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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Todos los cuentos de los hermanos Grimm (41 page)

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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Al verlo el Rey ordenó, enfurecido, que lo arrojasen en el calabozo más profundo. Luego siguió diciendo el cazador:

—Padre mío, ¿queréis ver también a la doncella que ha cuidado de mí, y a la que ordenaron me quitase la vida bajo pena de la suya, a pesar de lo cual no lo hizo?

—¡Oh sí, con mucho gusto! —respondió el Rey.

—Padre y Señor mío, os la mostraré en figura de una bella flor —dijo el príncipe.

Y, sacándose del bolsillo el clavel, lo puso sobre la mesa real; y era hermoso como jamás el Rey viera otro semejante.

Prosiguió el hijo:

—Ahora os la voy a presentar en su verdadera figura humana.

Y deseó que se transformase en doncella, y el cambio se produjo en el acto, apareciendo ante los presentes una joven tan bella como ningún pintor habría sabido pintar.

El Rey envió a la torre a dos camareras y dos criados a buscar a la Señora Reina, con orden de acompañarla a la mesa real.

Al llegar a ella, negóse a comer y dijo:

—Dios misericordioso y compasivo, que me sostuvo en la torre, me llamará muy pronto.

Vivió aún tres días, y murió como una santa. Y al ser sepultada, la siguieron las dos palomas blancas que la habían alimentado durante su cautiverio y que eran ángeles del cielo, y se posaron sobre su tumba.

El anciano rey mandó que el cocinero fuese descuartizado; pero la pesadumbre se había apoderado de su corazón, y no tardó tampoco en morir. Su hijo se casó con la hermosa doncella que se había llevado en figura de flor, y Dios sabe si todavía viven.

La pícara cocinera

E
RASE una cocinera llamada Margarita que calzaba zapatos de tacón colorado; y cuando salía con ellos se contoneaba muy satisfecha y presumida, y pensaba: «¡Eres una guapa moza!».

Y cuando llegaba a casa, de puro contenta, se bebía un trago de vino, y como el vino le abría el apetito, empezaba a probar los guisados que tenía en el fuego hasta quedarse harta, al tiempo que decía: «La cocinera ha de vigilar cómo sabe el guisado».

Un día le dijo su señor:

—Margarita, esta noche vendrá un invitado; prepáreme un par de pollas que estén bien asadas.

—¡Descuide el señor! —respondió Margarita.

Degolló las dos pollas, las escaldó, las desplumó, las ensartó en el asador y, al anochecer, las puso al fuego para que se asaran.

Las pollas comenzaron a dorarse y el huésped no comparecía, por lo que dijo Margarita a su amo:

—Si no viene el invitado tendré que sacar las pollas del fuego, y será lástima no poder comerlas pronto pues ahora es cuando están más jugosas y en su punto.

—Me llegaré yo a buscar al invitado —respondió el dueño.

No bien hubo vuelto el amo la espalda, Margarita puso de lado el asador con las pollas, diciéndose: «El estar junto al fuego hace sudar y da sed. ¡Sabe Dios cuándo volverán! Mientras tanto, bajaré a la bodega a echar un traguito».

Bajó muy ligera, llenóse un jarro y diciendo: «Que Dios te lo bendiga, Margarita», se echó al coleto un buen trago. «Eso del vino se pega —añadió—, y no es bueno cortarlo», y volvió a empinar el codo.

Volvió luego a la cocina, puso otra vez las pollas al fuego, bien untadas con mantequilla, y empezó a dar vueltas alegremente al asador. El asado desprendía un tufillo de lo más delicioso, y pensó Margarita: «Tengo que probarlo, no fuera caso que le faltara algo», y les pasó un dedo y se lo chupó. «¡Caramba —exclamó—, y qué buenas son las pollas! Es un pecado y una vergüenza no comérselas cuando están a punto».

