Read Todos los cuentos de los hermanos Grimm Online
Authors: Jacob & Wilhelm Grimm
Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil
No valieron súplicas; fue llamado el cura, y la doncella hubo de contraer matrimonio, quieras que no, con el organillero.
Terminada la ceremonia, dijo el Rey:
—No es propio que, siendo la mujer de un mendigo, sigas viviendo en mi palacio. Vete, pues, con tu marido.
Marcháronse los recién casados, llevándola el mendigo de la mano y caminando los dos a pie.
Al pasar frente a un bosque, preguntó ella:
«—¿De quién es este bosque tan hermoso?
—Del rey «Pico de tordo», que quiso ser tu esposo.
Si lo hubieses querido, ahora tuyo sería.
—¡Ay, desdichada de mí!
¿Por qué a «Pico de tordo» no le dije que sí?»
Pasaron luego por un prado, y ella volvió a preguntar:
«—¿De quién es este grande y verde prado?
—Del rey «Pico de tordo», a quien has despreciado.
Si lo hubieses querido, ahora tuyo sería.
—¡Ay, desdichada de mí!
¿Por qué a «Pico de tordo» no le dije que sí?»
Y al llegar a una gran ciudad, preguntó ella de nuevo:
«—¿De quién es esta ciudad tan bella y populosa?
—Del rey «Pico de tordo», que te pidió por esposa.
Si lo hubieses querido, ahora tuya sería.
—¡Ay, desdichada de mí!
¿Por qué a «Pico de tordo» no le dije que sí?»
—¡Basta! —dijo en esto el mendigo—. No me gusta que estés siempre deseando a otro hombre. ¿No soy yo bastante para ti?
Al fin, llegaron a una casa pequeñísima. Y ella preguntó:
«¡Santo Dios, vaya casita extraña!
¿De quién puede ser esta cabaña?»
Respondió el músico:
—Es mi casa y la tuya, donde viviremos.
La princesa hubo de inclinarse para franquear la puerta, tan baja era.
—¿Dónde están los criados? —preguntó ella.
—¿Criados? —replicóle el mendigo—. Tendrás que hacer tú lo que quisieras que te hiciesen. Enciende fuego en seguida, pon agua a calentar y prepara la comida. Yo estoy cansado.
Pero la hija del Rey no entendía de cocina, ni sabía cómo encender fuego, y el mendigo no tuvo más remedio que intervenir para que las cosas saliesen medio bien.
Después de su parca comida fuéronse a dormir y, por la mañana, él la obligó a levantarse muy temprano, pues debía atender a los quehaceres de la casa.
Así vivieron unos días, consumiendo todas sus provisiones y, entonces, dijo el hombre:
—Mujer, gastar y no ganar nada, no puede ser. Tendrás que trenzar cestas.
Salió el hombre a cortar mimbres y los trajo a casa. La joven empezó a trenzarlos, pero eran duros y le lastimaban las delicadas manos.
—Bien veo que no sirves para esto —dijo el marido—. Mejor será que hiles, tal vez lo hagas mejor.
Instalóse ella y se esforzó en hilar; pero la recia hebra no tardó en herirle los dedos, haciendo brotar la sangre.
—Ya lo ves —díjole el hombre—. No sirves para ningún trabajo. ¡Mal negocio he hecho contigo! Probaremos a montar un comercio de alfarería. Irás al mercado a vender ollas y pucheros.
—¡Dios mío! —pensó ella—. Si aciertan a pasar por el mercado gentes del reino de mi padre y me ven allí sentada vendiendo cacharros, ¡cómo se burlarán de mí!
Pero no hubo más remedio; o resignarse, o morirse de hambre.
La primera vez, la cosa fue bastante bien, pues la hermosura de la joven atraía a la gente que pagaba lo que ella pedía, e incluso algunos le dieron el dinero sin llevarse la mercancía.
