina:
—No puedo resignarme a matarte, como ordena el Rey; pero no puedes seguir aquí. Márchate con tu hijo por el mundo y no vuelvas jamás.
Atóle el niño a la espalda, y la desgraciada mujer se marchó con los ojos anegados en lágrimas.
Llegado que hubo a un bosque muy grande y salvaje, se hincó de rodillas e invocó a Dios. Se le apareció el ángel del Señor y la condujo a una casita, en la que podía leerse en un letrerito: «Aquí todo el mundo vive de balde». Salió de la casa una doncella, blanca como la nieve, que le dijo: «Bienvenida, Señora Reina». Y la acompañó al interior.
Desatándole de la espalda a su hijito, se lo puso al pecho para que pudiese darle de mamar, y después lo tendió en una camita bien mullida. Preguntóle entonces la pobre madre:
—¿Cómo sabes que soy reina?
Y la blanca doncella le respondió:
—Soy un ángel que Dios ha enviado a la tierra para que cuide de ti y de tu hijo.
La joven vivió en aquella casa por espacio de siete años, bien cuidada y atendida, y su piedad era tanta, que Dios compadecido hizo que volviesen a crecerle las manos.
Finalmente el Rey, terminada la campaña, regresó a palacio, y su primer deseo fue ver a su esposa e hijo. Entonces la anciana Reina prorrumpió a llorar exclamando:
—¡Hombre malvado! ¿No me enviaste la orden de matar a aquellas dos almas inocentes? —y mostróle las dos cartas falsificadas por el diablo, añadiendo—. Hice lo que me mandaste.
Y le enseñó la lengua y los ojos.
El Rey prorrumpió a llorar con gran amargura y desconsuelo, por el triste fin de su infeliz esposa y de su hijo, hasta que la abuela, apiadada, le dijo:
—Consuélate, que aún viven. De escondidas hice matar una cierva, y guardé estas partes como testimonio. En cuanto a tu esposa, le até el niño a la espalda y la envié a vagar por el mundo, haciéndole prometer que jamás volvería aquí, ya que tan enojado estabas con ella.
Dijo entonces el Rey:
—No cesaré de caminar mientras vea cielo sobre mi cabeza, sin comer ni beber, hasta que haya encontrado a mi esposa y a mi hijo, si es que no han muerto de hambre o de frío.
Estuvo el Rey vagando durante todos aquellos siete años, buscando en todos los riscos y grutas, sin encontrarla en ninguna parte, y ya pensaba que habría muerto de hambre. En todo aquel tiempo no comió ni bebió, pero Dios lo sostuvo.
Por fin llegó a un gran bosque, y en él descubrió la casita con el letrerito: «Aquí todo el mundo vive de balde». Salió la blanca doncella y, cogiéndolo de la mano, lo llevó al interior y le dijo:
—Bienvenido, Señor Rey.
Y le preguntó luego de dónde venía.
—Pronto hará siete años —respondió él— que ando errante en busca de mi esposa y de mi hijo; pero no los encuentro en parte alguna.
El ángel le ofreció comida y bebida, pero él las rehusó, pidiendo sólo que lo dejasen descansar un poco. Tendióse a dormir, y se cubrió la cara con un pañuelo.
Entonces el ángel entró en el aposento en que se hallaba la Reina con su hijito, al que solía llamar Dolorido, y le dijo:
—Sal ahí fuera con el niño, que ha llegado tu esposo.
Salió ella a la habitación en que el Rey descansaba y el pañuelo se le cayó de la cara, por lo que dijo la Reina:
—Dolorido, recoge aquel pañuelo de tu padre y vuelve a cubrirle el rostro.
Obedeció el niño y le puso el lienzo sobre la cara; pero el Rey, que lo había oído en sueños, volvió a dejarlo caer adrede. El niño, impacientándose, exclamó:
—Madrecita, ¿cómo puedo tapar el rostro de mi padre, si no tengo padre ninguno en el mundo? En la oración he aprendido a decir: Padre nuestro que estás en los Cielos; y tú me has dicho que mi padre estaba en el cielo, y era Dios Nuestro Señor. ¿Cómo quieres que conozca a este hombre tan salvaje? ¡No es mi padre!
Al oír el Rey estas palabras, se incorporó y le preguntó quién era. Respondióle ella entonces:
—Soy tu esposa, y éste es Dolorido, tu hijo.
Pero al ver el Rey sus manos de carne, replicó:
—Mi esposa tenía las manos de plata.
—Dios misericordioso me devolvió las mías naturales —dijo ella.
Y el ángel salió fuera y volvió en seguida con las manos de plata. Entonces tuvo el Rey la certeza de que se hallaba ante su esposa y su hijo y, besándolos a los dos, dijo fuera de sí de alegría.
—¡Qué terrible peso se me ha caído del corazón!
El ángel del Señor les dio de comer por última vez a todos juntos, y luego los tres emprendieron el camino de palacio para reunirse con la abuela. Hubo grandes fiestas y regocijos, y el Rey y la Reina celebraron una segunda boda y vivieron felices hasta el fin.
P
REGUNTA la madre a Juan:
—¿Adónde vas, Juan?
Responde Juan:
—A casa de Margarita.
—Que te vaya bien, Juan.
—Bien me irá. Adiós, madre.
—Adiós, Juan.
Juan llega a casa de Margarita.
—Buenos días, Margarita.
—Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?
—Traer, nada; tú me darás.
Margarita regala a Juan una aguja. Juan dice:
—Adiós, Margarita.
—Adiós Juan.
Juan coge la aguja, la pone en un carro de heno y se vuelve a casa tras el carro.
—Buenas noches, madre.
—Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?
