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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Todos los cuentos de los hermanos Grimm (17 page)

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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Pero no pudieron llegar a la ciudad aquel mismo día, y al anochecer resolvieron pasar la noche en un bosque que encontraron. El asno y el perro se tendieron bajo un alto árbol; el gato y el gallo subiéronse a las ramas, aunque el gallo se encaramó de un vuelo hasta la cima, creyéndose allí más seguro.

Antes de dormirse, echó una mirada a los cuatro vientos, y en la lejanía divisó una chispa de luz, por lo que gritó a sus compañeros que no muy lejos debía de haber una casa.

Dijo entonces el asno:

—Mejor será que levantemos el campo y vayamos a verlo, pues aquí estamos muy mal alojados.

Pensó el perro que unos huesos y un poquitín de carne no vendrían mal, y así se pusieron todos en camino en dirección de la luz; ésta iba aumentando en claridad a medida que se acercaban, hasta que llegaron a una guarida de ladrones profusamente iluminada.

El asno, que era el mayor, acercóse a la ventana para echar un vistazo al interior.

—¿Qué ves, rucio? —preguntó el gallo.

—¿Qué veo? —replicó el asno—. Pues una mesa puesta con comida y bebida, y unos bandidos que se están dando el gran atracón.

—¡Tan bien como nos vendría a nosotros! —dijo el gallo.

—¡Y tú que lo digas! —añadió el asno—. ¡Quién pudiera estar allí!

Los animales deliberaron entonces acerca de la manera de expulsar a los bandoleros y, al fin, dieron con una solución. El asno se colocó con las patas delanteras sobre la ventana; el perro montó sobre la espalda del asno, el gato trepó sobre el perro y, finalmente, el gallo se subió de un vuelo sobre la cabeza del gato.

Colocados ya, a una señal convenida prorrumpieron a la una en su horrísona música: el asno, rebuznando; el perro, ladrando; el gato, maullando, y cantando el gallo. Y acto seguido se precipitaron por la ventana en el interior de la sala, con gran estrépito de cristales.

Levantáronse de un salto los bandidos ante aquel estruendo, pensando que tal vez se trataría de algún fantasma y, presa de espanto, tomaron las de Villadiego en dirección al bosque.

Los cuatro socios se sentaron a la mesa y, con las sobras de sus antecesores, se hartaron como si los esperasen cuatro semanas de ayuno.

Cuando los cuatro músicos hubieron terminado el banquete, apagaron la luz y se buscaron cada uno una yacija apropiada a su naturaleza y gusto. El asno se echó sobre el estiércol; el perro, detrás de la puerta; el gato, sobre las cenizas calientes del hogar, y el gallo se posó en una viga; y como todos estaban rendidos de su larga caminata, no tardaron en dormirse.

A media noche, observando desde lejos los ladrones que había luz en la casa y que todo parecía tranquilo, dijo el capitán:

—No debíamos habernos asustado tan fácilmente.

Y envió a uno de los de la cuadrilla a explorar el terreno.

El mensajero lo encontró todo quieto y silencioso, y entró en la cocina para encender la luz. Tomando los brillantes ojos del gato por brasas encendidas, aplicó a ellos un fósforo para que prendiese. Pero el gato no estaba para bromas y, saltándole al rostro, se puso a soplarle y arañarle.

Asustado el hombre, echó a correr hacia la puerta trasera; pero el perro, que dormía allí, se levantó de un brinco y le hincó los dientes en la pierna; y cuando el bandolero, en su huida, atravesó la era por encima del estercolero, el asno le propinó una recia coz, mientras el gallo se había despertado por todo aquel alboroto y, ya muy animado, gritaba desde su viga: «¡Kikirikí!».

El ladrón, corriendo como alma que lleva el diablo, llegó hasta donde estaba el capitán y le dijo:

—¡Uf!, en la casa hay una horrible bruja que me ha soplado y arañado la cara con sus largas uñas. Y en la puerta hay un hombre armado de un cuchillo y me lo ha clavado en la pierna. En la era, un monstruo negro me ha aporreado con un enorme mazo, y en la cima del tejado, el juez venga gritar: «¡Traedme el bribón aquí!». Menos mal que pude escapar.

Los bandoleros ya no se atrevieron a volver a la casa, y los músicos de Brema se encontraron en ella tan a gusto, que ya no la abandonaron. Y quien no quiera creerlo, que vaya a verlo.

El hueso cantor

H
ABÍA una vez gran alarma en un país por causa de un jabalí que asolaba los campos, destruía el ganado y despanzurraba a las personas a colmillazos. El Rey prometió una gran recompensa a quien librase al país de aquel azote; pero la fiera era tan corpulenta y forzuda, que nadie se atrevía a acercarse al bosque donde tenía su morada.

Finalmente, el Rey hizo salir a un pregonero diciendo que otorgaría por esposa a su única hija a aquel que capturase o diese muerte a la alimaña.

Vivían a la sazón dos hermanos en aquel reino, hijos de un hombre pobre, que se ofrecieron a intentar la empresa. El mayor, astuto y listo, lo hizo por soberbia; el menor, que era ingenuo y tonto, movido por su buen corazón.

Dijo el Rey:

—Para estar seguros de encontrar el animal, entraréis en el bosque por los extremos opuestos.

El mayor entró por el lado de Poniente, y el menor, por el de Levante. Al poco rato de avanzar éste, acercósele un hombrecillo que llevaba en la mano un pequeño venablo y le dijo:

—Te doy este venablo porque tu corazón es inocente y bondadoso. Con él puedes enfrentarte sin temor con el salvaje jabalí; no te hará daño alguno.

El mozo dio las gracias al hombrecillo y, echándose el arma al hombro, siguió su camino sin miedo.

Poco después avistó a la fiera, que corría furiosa contra él; pero el joven le presentó la jabalina y el animal, en su rabia loca, embistió ciegamente y se atravesó el corazón con el arma. El muchacho se cargó la fiera a la espalda y se volvió para presentarla al Rey.

Al salir del bosque por el lado opuesto, detúvose en la entrada de una casa donde había mucha gente que se divertía bailando y empinando el codo. Allí estaba también su hermano mayor; había pensado que el jabalí no iba a escapársele, y que primero podría tomarse unos traguitos.

Al ver a su hermano menor que salía del bosque con el jabalí a cuestas, su envidioso y perverso corazón no le dejó ya un instante en reposo.

—Ven, hermano —le dijo llamándolo—, descansarás un poco y te reanimarás con un vaso de vino.

El pequeño, que no pensaba mal, entró y le contó su encuentro con el hombrecillo que le había dado la jabalina para matar al jabalí. El mayor lo retuvo hasta el anochecer, y entonces partieron los dos juntos.

Al llegar, ya oscurecido, a un puente que cruzaba el río, el mayor hizo que el otro pasara delante, y cuando estuvo en la mitad, le asestó a traición un fuerte golpe y lo mató. Enterrólo bajo el puente y, cargando con el jabalí, lo llevó al Rey afirmando que lo había cazado y muerto, hazaña por la cual obtuvo la mano de la princesa.

Al extrañarse la gente de que no regresara el hermano dijo:

—Seguramente que el animal lo habrá despedazado.

Y todo el mundo lo creyó así.

Pero como a Dios nada le queda oculto, también aquella negra fechoría hubo de salir a la luz. Unos años más tarde, un pastor que conducía su rebaño por el puente vio abajo, entre la arena, un huesecillo blanco como la nieve, y pensó que con él podría fabricarse una boquilla para su cuerno.

Así lo hizo, y al probar el instrumento con la nueva pieza, el huesecillo se puso a cantar con gran asombro del pastor:

«Ay, amable pastorcillo

que tocas con mi huesecillo.

Mi hermano me ha matado

y bajo este puente enterrado.

El jabalí se llevaba

y la princesa me robaba.»

«¡Vaya un cuerno prodigioso que canta solo!», se dijo el pastor. «Voy a llevarlo al Señor Rey».

No bien hubo llegado a presencia del Rey, el cuerno volvió a entonar su canción. El Rey, comprendiendo el sentido, mandó excavar la tierra debajo del puente y apareció el esqueleto entero del asesinado. El mal hermano no pudo negar el hecho. Lo cosieron en un saco y lo echaron al río para que muriera ahogado. Los huesos del muerto fueron depositados en el cementerio, en una hermosa sepultura, y allí reposan en santa paz.

Los tres pelos de oro del diablo

E
RASE una vez una mujer muy pobre que dio a luz un niño. Como el pequeño vino al mundo envuelto en la tela de la suerte, predijéronle que al cumplir los catorce años se casaría con la hija del Rey.

Ocurrió que unos días después el Rey pasó por el pueblo, sin darse a conocer, y al preguntar qué novedades había, le respondieron:

—Uno de estos días ha nacido un niño con una tela de la suerte. A quien esto sucede, la fortuna lo protege. También le han pronosticado que a los catorce años se casará con la hija del Rey.

El Rey, que era hombre de corazón duro, se irritó al oír aquella profecía y, yendo a encontrar a los padres, les dijo con tono muy amable:

—Vosotros sois muy pobres; dejadme, pues, a vuestro hijo, que yo lo cuidaré.

Al principio, el matrimonio se negaba, pero al ofrecerles el forastero un buen bolso de oro, pensaron: «Ha nacido con buena estrella; será, pues, por su bien». Y, al fin, aceptaron y le entregaron el niño.

El Rey lo metió en una cajita y prosiguió con él su camino, hasta que llegó al borde de un profundo río. Arrojó al agua la caja, y pensó: «Así he librado a mi hija de un pretendiente bien inesperado». Pero la caja, en lugar de irse al fondo, se puso a flotar como un barquito, sin que entrara en ella ni una gota de agua. Y así continuó, corriente abajo, hasta cosa de dos millas de la capital del reino, donde quedó detenida en la presa de un molino.

Uno de los mozos, que por fortuna se encontraba presente y la vio, sacó la caja con un gancho, creyendo encontrar en ella algún tesoro. Al abrirla ofrecióse a su vista un hermoso chiquillo, alegre y vivaracho. Llevólo el mozo al molinero y su mujer que, como no tenían hijos, exclamaron:

—¡Es Dios que nos lo envía!

Y cuidaron con todo cariño al niño abandonado, el cual creció en edad, salud y buenas cualidades.

He aquí que un día el Rey, sorprendido por una tempestad, entró a guarecerse en el molino y preguntó a los molineros si aquel guapo muchacho era hijo suyo.

—No —respondieron ellos—, es un niño expósito; hace catorce años que lo encontramos en una caja, en la presa del molino.

Comprendió el Rey que no podía ser otro sino aquel niño de la suerte que había arrojado al río y dijo:

—Buena gente, ¿dejaríais que el chico llevara una carta mía a la Señora Reina? Le daré en pago dos monedas de oro.

—¡Cómo mande el Señor Rey! —respondieron los dos viejos, y mandaron al mozo que se preparase.

El Rey escribió entonces una carta a la Reina, en los siguientes términos: «En cuanto se presente el muchacho con esta carta, lo mandarás matar y enterrar, y esta orden debe cumplirse antes de mi regreso».

Púsose el muchacho en camino con la carta, pero se extravió, y al anochecer llegó a un gran bosque. Vio una lucecita en la oscuridad y se dirigió allí, resultando ser una casita muy pequeña.

Al entrar sólo había una anciana sentada junto al fuego, la cual asustóse al ver al mozo y le dijo:

—¿De dónde vienes y adónde vas?

—Vengo del molino —respondió él— y voy a llevar una carta a la Señora Reina. Pero como me extravié, me gustaría pasar aquí la noche.

—¡Pobre chico! —replicó la mujer—. Has venido a dar en una guarida de bandidos, y si vienen te matarán.

—Venga quien venga, no tengo miedo —contestó el muchacho—. Estoy tan cansado que no puedo dar un paso más.

Y tendiéndose sobre un banco, se quedó dormido en el acto.

A poco llegaron los bandidos y preguntaron, enfurecidos, quién era el forastero que allí dormía.

—¡Ay! —dijo la anciana—, es un chiquillo inocente que se extravió en el bosque; lo he acogido por compasión. Parece que lleva una carta para la Reina.

Los bandoleros abrieron el sobre y leyeron el contenido de la carta, es decir, la orden de que se diera muerte al mozo en cuanto llegara. A pesar de su endurecido corazón, los ladrones se apiadaron, y el capitán rompió la carta y la cambió por otra en la que ordenaba que al llegar el muchacho lo casasen con la hija del Rey. Dejáronlo luego descansar tranquilamente en su banco hasta la mañana y, cuando se despertó, le dieron la carta y le mostraron el camino.

La Reina, al recibir y leer la misiva, se apresuró a cumplir lo que en ella se le mandaba. Organizó una boda magnífica, y la princesa fue unida en matrimonio al favorito de la fortuna. Y como el muchacho era guapo y apuesto, su esposa vivía feliz y satisfecha con él.

Transcurrido algún tiempo, regresó el Rey a palacio y vio que se había cumplido el vaticinio: el niño de la suerte se había casado con su hija.

—¿Cómo pudo ser eso? —preguntó—. En mi carta daba yo una orden muy distinta.

Entonces la Reina le presentó el escrito, para que leyera él mismo lo que allí decía. Leyó el Rey la carta y se dio cuenta de que había sido cambiada por otra. Preguntó entonces al joven qué había sucedido con el mensaje que le confiara, y por qué lo había sustituido por otro.

—No sé nada —respondió el muchacho—. Debieron de cambiármela durante la noche, mientras dormía en la casa del bosque.

—Esto no puede quedar así —dijo el Rey encolerizado—. Quien quiera conseguir a mi hija debe ir antes al infierno y traerme tres pelos de oro de la cabeza del diablo. Si lo haces, conservarás a mi hija.

Esperaba el Rey librarse de él para siempre con aquel encargo; pero el afortunado muchacho respondió:

—Traeré los tres cabellos de oro. El diablo no me da miedo.

Se despidió de su esposa y emprendió su peregrinación.

Condújolo su camino a una gran ciudad; el centinela de la puerta le preguntó cuál era su oficio y qué cosas sabía.

—Yo lo sé todo —contestó el muchacho.

—En este caso podrás prestarnos un servicio —dijo el guarda—. Explícanos por qué la fuente de la plaza, de la que antes manaba vino, se ha secado y ni siquiera da agua.

—Lo sabréis —afirmó el mozo—; pero os lo diré cuando vuelva.

Siguió adelante y llegó a una segunda ciudad, donde el guarda de la muralla le preguntó, a su vez, cuál era su oficio y qué cosas sabía.

—Yo lo sé todo —repitió el muchacho.

—Entonces puedes hacernos un favor. Dinos por qué un árbol que tenemos en la ciudad, que antes daba manzanas de oro, ahora no tiene ni hojas siquiera.

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