El matrimonio vivió un tiempo de lo ganado y, al terminarse el dinero, el hombre se procuró otra partida de ollas y cazuelas. Situóse la princesa en un ángulo de la plaza y expuso los objetos a su alrededor.
De pronto acercóse a caballo un húsar borracho; iba al trote y, metiéndose en medio de los cacharros, en un momento los redujo todos a pedazos.
Echóse la joven a llorar y, angustiada, no sabía que hacer.
—¡Ay, qué será de mí! —exclamó—. ¡Qué va a decir mi marido!
Corrió a su casa y le explicó el percance.
—¿A quién se le ocurre ponerse en el ángulo de la plaza con vasijas de barro? —increpóla el marido—. Bueno, déjate de llorar, bien veo que no sirves para ningún trabajo serio. He estado en el palacio de nuestro rey a preguntar si necesitaban una asistenta de cocina, y me han prometido ocuparte. Así te ganarás la comida.
Y ahí tenemos a la princesa convertida en asistenta de cocina, ayudando al cocinero y encargándose de los trabajos más rudos.
Se metió unos pucheritos en los bolsillos, y en ellos guardaba lo que le daban de las sobras; lo llevaba a su casa y de aquello comían los dos.
Ocurrió que debía celebrarse la boda del hijo mayor del Rey y la pobre mujer, deseosa de presenciar la fiesta, se colocó en la puerta de la sala.
Cuando ya encendidas las luces empezaron a entrar los invitados —si uno bellamente ataviado, el otro más— ella, al ver tanta pompa y magnificencia, acordóse con amargura de su suerte, y maldijo su orgullo y soberbia culpables de su humillación y miseria.
De los manjares tan apetitosos que eran traídos y llevados por los camareros, y cuyos aromas llegaban hasta ella, los criados le arrojaban de vez en cuando unos bocados que la mujer guardaba en sus pucheritos para llevarlos a casa.
Entró el príncipe, vestido de terciopelo y seda con cadenas de oro alrededor del cuello y, al ver a aquella hermosa mujer de pie junto a la puerta, tomóla de la mano para bailar con ella.
Pero la princesa se resistió, asustada, pues reconoció en el doncel al rey «Pico de tordo», su ex-pretendiente al que rechazara y ofendiera con sus burlas.
De nada le sirvió su resistencia, pues él la obligó a entrar en la sala. Rompiósele la cinta con que ataba sus pucheros, y éstos cayeron al suelo desparramándose la sopa y demás viandas.
Todos los presentes prorrumpieron en carcajadas y burlas, quedando ella avergonzada y deseando que la tierra se abriese bajo sus pies.
Corrió a la puerta para huir pero, en la escalera, un hombre la alcanzó y la obligó a retroceder.
Al mirarlo ella, encontróse de nuevo con el rey «Pico de tordo», el cual le dijo afectuosamente:
—Nada temas; yo y el músico con quien has estado viviendo en la cabaña somos el mismo hombre. Por tu amor me disfracé así, y el húsar que te rompió la mercancía fui también yo. Todo lo hice para humillar tu orgullo y castigarte por tu soberbia, que te incitó a burlarte de mí.
La princesa, llorando amargamente, dijo:
—Fui muy injusta y no merezco ser tu esposa.
Pero él le replicó:
—Tranquilízate. Todo pasó, y ahora celebraremos nuestra boda.
Y las camareras entraron y le pusieron preciosos vestidos; vino su padre y toda la Corte acudió a felicitarla por su casamiento con el rey «Pico de tordo», y entonces sí que todo fueron fiestas y alegría. ¡Ojalá hubiésemos estado tú y yo!
A
un perro de pastor le había tocado en suerte un mal amo, que le hacía pasar hambre. No queriendo aguantarlo por más tiempo, el animal se marchó triste y pesaroso.
Encontróse en la calle con un gorrión, el cual le preguntó:
—Hermano perro, ¿por qué estás tan triste?
