Read Todos los cuentos de los hermanos Grimm Online
Authors: Jacob & Wilhelm Grimm
Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil
Asustáronse todos; el Rey se llevó a palacio al pájaro, al pescador y a los tres hijos, y mandó abrir la prisión y libertar su esposa, la cual se hallaba enferma y en miserable estado. Pero su hija le dio a beber agua de la fuente y, en el acto, quedo fresca y sana.
Las dos malvadas hermanas fueron condenadas morir en la hoguera, y la hija se casó con el príncipe.
U
N hombre tenía siete hijos, todos varones, y ninguna hija a pesar de lo mucho que la deseaba.
Al fin, su mujer volvió darle buenas esperanzas y, efectivamente, al llegar la hora dio a luz una niña.
La alegría de los padres fue grande; pero la criatura era enclenque y pequeñita, por lo que viéndola tan débil, sus padres decidieron bautizarla en seguida por miedo de que se les muriera.
El padre envió a uno de los hijos a la fuente a buscar agua para el bautismo; los otros seis quisieron acompañarlo y, rivalizando todos en ser el primero en llenar de agua el jarro, éste cayó al fondo del manantial.
Helos allí, sin saber qué hacer y no atreviéndose a volver a casa. Ante su tardanza, el padre se impacientó y dijo:
—De seguro que esos diablos estarán jugando sin acordarse del agua.
Y, cada vez más angustiado, temiendo que la niña muriese sin bautismo, en un arrebato de cólera gritó:
—¡Ojalá se volviesen cuervos!
Apenas habían salido estas palabras de sus labios cuando oyó un zumbido en el aire y, al levantar la mirada, vio que siete cuervos negros como la noche revoloteaban en el cielo.
Los padres no pudieron ya reparar los efectos de la maldición y quedaron apenadísimos por la pérdida de sus siete hijos. Algo los consolaba, sin embargo: la compañía de su hijita la cual, vencido el peligro, fue adquiriendo fuerzas y haciéndose cada día más hermosa.
Durante muchos años no supo que había tenido hermanos, pues los padres se guardaron bien de mencionarlos. Hasta que un día oyó por azar cómo unas personas decían de ella que era muy bonita, realmente, pero que tenía la culpa de la desgracia de sus siete hermanos.
Profundamente afligida, la niña fue a preguntar a sus padres si había tenido hermanos y qué había sido de ellos. Los padres no pudieron ya seguir guardando el secreto, pero le aseguraron que todo había sido un designio del cielo, y su nacimiento no había sido sino la ocasión de que se cumpliera el destino.
Sin embargo, la muchachita, desde aquel día se creyó culpable y consideró que era un deber redimir a sus hermanos. Y ya no tuvo un momento de reposo ni tranquilidad hasta que un buen día, sin decir nada a nadie, se lanzó al mundo en busca de sus hermanos dispuesta a libertarlos, costase lo que costase.
Sólo se llevó una sortija de sus padres como recuerdo, una hogaza de pan para matar el hambre, un jarrito de agua para apagar la sed y una sillita para sentarse cuando se cansara.
Y anduvo, anduvo lejos, muy lejos, hasta el fin del mundo, y llegó al Sol; pero era terrible y ardoroso, y se comía a los niños pequeños.
Echó a correr y llegó a la Luna, que era terriblemente fría y, además, cruel y malvada; y cuando descubrió a la niña, dijo:
—¡Huele a carne humana!
Escapó ella a toda prisa y se fue a las estrellas las cuales, muy cariñosas, la acogieron amablemente, sentada cada una en su sillita.
El lucero del alba se levantó y, dándole una patita de pollo, le dijo:
—Sin esto no podrías abrir la montaña de cristal, y en la montaña de cristal están tus hermanos.
Cogió la niña la patita, envolviéndola en un pañuelo y reemprendió su camino, andando, andando, hasta que llegó a la montaña de cristal.
Como la puerta estaba cerrada, se dispuso a sacar la patita; pero, al desenvolver el pañuelo, lo encontró vacío. ¡Había perdido el regalo de la estrella! ¿Qué hacer ahora? Quería salvar a sus hermanos, pero no tenía la llave que abría la puerta de la montaña de cristal.
Entonces la buena hermanita, cogiendo una navaja, se cortó el dedo meñique e, introduciéndolo en la cerradura, en seguida se le abrió la puerta.
Una vez dentro, presentósele un enanillo que le preguntó:
—Hija mía, ¿qué vienes a buscar aquí?