Corrió a la ventana para ver si llegaban el dueño y su invitado; y como no venía nadie, se volvió a sus pollas y pensó: «Esta ala se quemará; mejor es que me la coma». Cortóla pues, se la zampó, ¡y lo bien que le supo!

Una vez terminada, se dijo: «Hay que quitar también la otra, para que el señor no note que falta algo». Zampado que se hubo las dos alas, volvió a la ventana; pero el amo no aparecía por ninguna parte. «¡Quién sabe! —se le ocurrió—; a lo mejor no vienen; se habrán metido en alguna parte», y al cabo de un ratito: «Vamos, Margarita, anímate; una está ya empezada; otro traguito y te la comes entera; verás qué tranquila te quedas. ¿Por qué desperdiciar este don que te hace Dios?».

Bajó, pues, a la bodega, echó un buen trago y se comió la polla en buena paz y alegría.

Desaparecida ya la primera, y como quiera que aún no comparecía el señor, mirándose la otra pensó Margarita: «Donde está la una debe estar la otra, pues forman pareja; hay que medir a todos con el mismo rasero. Creo que otro traguito no me haría ningún daño». Y otra vez alzó el codo, e hizo seguir a la segunda polla el camino de la primera. Y he aquí que, hallándose en plenas delicias, llega el señor y le grita:

—Date prisa, Margarita, que en seguida estará aquí el invitado.

—Sí, señor, voy a servir inmediatamente —respondió Margarita.

Mientras tanto, el dueño fue a comprobar si la mesa estaba bien puesta, y cogiendo el gran cuchillo con el que pensaba cortar las pollas, lo afiló en el borde de un plato.

En esto llegó el invitado y llamó modosa y delicadamente a la puerta. Margarita corrió a abrir y ver quién era, y al encontrarse con el invitado poniéndose el dedo en los labios le dijo:

—¡Chiss, chiss! Volveos de prisa, pues si mi señor os atrapa lo pasaréis mal. Os ha invitado a cenar, pero su verdadera intención es cortaros las dos orejas. Escuchad, sino, como está afilando el cuchillo.

Oyó el forastero el ruido y echó a correr escaleras abajo. Margarita no se durmió, sino que corriendo al comedor, exclamó:

—¡Valiente personaje habéis invitado!

—¿Por qué, Margarita? ¿Qué quieres decir?

—Pues —respondió ella— que estaba yo trayendo las dos pollas y me las ha quitado de la fuente y ha escapado con ellas.

—¡Vaya modales! —dijo el dueño, sintiendo en el alma la pérdida de las pollas—. Si al menos nos hubiese dejado una, os habría quedado algo de cena.

Y salió a la calle, gritándole que volviese; pero el otro se hizo el sordo. Echó entonces a correr tras él, cuchillo en mano gritándole:

—¡Sólo una, sólo una!

Para que, al menos, no se llevase toda la cena. Pero el invitado, entendiendo que quería decir que se conformaría con una sola oreja, apresuró la carrera con todo el vigor de sus piernas, deseoso de salvar las dos.

El abuelo y el nieto

E
RASE un hombre muy viejo; sus ojos se habían enturbiado, estaba sordo y le temblaban las rodillas. Cuando se sentaba a la mesa, como apenas podía sostener la cuchara, derramaba la sopa sobre el mantel y se le caía por la barba.

A su hijo y a la mujer de éste les repugnaba verlo, y acabaron haciendo sentar al abuelo en un rincón detrás de la estufa, donde tomaba su mísera comida en una escudilla de barro. El pobre viejo miraba tristemente la mesa, y los ojos se le humedecían.

Un día, sus manos temblorosas, incapaces de sostener la escudilla, la dejaron caer al suelo y se rompió. Riñóle la nuera, pero él se limitó a suspirar, sin contestar una palabra. Entonces la mujer le compró, por unos céntimos, una escudilla de madera, y desde entonces se sirvió la comida en ella.