Y respondióle el perro:
—Tengo hambre y nada que comer.
Aconsejóle el pájaro:
—Hermano, vente conmigo a la ciudad; yo haré que te hartes.
Encamináronse juntos a la ciudad y, al llegar frente a una carnicería, dijo el gorrión al perro:
—No te muevas de aquí; a picotazos te haré caer un pedazo de carne.
Y, situándose sobre el mostrador y vigilando que nadie lo viera, se puso a picotear y a tirar de un trozo que se hallaba al borde, hasta que lo hizo caer al suelo.
Cogiólo el perro, llevóselo a una esquina y se lo zampó. Entonces le dijo el gorrión:
—Vamos ahora a otra tienda; te haré caer otro pedazo para que te hartes.
Una vez el perro se hubo comido el segundo trozo, preguntóle el pájaro:
—Hermano perro, ¿estás ya harto?
—De carne, sí —respondió el perro—, pero me falta un poco de pan.
Dijo el gorrión:
—Ven conmigo, lo tendrás también.
Y, llevándolo a una panadería, a picotazos hizo caer unos panecillos; y como el perro quisiera todavía más, condújolo a otra panadería y le proporcionó otra ración.
Cuando el perro se la hubo comido, preguntóle el gorrión:
—Hermano perro, ¿estás ahora harto?
—Sí —respondió su compañero—. Vamos ahora a dar una vuelta por las afueras.
Salieron los dos a la carretera; pero como el tiempo era caluroso, al cabo de poco trecho dijo el perro:
—Estoy cansado, y de buena gana echaría una siestecita.
—Duerme, pues —asintió el gorrión—, mientras tanto, yo me posaré en una rama.
Y el perro se tendió en la carretera y pronto se quedó dormido.
En éstas, acercóse un carro tirado por tres caballos y cargado con tres cubas de vino.
Viendo el pájaro que el carretero no llevaba intención de apartarse para no atropellar al perro, gritóle:
—¡Carretero, no lo hagas o te arruino!
Pero el hombre refunfuñó entre dientes:
—No serás tú quien me arruine.
Restalló el látigo y las ruedas del vehículo pasaron por encima del perro, matándolo.
Gritó entonces el gorrión:
—Has matado a mi hermano el perro, pero te costará el carro y los caballos.
—¡Bah, el carro y los caballos! —se mofó el conductor—. ¡Me río del daño que tú puedes causarme!
Y prosiguió su camino.
El gorrión se deslizó debajo de la lona y se puso a picotear una espita hasta que hizo soltar el tapón, por lo que empezó a salirse el vino sin que el carretero lo notase y se vació todo el barril.
Al cabo de un buen rato, volvióse el hombre y, al ver que goteaba vino, bajó a examinar los barriles encontrando que uno de ellos estaba vacío.
—¡Pobre de mí! —exclamó.
—Aún no lo eres bastante —dijo el gorrión y, volando a la cabeza de uno de los caballos, de un picotazo le sacó un ojo.
Al darse cuenta el carretero, empuñó un azadón y lo descargó contra el pájaro con ánimo de matarlo; pero el avecilla escapó, y el caballo recibió en la cabeza un golpe tan fuerte que cayó muerto.
—¡Ay, pobre de mí! —repitió el hombre.
—¡Aún no lo eres bastante! —gritóle el gorrión.
Y cuando el carretero reemprendió su ruta con los dos caballos restantes, volvió el pájaro a meterse por debajo de la lona y no paró hasta haber sacado el segundo tapón, vaciándose a su vez el segundo barril.
Diose cuenta el carretero demasiado tarde, y volvió a exclamar:
—¡Ay, pobre de mí!
A lo que replicó su enemigo:
—¡Aún no lo eres bastante!
Y, posándose en la cabeza del segundo caballo, saltóle igualmente los ojos. Otra vez acudió el hombre con su azadón, y otra vez hirió de muerte al caballo, mientras el pájaro escapaba volando.