—Busco a mis hermanitos, los siete cuervos —respondió ella.
Dijo el enano:
—Los señores cuervos no están en casa; pero si quieres aguardar a que regresen, entra.
Sirvió entonces el enanito la comida de los cuervos, en siete platitos y otras tantas copitas, y de cada platito comió la hermanita un pequeño bocado, y de cada copita bebió un sorbo, y en la última dejó caer la sortija que se había llevado de su casa.
De pronto percibió en el aire un rumor y un aleteo, y el enanito le dijo:
—Ahora llegan los señores cuervos.
Y, efectivamente, entraron hambrientos y sedientos, buscando sus respectivos platitos y vasitos. Y exclamaron uno tras otro:
—¿Quién ha comido de mi platito? ¿Quién ha bebido de mi copita? Ha sido una boca humana.
Y cuando el séptimo llegó al fondo de su copa, apareció la sortija. Mirándola, reconocióla como la de sus padres y dijo:
—¡Ojalá fuese nuestra hermanita la que ha venido, pues quedaríamos desencantados!
Cuando la niña que escuchaba detrás de la puerta oyó este deseo, entró en la sala y al momento todos recuperaron su figura humana. Y después de abrazarse y besarse unos a otros regresaron muy felices a su casa.
U
N guardabosque salió un día de caza y, hallándose en el espesor de la selva, oyó de pronto unos gritos como de niño pequeño.
Dirigiéndose hacia la parte de la que venían las voces, llegó al pie de un alto árbol en cuya copa se veía una criatura de poca edad. Su madre se había quedado dormida, sentada en el suelo con el pequeño en brazos, y un ave de rapiña, al descubrir el bebé en su regazo, había bajado volando y, cogiendo al niño con el pico, lo había depositado en la copa del árbol.
Trepó a ella el guardabosque y, recogiendo a la criatura, pensó: «Me lo llevaré a casa y lo criaré junto con Lenita». Y, dicho y hecho, los dos niños crecieron juntos.
Al que había sido encontrado en el árbol, por haberlo llevado allí un ave, le pusieron por nombre Piñoncito. Él y Lenita se querían tanto, tantísimo, que en cuanto el uno no veía al otro se sentía triste.
Tenía el guardabosque una vieja cocinera la cual, un atardecer, cogió dos cubos y fue al pozo por agua; tantas veces repitió la operación, que Lenita intrigada hubo de preguntarle:
—¿Para qué traes tanta agua, viejecita?
—Si no se lo cuentas a nadie, te lo diré —respondióle la cocinera.
Aseguróle Lenita que no, que no se lo diría a nadie, y entonces le reveló la vieja su propósito:
—Mañana temprano, en cuanto el guardabosque se haya marchado de caza, herviré esta agua y, cuando ya esté hirviendo en el caldero, echaré en él a Piñoncito y lo coceré.
Por la mañana, de madrugada, levantóse el hombre y se fue al bosque, mientras los niños seguían aún en la cama. Entonces dijo Lenita a Piñoncito:
—Si tú no me abandonas, tampoco yo te abandonaré.
Respondióle Piñoncito:
—¡Jamás de los jamases!
Y díjole Lenita:
—Pues voy a descubrirte una cosa a ti solo. Anoche, al ver que la vieja traía tantos cubos de agua del pozo, le pregunté por qué lo hacía y me dijo que me lo diría si no se lo contaba a nadie. Yo se lo prometí, y entonces me dijo ella que esta mañana, cuando padre estuviese de caza, herviría el agua en el caldero, te echaría en él y te cocería. Así que levantémonos en seguida, vistámonos y nos escaparemos.
Levantáronse los dos niños, vistiéronse rápidamente y huyeron.
Cuando el agua hirvió en el caldero, la cocinera se dirigió a la habitación en busca de Piñoncito, con el propósito de echarlo a cocer; pero al acercarse a la cama se encontró con que los dos pequeños se habían marchado.
Entróle a la vieja un gran miedo, y pensó: «¿Qué diré cuando vuelva el guardabosque y vea que no están los niños? Hay que correr y traerlos de nuevo».
Envió a tres mozos, con el encargo de alcanzar a los niños y traerlos a casa. Los pequeños se habían sentado a la orilla del bosque y, al ver de lejos a los tres criados que se dirigían hacia ellos, dijo Lenita a Piñoncito:
—Si tú no me abandonas, tampoco yo te abandonaré.
—¡Jamás de los jamases! —respondió Piñoncito.
Y Lenita:
—Transfórmate en rosal, y yo seré una rosa.
Al llegar los tres criados al bosque no vieron más que un rosal con una sola rosa; pero de los niños, ni rastro. Dijéronse entonces:
—Aquí no hay nada.
Y regresando a la casa, dijeron a la cocinera que sólo habían visto un rosal con una rosa.
Riñólos la vieja:
—¡Bobalicones! Debisteis cortar el rosal y traer a casa la rosa. ¡Id a buscarla corriendo!
Y tuvieron que encaminarse nuevamente al bosque. Pero los niños los vieron venir de lejos y dijo Lenita:
—Piñoncito, si tú no me abandonas, tampoco yo te abandonaré.
Respondió Piñoncito:
—¡Jamás de los jamases!
Y Lenita:
—Transfórmate en una iglesia, y yo seré una corona dentro de ella.
Al llegar los mozos vieron la iglesia con la corona en su interior, por lo que se dijeron:
—¡Qué vamos a hacer aquí! Volvámonos a casa.
Ya en ella, preguntóles la cocinera si habían encontrado algo.
Ellos respondieron que no, aparte de una iglesia con una corona dentro.
—¡Zoquetes! —increpólos la vieja—. ¿Por qué no derribasteis la iglesia y trajisteis la corona?
Entonces se puso en camino la propia cocinera, acompañada de los tres criados, en busca de los niños. Pero éstos vieron acercarse a los tres hombres y, detrás de ellos, renqueando a la vieja, y dijo Lenita:
—Piñoncito, si tú no me abandonas, yo jamás te abandonaré.
Y dijo Piñoncito:
—¡Jamás de los jamases!
—Pues transfórmate en un estanque, y yo seré un pato que nada en él —dijo Lenita.
Llegó la cocinera y, al ver el estanque, se tendió en la orilla para sorberlo. Pero el pato acudió nadando a toda prisa y, cogiéndola por la cabeza con el pico, se la hundió en el agua, y de este modo se ahogó la bruja.
Los niños regresaron a casa, alegres y contentos; y si no han muerto, todavía deben de estar vivos.
T
ENÍA un rey una hija que era hermosa por encima de toda ponderación; pero tan orgullosa y soberbia, que no encontraba ningún pretendiente de su gusto. Uno tras otro, los rechazaba a todos y, encima, se burlaba de ellos.
Un día, el Rey dispuso una gran fiesta e invitó a todos los mozos casaderos de varias leguas a la redonda. Fueron colocados en fila, por orden de rango: en primer lugar, los reyes; después, los duques, los príncipes, los condes y barones y, finalmente, los caballeros.
Pasóles revista la princesa, pero a cada uno tuvo algo que objetar. Éste era demasiado gordo: «Vaya tonel», exclamaba. El segundo, demasiado larguirucho: «Flaco y largo no tiene garbo». El tercero, demasiado bajo: «Gordo y bajo, un estropajo». El cuarto, demasiado pálido: «¡Parece la muerte!». El quinto, demasiado rojo: «¡Vaya gallo!». El sexto no era bastante derecho: «Leña verde, secada detrás de la estufa». Y, así sucesivamente, en todos descubría algún defecto.
Pero de quien más se burló fue de un bondadoso rey, que figuraba entre los primeros y cuya barbilla era un poco saliente:
—¡Ja, ja! —exclamó la princesa soltando la carcajada—, éste tiene una barbilla que parece el pico de un tordo.
Por lo que, en adelante, le dieron el sobrenombre de «Pico de tordo».
El viejo rey, empero, viendo que su hija no hacía sino mofarse de todos los pretendientes y humillarlos, irritóse de tal manera que juró casar a su hija con el primer mendigo que llegase a su puerta.
Al cabo de pocos días presentóse un organillero que, después de cantar al pie de las ventanas, pidió limosna.
Al enterarse el Rey, dijo:
—¡Traedme a ese hombre!
Compareció ante él el pordiosero, todo sucio y harapiento, cantó ante el Rey y la princesa y, cuando hubo terminado, pidió una recompensa.
Díjole el Rey:
—Me ha gustado tanto tu canción, que voy a darte a mi hija por esposa.
Asustóse la princesa, pero el Rey le dijo:
—Juré casarte con el primer mendigo que se presentara, y voy a cumplir mi juramento.