Estando una vez sentados a la mesa, observaron que el nietecito, que era un niño de cuatro años, se entretenía reuniendo y acoplando trocitos de madera.

—¿Qué haces? —le preguntó el padre.

—Hago un cuenco de madera —respondió el pequeño— para dar de comer a papá y a mamá cuando yo sea mayor.

Marido y mujer se miraron un momento sin decir nada y, echándose a llorar, restituyeron al abuelo en su puesto a la mesa. Y en lo sucesivo lo hicieron siempre comer con ellos, sin refunfuñar cuando vertía algo del plato.

La ondina

U
N hermanito jugaba con su hermanita al borde de un manantial, y he aquí que jugando se cayeron los dos adentro.

En el fondo vivía una ondina, que les dijo:

—¡Ya os he cogido! Ahora vais a trabajar para mí, y de firme.

A la niña diole a hilar un lino sucio y enredado, y luego la obligó a echar agua en un barril sin fondo; el niño hubo de cortar un árbol con un hacha mellada. Y para comer no les daba más que unas albóndigas, duras como una piedra.

Finalmente, los niños perdieron la paciencia y, esperando un domingo a que la bruja estuviese en la iglesia, huyeron.

Terminada la función, al darse cuenta la ondina de que sus pájaros habían volado, salió en su persecución a grandes saltos.

Viéronla los niños desde lejos, y la hermanita soltó detrás de sí un cepillo que se convirtió en una montaña erizada de miles y miles de púas, sobre las cuales hubo de trepar la ondina con grandes trabajos; pero al final pudo pasarla.

Entonces el muchachito dejó caer un peine, que se convirtió en una enorme sierra con innumerables picachos; pero también se las compuso la ondina para cruzarla.

Como último recurso, la niña arrojó hacia atrás un espejo, el cual produjo una montaña llana, tan lisa y bruñida, que su perseguidora no pudo ya pasar por ella.

Pensó entonces: «Volveré a casa corriendo, y cogeré un hacha para romper el cristal». Pero a tiempo que iba y volvía y se entretenía partiendo el cristal a hachazos, los niños habían tomado una enorme delantera, y la ondina no tuvo más remedio que volverse, pasito a paso, a su manantial.

Hermano alegre

H
UBO una vez una gran guerra, terminada la cual, fueron licenciados muchos soldados. Entre ellos estaba el Hermano Alegre que, con su licencia, no recibió más ayuda de costa que un panecillo de munición y cuatro reales. Y con todo esto se marchó.

Pero San Pedro se había apostado en el camino disfrazado de mendigo y, al pasar Hermano Alegre, le pidió limosna. Respondióle éste:

—¿Qué puedo darte, buen mendigo? Fui soldado, me licenciaron y no tengo sino un pan de munición y cuatro reales en dinero. Cuando lo haya terminado, tendré que mendigar como tú. Algo voy a darte de todos modos.

Partió el pan en cuatro pedazos y dio al mendigo uno y un real. Agradecióselo San Pedro y volvió a situarse más lejos, tomando la figura de otro mendigo; cuando pasó el soldado, pidióle nuevamente limosna. Hermano Alegre repitió lo que la vez anterior, y le dio otra cuarta parte del pan y otra moneda de un real. San Pedro le dio las gracias y, adoptando de nuevo figura de mendigo, lo aguardó más adelante para solicitar otra vez su limosna. Hermano Alegre le dio la tercera porción del pan y el tercer real. San Pedro le dio las gracias, y el hombre continuó su ruta sin más que la última cuarta parte del pan y la última moneda.

Entrando con ello en un mesón, se comió el pan y se gastó el real en cerveza. Luego reemprendió la marcha.

Salióle entonces al encuentro San Pedro, en forma de soldado licenciado, y le dijo:

—Buenos días, compañero, ¿no podrías darme un trocito de pan y un cuarto para echar un trago?