—Con Margarita estuve.
—¿Qué le llevaste?
—Llevar, nada; ella me dio.
—¿Y qué te dio Margarita?
—Una aguja me dio.
—¿Y dónde tienes la aguja, Juan?
—En el carro de heno la metí.
—Hiciste una tontería, Juan; debías clavártela en la manga.
—No importa, madre; otra vez lo haré mejor.
—¿Adónde vas, Juan?
—A casa de Margarita, madre.
—Que te vaya bien, Juan.
—Bien me irá. Adiós, madre.
—Adiós, Juan.
Juan llega a casa de Margarita.
—Buenos días, Margarita.
—Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?
—Traer, nada; tú me darás.
Margarita regala a Juan un cuchillo.
—Adiós, Margarita.
—Adiós, Juan.
Juan coge el cuchillo, se lo clava en la manga y regresa a su casa.
—Buenas noches, madre.
—Buenas noches Juan. ¿Dónde estuviste?
—Con Margarita estuve.
—¿Qué le llevaste?
—Llevar, nada; ella me dio.
—¿Y qué te dio Margarita?
—Un cuchillo me dio.
—¿Dónde tienes el cuchillo, Juan?
—Lo clavé en la manga.
—Hiciste una tontería, Juan. Debiste meterlo en el bolsillo.
—No importa, madre; otra vez lo haré mejor.
—¿Adónde vas, Juan?
—A casa de Margarita, madre.
—Que te vaya bien, Juan.
—Bien me irá. Adiós, madre.
—Adiós, Juan.
Juan llega a casa de Margarita.
—Buenos días, Margarita.
—Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?
—Traer, nada; tú me darás.
Margarita regala a Juan una cabrita.
—Adiós, Margarita.
—Adiós, Juan.
Juan coge la cabrita, le ata las patas y se la mete en el bolsillo. Al llegar a casa, está ahogada.
—Buenas noches, madre.
—Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?
—Con Margarita estuve.
—¿Qué le llevaste?
—Llevar, nada; ella me dio.
—¿Qué te dio Margarita?
—Una cabra me dio.
—¿Y dónde tienes la cabra, Juan?
—En el bolsillo la metí.
—Hiciste una tontería, Juan. Debiste atar la cabra de una cuerda.
—No importa, madre; otra vez lo haré mejor.
—¿Adónde vas, Juan?
—A casa de Margarita, madre.
—Que te vaya bien, Juan.
—Bien me irá. Adiós, madre.
—Adiós, Juan.
Juan llega a casa de Margarita.
—Buenos días, Margarita.
—Buenos días Juan. ¿Qué traes de bueno?
—Traer, nada; tú me darás.
Margarita regala a Juan un trozo de tocino.
—Adiós, Margarita.
—Adiós, Juan.
Juan coge el tocino, lo ata de una cuerda y lo arrastra detrás de sí. Vienen los perros y se comen el tocino. Al llegar a casa tira aún de la cuerda, pero nada cuelga de ella.
—Buenas noches, madre.
—Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?
—Con Margarita estuve.
—¿Qué le llevaste?
—Llevar, nada; ella me dio.
—¿Qué te dio Margarita?
—Un trozo de tocino me dio.
—¿Dónde tienes el tocino, Juan?
—Lo até de una cuerda, lo traje a rastras, los perros se lo comieron.
—Hiciste una tontería, Juan. Debiste llevar el tocino sobre la cabeza.
—No importa, madre; otra vez lo haré mejor.
—¿Adónde vas, Juan?
—A casa de Margarita, madre.
—Que te vaya bien, Juan.
—Bien me irá. Adiós, madre.
—Adiós, Juan.
Juan llega a casa de Margarita.
—Buenos días, Margarita.
—Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?
—Traer, nada; tú me darás,
Margarita regala a Juan una ternera.
—Adiós, Margarita.
—Adiós, Juan.
Juan coge la ternera, se la pone sobre la cabeza, y el animal le pisotea y lastima la cara.
—Buenas noches, madre.
—Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?
—Con Margarita estuve.
—¿Qué le llevaste?
—Llevar, nada; ella me dio.
—¿Qué te dio Margarita?
—Una ternera me dio.
—¿Dónde tienes la ternera, Juan?
—Sobre la cabeza la puse; me lastimó la cara.
—Hiciste una tontería, Juan. Debías traerla atada y ponerla en el pesebre.
—No importa, madre; otra vez lo haré mejor.
—¿Adónde vas, Juan?
—A casa de Margarita, madre.
—Que te vaya bien, Juan.
—Bien me irá. Adiós, madre.
—Adiós, Juan.
Juan llega a casa de Margarita.
—Buenos días, Margarita.
—Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?
—Traer nada; tú me darás.
Margarita dice a Juan:
—Me voy contigo.
Juan coge a Margarita, la ata a una cuerda, la conduce hasta el pesebre y la amarra en él. Luego va a su madre.
—Buenas noches, madre.
—Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?
—Con Margarita estuve.
—¿Qué le llevaste?
—Llevar, nada.
—¿Qué te ha dado Margarita?
—Nada me dio; se vino conmigo.
—¿Y dónde has dejado a Margarita?
—La he llevado atada de una cuerda; la amarré al pesebre y le eché hierba.
—Hiciste una tontería, Juan; debías ponerle ojos tiernos.
—No importa, madre; otra vez lo haré mejor.
Juan va al establo, saca los ojos a todas las terneras y ovejas y los pone en la cara de Margarita. Margarita se enfada, se suelta y escapa, y Juan se queda sin novia.
E
N Suiza vivía una vez un viejo conde que tenía sólo un hijo, que era tonto de remate e incapaz de aprender nada.
Díjole el padre: