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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Todos los cuentos de los hermanos Grimm (53 page)

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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Al decir esto pensaba: «Es absolutamente imposible procurarse todo esto y así, conseguiré que mi tío renuncie a su idea».

Pero el Rey se mantuvo obstinado, y las doncellas más habilidosas del país hubieron de tejer las tres telas y confeccionar un vestido dorado como el sol, otro plateado como la luna y otro brillante como las estrellas; y los cazadores tuvieron que capturar los animales de todo el reino y quitarles un pedazo de piel, y con los trocitos fue cosido un abrigo de mil pieles distintas.

Cuando ya todo estuvo dispuesto, el Rey mandó llamar a su sobrina y, presentándole los objetos por ella exigidos, le dijo:

—Mañana será nuestra boda.

Al comprender la doncella que no había ninguna esperanza de hacer mudar de propósito a su tío, resolvió huir.

Por la noche, cuando ya todo el mundo dormía, levantóse y cogió las siguientes cosas: un anillo de oro, una diminuta rueca del mismo metal y una devanadera, asimismo de oro; los tres vestidos, comparables al sol, la luna y las estrellas, los metió en una cáscara de nuez, y se puso el tosco abrigo de pieles tiznándose, además, de hollín la cara y las manos.

Encomendóse luego a Dios y se fugó, y estuvo andando toda la noche hasta que llegó a un gran bosque. Como se sintiera muy cansada, sentóse en el hueco de un árbol y se quedó dormida.

Salió el sol, pero ella continuó dormida sin despertarse a pesar de lo muy avanzado del día.

Aconteció que el Rey a quien pertenecía el bosque había salido a cazar en él. Cuando sus perros llegaron al árbol pusiéronse a husmear, dar vueltas en derredor y ladrar; por lo que el Rey dijo a los cazadores:

—Id a ver qué clase de animal se ha escondido allí.

Cumplieron los hombres la orden y, a la vuelta, dijeron:

—En el árbol hueco hay un animal prodigioso, como jamás viéramos otro igual; su pellejo es de mil pieles distintas. Está echado, durmiendo.

Ordenó el Rey:

—Ved si es posible cogerlo vivo; en este caso lo atáis y lo cargáis en el coche.

Cuando los cazadores sujetaron a la doncella ésta, despertándose sobresaltada, les gritó:

—Soy una pobre muchacha desvalida, abandonada de padre y madre. Apiadaos de mí y llevadme con vosotros.

Dijéronle ellos:

—«Bestia Peluda», servirás para la cocina; vente con nosotros, podrás ocuparte en barrer las cenizas.

Y, subiéndola al coche, la condujeron al palacio real. Allí le asignaron una pequeña cuadra al pie de la escalera, donde no penetraba ni un rayo de luz, y le dijeron:

—«Bestia Peluda», habitarás y dormirás aquí.

Luego la enviaron a la cocina, donde tuvo que ocuparse en traer leña y agua, avivar el fuego, desplumar aves, seleccionar legumbres, barrer la ceniza y otras labores rudas como éstas.

Así vivió «Bestia Peluda» largo tiempo, llevando una existencia miserable. ¡Ah, bella jovencita! ¿Qué va a ser de ti?

Pero sucedió un día que hubo fiesta en palacio, y ella dijo al cocinero:

—¿No me dejarías subir un ratito a verlo? Me quedaré a mirarlo junto a la puerta.

Respondióle el cocinero:

—Puedes ir si quieres, pero debes estar de vuelta dentro de media hora para recoger la ceniza.

Cogió ella el candil, bajó a la cuadrita, quitóse el abrigo de piel y se lavó el hollín de la cara y las manos, con lo que reapareció su belleza en todo su esplendor. Abriendo luego la nuez, sacó el vestido reluciente como el sol y se lo puso y, así ataviada, subió a la sala donde se celebraba la fiesta.