—¡Ay, pobre de mí!
—Aún no lo eres bastante —repitió el gorrión, al tiempo que sacaba los ojos al tercer caballo.
Enfurecido, el carretero asestó un nuevo azadonazo contra el pájaro y, errando otra vez la puntería, mató al tercer animal.
—¡Ay, pobre de mí! —exclamó.
—¡Aún no lo eres bastante! —repitió una vez más el gorrión—. Ahora voy a arruinar tu casa.
Y se alejó volando.
El carretero no tuvo más remedio que dejar el carro en el camino y marcharse a su casa, furioso y desesperado:
—¡Ay! —dijo a su mujer—, ¡qué día más desgraciado he tenido! He perdido el vino, y los tres caballos están muertos.
—¡Ay, marido mío! —respondióle su mujer—. ¡Qué diablo de pájaro es éste que se ha metido en casa! Ha traído a todos los pájaros del mundo, y ahora se están comiendo nuestro trigo.
Subió el hombre al granero y encontró millares de pájaros en el suelo acabando de devorar todo el grano y, en medio de ellos, estaba el gorrión.
Y volvió a exclamar el hombre:
—¡Ay, pobre de mí!
—Aún no lo eres bastante —repitió el pájaro—. Carretero, aún pagarás con la vida.
Y echó a volar.
El carretero, perdidos todos sus bienes, bajó a la sala y sentóse junto a la estufa mohíno y colérico. Pero el gorrión le gritó desde la ventana:
—¡Carretero, pagarás con la vida!
Cogiendo el hombre el azadón, arrojólo contra el pájaro, mas sólo consiguió romper los cristales sin tocar a su perseguidor.
Éste saltó al interior de la estancia y, posándose sobre el horno, repitió:
—¡Carretero, pagarás con la vida!
Loco y ciego de rabia, el carretero arremetió contra todas las cosas, queriendo matar al pájaro, y así destruyó el horno y todos los enseres domésticos: espejos, bancos, la mesa e incluso las paredes de la casa, sin conseguir su objetivo.
Por fin logró cogerlo con la mano, y entonces dijo la mujer:
—¿Quieres que lo mate de un golpe?
—¡No! —gritó él—. Sería una muerte demasiado dulce. Ha de sufrir mucho más. ¡Me lo voy a tragar!
Y se lo tragó de un bocado. Pero el animal empezó a agitarse y aletear dentro de su cuerpo, y se le subió de nuevo a la boca; y, asomando la cabeza:
—¡Carretero, pagarás con la vida! —le repitió por última vez.
Entonces el carretero, tendiendo el azadón a su mujer, le dijo:
—¡Dale al pájaro en la boca!
La mujer descargó el golpe pero, errando la puntería, partió la cabeza a su marido, el cual se desplomó muerto mientras el gorrión escapaba volando.
H
ABÍA una vez un hombre llamado Federico y una mujer llamada Catalinita, que acababan de contraer matrimonio y empezaban su vida de casados.
Un día dijo el marido:
—Catalinita, me voy al campo; cuando vuelva, me tendrás en la mesa un poco de asado para calmar el hambre, y un trago fresco para apagar la sed.
—Márchate tranquilo, que cuidaré de todo.
Al acercarse la hora de comer, descolgó la mujer una salchicha de la chimenea, la echó en una sartén, la cubrió de mantequilla y la puso al fuego. La salchicha comenzó a dorarse y hacer ¡chup, chup!, mientras Catalina, sosteniendo el mango de la sartén, dejaba volar sus pensamientos.
De pronto se le ocurrió: «Mientras se acaba de dorar la salchicha, bajaré a la bodega a preparar la bebida». Dejando, pues, afianzada la sartén, cogió una jarra, bajó a la bodega y abrió la espita de la cerveza; y mientras ésta fluía a la jarra, ella lo miraba.