Read Todos los cuentos de los hermanos Grimm Online
Authors: Jacob & Wilhelm Grimm
Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil
Se dirigió a la gruta de un ermitaño, que tenía fama de hombre piadoso, y le dijo:
—Estoy cansado de mi vida errante y ahora quisiera tomar el camino que lleva al cielo.
—Hay dos caminos —respondióle el ermitaño—: uno, ancho y agradable, conduce al infierno; otro, estrecho y duro, va al cielo.
—¡Tonto sería —pensó Hermano Alegre— si eligiese el duro y estrecho!
Y, así, tomó el holgado y agradable, que lo condujo ante un gran portal negro que era el del infierno. Llamó, y el portero acudió a la mirilla a ver quién llegaba; al ver a Hermano Alegre tuvo un gran sobresalto, pues era nada menos que el noveno de aquellos diablos que habían quedado aprisionados en la mochila, el único que escapó con vida aunque con un ojo a la funerala.
Corriendo rápidamente el cerrojo, acudió el diablillo ante el jefe de los demonios y le dijo:
—Ahí fuera está uno con una mochila que quiere entrar. Pero no lo permitáis, pues se metería el infierno entero en el morral. Una vez estuve yo dentro, y por poco me mata a martillazos.
Hermano Alegre fue, pues, despedido del infierno; dijéronle que se volviese, pues allí no entraría.
—Puesto que aquí no me quieren —pensó—, vamos a probar si me admiten en el cielo. ¡En uno u otro sitio tengo que quedarme!
Y retrocedió para tomar el camino del paraíso. Cuando llamó a la puerta, San Pedro se encontraba justamente en la portería; reconociólo en seguida Hermano Alegre y pensó: «Éste es un viejo amigo; aquí tendrás más suerte». Pero San Pedro le dijo:
—Diríase que quieres entrar en el cielo.
—Déjame entrar, hermano; en un lugar u otro tengo que refugiarme. Si me hubiesen admitido en el infierno, no habría venido hasta aquí.
—No —replicóle San Pedro—, aquí no entras.
—Está bien; pero si no quieres dejarme pasar, quédate también con la mochila; no quiero guardar nada que venga de ti —dijo Hermano Alegre.
—Dámela —respondió San Pedro.
El soldado le alargó la mochila a través de la reja y el santo, entrándola en el cielo, la colgó al lado de su asiento.
Dijo entonces Hermano Alegre:
—¡Ahora deseo estar dentro de la mochila!
Y, ¡cataplúm!, en un santiamén estuvo en ella y, por tanto, en el cielo. Y San Pedro no tuvo más remedio que admitirlo.
E
RASE una vez un hombre que en toda su vida no hizo sino jugar; por eso lo llamaba la gente Juan «el jugador» y, como nunca dejó de hacerlo, perdió en el juego su casa y toda su hacienda.
He aquí que el último día, cuando ya sus acreedores se disponían a embargarle la casa, se le presentaron Dios Nuestro Señor y San Pedro, y le pidieron refugio por una noche. Respondióles el hombre:
—Por mí, podéis quedaros; pero no puedo ofreceros ni cama ni cena.
Díjole entonces Nuestro Señor que con el alojamiento les bastaba y que ellos mismos comprarían algo de comer, y el jugador se declaró conforme. San Pedro le dio tres cuartos para que se fuera a la panadería a comprar un pan.
Salió el hombre, pero al pasar por delante de la casa donde se hallaban todavía los tahúres que lo habían desplumado, llamáronlo éstos gritando:
—¡Juan, entra!
—Sí —replicó él—, ¡para que me ganéis también estas tres perras gordas!
Pero los otros insistieron, el hombre acabó por entrar y, a los pocos momentos, perdió los pocos cuartos.
Mientras tanto, Dios Nuestro Señor y San Pedro esperaban su vuelta. Y, al ver que tardaba tanto, salieron a su encuentro.
El jugador, al verlos, simuló que las tres monedas se le habían caído en un charco y se puso a revolver entre el barro; pero Nuestro Señor sabía perfectamente que se las había jugado.
San Pedro le dio otros tres cuartos y el hombre, no dejándose ya tentar de nuevo, volvió a casa con el pan.
Preguntóle entonces Nuestro Señor si tenía acaso vino y él contestó:
—Señor, los barriles están vacíos.
Instóle Dios Nuestro Señor a que bajase a la bodega, donde seguro que encontraría vino del mejor. El otro se resistía a creerlo; pero, ante tanta insistencia, dijo:
—Bajaré, aunque tengo la certeza de que no hay.
Y he aquí que, al espitar un barril, salió un vino exquisito. Llevóselo a los dos forasteros, los cuales pasaron la noche en su casa y, por la mañana, Dios Nuestro Señor dijo al jugador que podía pedirles tres gracias, pensando que solicitaría, en primer lugar, la de ir al cielo.
Pero no fue así, pues el hombre pidió unos naipes que ganasen siempre, unos dados que tuviesen igual propiedad, y un árbol que diera toda clase de fruta y que quien se subiera en él no pudiese bajar hasta que él se lo mandase.
Concedióle Nuestro Señor los tres dones y se marchó en compañía de San Pedro.
Entonces sí que el jugador se puso a jugar de veras y, al poco tiempo, era dueño de medio mundo. Y dijo San Pedro a nuestro Señor:
—Señor, la cosa no marcha, pues acabará ganando el mundo entero. Debemos enviarle la Muerte.
Y le enviaron la Muerte. Al presentarse ésta el jugador se hallaba, como ya es de suponer, arrimado a la mesa con sus compinches.
Díjole la descarnada:
—¡Juan, sal un momento!
Pero el hombre le replicó:
—Espera un poco a que haya terminado la partida; entretanto puedes subirte a aquel árbol de allá fuera y coges una poca fruta; así tendremos algo que mascar durante el camino.
La Muerte se subió al árbol, y cuando quiso volver a bajar, no pudo; allí la tuvo Juan por espacio de siete años, durante los cuales no murió ningún ser humano.
Dijo entonces San Pedro a Dios Nuestro Señor:
—Señor, la cosa no marcha, pues no muere nadie; tendremos que ir a arreglarlo nosotros mismos.
Y bajaron los dos a la Tierra, donde Nuestro Señor mandó al jugador que dejase descender a la Muerte del árbol.
Dirigiéndose él a la Muerte, le ordenó:
—¡Baja!
Y ella, al llegar al suelo, lo primero que hizo fue agarrarlo y ahogarlo. Pusiéronse los dos en camino y llegaron al otro mundo.
El jugador se presentó ante la puerta del cielo y llamó:
—¿Quién va?
—Juan «el jugador».
—¡No te necesitamos! ¡Márchate!
Fuese entonces al Purgatorio y llamó nuevamente:
—¿Quién va?
—Juan «el jugador».
—¡Ay!, bastantes penas y tribulaciones sufrimos ya aquí; no estamos para juegos. ¡Márchate!
Y hubo de encaminarse a la puerta del infierno, donde fue admitido. Pero dentro no había nadie, aparte del viejo Lucifer y unos cuantos demonios contrahechos —los que estaban bien tenían trabajo en la Tierra—. Sentándose en seguida, púsose a jugar nuevamente. Pero Lucifer no poseía más que sus diablos deformes, a los cuales le ganó Juan en un abrir y cerrar de ojos gracias a sus cartas milagrosas.
Marchóse entonces con sus diablos contrahechos a Hohenfuert y, arrancando las perchas del lúpulo, treparon al cielo y se pusieron a aporrear el piso hasta hacerlo crujir. Ante lo cual, San Pedro exclamó:
—Señor, la cosa no marcha; es preciso que lo dejemos entrar, pues de lo contrario, derribará el cielo.
Y lo dejaron entrar, aunque a regañadientes. Pero el jugador en seguida empezó a jugar de nuevo, y armó tal griterío y alboroto, que nadie oía sus propias palabras.
San Pedro volvió a hablar con Nuestro Señor:
—Señor, la cosa no marcha; debemos echarlo; si no lo hacemos, nos va a amotinar todo el cielo.
Arremetieron contra él y lo arrojaron del Paraíso, y su alma se rompió en innúmeros pedazos, que fueron a alojarse en los tahúres que todavía viven en nuestro mundo.
C
IERTA viuda tenía dos hijas, una de ellas hermosa y diligente; la otra, fea y perezosa. Sin embargo, quería mucho más a esta segunda, porque era verdadera hija suya, y cargaba a la otra todas las faenas del hogar haciendo de ella la cenicienta de la casa. La pobre muchacha tenía que sentarse todos los día junto a un pozo, al borde de la carretera, y estarse hilando hasta que le sangraban los dedos.
Tan manchado de sangre se le puso un día el huso, que la muchacha quiso lavarlo en el pozo, y he aquí que se le escapó de la mano y le cayó al fondo.
Llorando se fue a contar lo ocurrido a su madrastra y ésta, que era muy dura de corazón, la riñó ásperamente y le dijo:
—¡Puesto que has dejado caer el huso al pozo, irás a sacarlo!
Volvió la muchacha al pozo sin saber qué hacer y, en su angustia, se arrojó al agua en busca del huso. Perdió el sentido y al despertarse y volver en sí, encontróse en un bellísimo prado bañado de sol y cubierto de millares de florecillas.
Caminando por él, llegó a un horno lleno de pan, el cual le gritó:
—¡Sácame de aquí! ¡Sácame de aquí, que me quemo! Ya estoy bastante cocido.
Acercóse ella y, con la pala, fue sacando las hogazas.
Prosiguiendo su camino, vio un manzano cargado de manzanas que le gritó a su vez:
—¡Sacúdeme, sacúdeme! Todas las manzanas estamos ya maduras.
Sacudiendo ella el árbol comenzó a caer una lluvia de manzanas, hasta no quedar ninguna, y después que las hubo reunido en un montón, siguió adelante.
Finalmente, llegó a una casita en una de cuyas ventanas estaba asomada una vieja, pero como tenía los dientes muy grandes, la niña echó a correr asustada.
La vieja la llamó:
—¿De qué tienes miedo, hijita? Quédate conmigo. Si quieres cuidar de mi casa, lo pasarás muy bien. Sólo tienes que poner cuidado en sacudir bien mi cama para que vuelen las plumas, pues entonces nieva en la Tierra. Yo soy la Madre Nieve
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Al oír a la vieja hablarle en tono tan cariñoso, la muchacha cobró ánimos y, aceptando el ofrecimiento, entró a su servicio.
Hacía todas las cosas a plena satisfacción de su ama, sacudiéndole vigorosamente la cama de modo que las plumas volaban cual copos de nieve. En recompensa, disfrutaba de buena vida, no tenía que escuchar ni una palabra dura y todos los días comía cocido y asado.
Cuando ya llevaba una temporada en casa de Madre Nieve, entróle una extraña tristeza que ni ella misma sabía explicarse, hasta que al fin se dio cuenta de que era nostalgia de su tierra. Aunque estuviera allí mil veces mejor que en su casa, añoraba a los suyos y, así, un día dijo a su ama:
—Siento nostalgia de casa, y aunque estoy muy bien aquí, no me siento con fuerzas para continuar; tengo que volverme a los míos.
Respondió Madre Nieve:
—Me place que sientas deseos de regresar a tu casa y, puesto que me has servido tan fielmente, yo misma te acompañaré.
Y, tomándola de la mano, la condujo hasta un gran portal.
El portal estaba abierto y, en el momento de traspasarlo la muchacha, cayóle encima una copiosísima lluvia de oro; y el oro se le quedó adherido a los vestidos, por lo que todo su cuerpo estaba cubierto del precioso metal.
—Esto es para ti, en premio de la diligencia con que me has servido —díjole Madre Nieve, al tiempo que le devolvía el huso que le había caído al pozo.
Cerróse entonces el portal, y la doncella se encontró de nuevo en el mundo no lejos de la casa de su madre. Y cuando llegó al patio, el gallo, que estaba encaramado en el pretil del pozo, gritó:
«¡Quiquiriquí,
nuestra doncella de oro vuelve a estar aquí!»
Entró la muchacha, y tanto su madrastra como la hija de ésta la recibieron muy bien al ver que venía cubierta de oro.
Contóles la muchacha todo lo que le había ocurrido, y al enterarse la madrastra de cómo había adquirido tanta riqueza, quiso procurar la misma fortuna a su hija, la fea y perezosa.
Mandóla pues a hilar junto al pozo, y para que el huso se manchase de sangre, la hizo que se pinchase en un dedo y pusiera la mano en un espino. Luego arrojó el huso al pozo, y a continuación saltó ella.
Llegó como su hermanastra al delicioso prado, y echó a andar por el mismo sendero. Al pasar junto al horno, volvió el pan a exclamar:
—¡Sácame de aquí! ¡Sácame de aquí, que me quemo! Ya estoy bastante cocido.
Pero le replicó la holgazana:
—¿Crees que tengo ganas de ensuciarme?
Y pasó de largo. No tardó en encontrar el manzano, el cual le gritó:
—¡Sacúdeme, sacúdeme! Todas las manzanas estamos ya maduras.
Replicóle ella:
—¡Me guardaré muy bien! ¿Y si me cayese una en la cabeza?
Y siguió adelante. Al llegar frente a la casa de Madre Nieve no se asustó de sus dientes, porque ya tenía noticia de ellos, y se quedó a su servicio.
El primer día se dominó y trabajó con aplicación, obedeciendo puntualmente a su ama, pues pensaba en el oro que iba a regalarle. Pero al segundo día empezó ya a haraganear; el tercero se hizo la remolona al levantarse por la mañana y, así, cada día peor. Tampoco hacía la cama según las indicaciones de Madre Nieve, ni la sacudía de manera que volasen las plumas.
Al fin, la señora se cansó y la despidió, con gran satisfacción de la holgazana pues creía llegada la hora de la lluvia de oro.
Madre Nieve la condujo también al portal pero en vez de oro vertieron sobre ella un gran caldero de pez.
—Esto es el pago de tus servicios —le dijo su ama cerrando el portal.
Y así se presentó la perezosa en su casa, con todo el cuerpo cubierto de pez, y el gallo del pozo, al verla, se puso a gritar:
«¡Quiquiriquí,
nuestra sucia doncella vuelve a estar aquí!»
La pez le quedó adherida, y en todo el resto de su vida no se la pudo quitar del cuerpo.