—¿De dónde quieres que lo saque? —le replicó Hermano Alegre—. Me han licenciado sin darme otra cosa que un pan de munición y cuatro reales en dinero. Me topé en la carretera con tres pobres; a cada uno le di la cuarta parte del pan y una moneda. La última cuarta parte me la he comido en el mesón, y con el último real he comprado cerveza. Ahora soy pobre como una rata y, puesto que tú tampoco tienes nada, podríamos ir a mendigar juntos.

—No —respondió San Pedro—, no será necesario. Yo entiendo algo de Medicina y espero ganarme lo suficiente para vivir.

—Así, me tocará mendigar solo —respondió Hermano Alegre—, pues yo no entiendo pizca en este arte.

—Vente conmigo —le dijo San Pedro—, nos partiremos lo que yo gane.

—Por mí, de perlas —exclamó Hermano Alegre; y emprendieron juntos el camino.

No tardaron en llegar a una casa de campo, de cuyo interior salían agudos gritos y lamentaciones. Al entrar se encontraron con que el marido se hallaba a punto de morir, por lo que la mujer lloraba a voz en grito.

—Basta de llorar y gritar —le dijo San Pedro—, yo curaré a vuestro marido.

Y sacándose una pomada del bolsillo, en un santiamén hubo curado al hombre, el cual se levantó completamente sano.

El hombre y la mujer, fuera de sí de alegría, le dijeron:

—¿Cómo podremos pagaros? ¿Qué podríamos daros?

Pero San Pedro se negó a aceptar nada, y cuanto más insistían los labriegos, tanto más se resistía él.

Hermano Alegre, dando un codazo a San Pedro, le susurró:

—¡Acepta algo hombre, bien lo necesitamos!

Por fin, la campesina trajo un cordero y dijo a San Pedro que debía aceptarlo; pero él no lo quería.

Hermano Alegre, dándole otro codazo, insistió a su vez:

—¡Tómalo zoquete, bien sabes que lo necesitamos!

Al cabo, respondió San Pedro:

—Bueno, me quedaré con el cordero; pero no quiero llevarlo; si tú quieres, carga con él.

—¡Si sólo es eso! —exclamó el otro—. ¡Claro que lo llevaré!

Y se lo echó a cuestas.

Siguieron caminando hasta llegar a un bosque; el cordero le pesaba a Hermano Alegre, y además tenía hambre, por lo que dijo a San Pedro:

—Mira, éste es un buen lugar; podríamos degollar el cordero, asarlo y comérnoslo.

—No tengo inconveniente —respondió su compañero—; pero como yo no entiendo nada de cocina, lo habrás de hacer tú, ahí tienes un caldero; yo, mientras tanto, daré unas vueltas por aquí hasta que esté asado. Pero no empieces a comer hasta que venga yo. Volveré a tiempo.

—Márchate tranquilo —respondió el soldado—. Yo entiendo de cocina y sabré arreglarme.

Marchóse San Pedro y Hermano Alegre sacrificó el cordero, encendió fuego, echó la carne en el caldero y la puso a cocer.

El guiso estaba ya a punto, y San Pedro no volvía; entonces Hermano Alegre lo sacó del caldero lo cortó en pedazos y encontró el corazón; «Esto debe ser lo mejor», se dijo; probó un pedacito y, a continuación, se lo comió entero.

Llegó, al fin, San Pedro y le dijo:

—Puedes comerte todo el cordero; déjame sólo el corazón.

Hermano Alegre cogió cuchillo y tenedor y se puso a hurgar entre la carne, como si buscara el corazón y no lo hallara hasta que, al fin, dijo:

—Pues no está.

—¡Cómo! —replicó su compañero—. ¿Pues dónde quieres que esté?

—No sé —respondió Hermano Alegre—. Pero, ¡seremos tontos los dos! ¡Estamos buscando el corazón del cordero, y a ninguno se le ha ocurrido que los corderos no tienen corazón!

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