Todos le dejaron libre paso, pues nadie la conocía y la tomaron por una princesa. El Rey salió a recibirla y, ofreciéndole la mano, la invitó a bailar con él mientras pensaba en su corazón: «Jamás mis ojos vieron una mujer tan bella».

Terminado el baile, inclinóse la doncella y, al buscarla el Rey, había desaparecido sin que nadie supiera su paradero. Los centinelas de las puertas de palacio declararon, al ser preguntados, que no la habían visto entrar ni salir.

Ella había corrido a la cuadra, en la que después de quitarse rápidamente el vestido, se ennegreció cara y manos y se puso el tosco abrigo convirtiéndose de nuevo en la «Bestia Peluda».

Cuando volvió a la cocina a su trabajo, disponiéndose a recoger la ceniza, díjole el cocinero:

—Deja esto para mañana y prepara la sopa del Rey; también quiero yo subir un momento a echar una mirada. Pero procura que no te caiga ni un pelo; de lo contrario no te daremos nada de comer en adelante.

Marchóse el hombre, y «Bestia Peluda» condimentó la sopa del rey haciendo un caldo lo mejor que supo y, cuando ya la tuvo lista, bajó a la cuadra a buscar el anillo de oro y lo echó en la sopera.

Terminada la fiesta, mandó el Rey que le sirviesen la cena y encontró la sopa tan sabrosa como jamás la hubiera comido, y en el fondo del plato encontró el anillo de oro no acertando a comprender cómo había podido ir a parar allí.

Mandó entonces que se presentase el cocinero, el cual tuvo un gran susto al recibir el recado y dijo a «Bestia Peluda»:

—Seguro que se te ha caído un cabello en la sopa. Si es así te costará una paliza.

Al llegar ante el Rey preguntóle éste quién había preparado la sopa, a lo que respondió el hombre:

—Yo la preparé.

Pero el Rey le replicó:

—No es verdad, pues estaba guisada de modo distinto y era mucho mejor que de costumbre.

Entonces dijo el cocinero:

—He de confesar que no la guisé yo, sino aquel animalito tosco.

—Márchate y dile que suba —ordenó el Rey.

Al presentarse «Bestia Peluda» preguntóle el Rey:

—¿Quién eres?

—Soy una pobre muchacha sin padre ni madre.

—¿Qué haces en mi palacio? —siguió preguntando el Soberano.

—No sirvo sino para que me tiren las botas a la cabeza —respondió ella.

—¿De dónde sacaste el anillo que había en la sopa?

—No sé nada del anillo.

El Rey tuvo que despedirla sin sacar nada en claro.

Al cabo de algún tiempo celebróse otra fiesta y, como la vez anterior, «Bestia Peluda» pidió al cocinero que le permitiese subir a verla. Díjole él:

—Sí, pero vuelve dentro de media hora a preparar aquella sopa que tanto gusta al Rey.

Corrió la muchacha a la cuadra, lavóse rápidamente, saco de la nuez el vestido plateado como la luna, y se lo puso.

Dirigióse luego a la sala de fiestas, con el aspecto de verdadera princesa, y el Rey salió nuevamente a su encuentro muy contento de verla, y como en aquel preciso momento empezaba el baile bailaron juntos.

Terminada la danza, volvió ella a desaparecer con tanta rapidez que el Rey no logró descubrir tampoco qué dirección había seguido. La muchacha corrió a la cuadrita, vistióse de nuevo de «Bestia Peluda» y se fue a la cocina a guisar la sopa.

Mientras el cocinero estaba arriba, ella fue a buscar su rueca de oro y la echó en la sopera vertiendo encima la sopa, que fue servida al rey. Encontróla éste tan sabrosa como la otra vez e hizo venir al cocinero, el cual no tuvo más remedio que admitir que «Bestia Peluda» había preparad la sopa.

Llamada nuevamente la muchacha ante el Rey, volvió a contestar a éste que sólo servía para que le arrojasen las botas a la cabeza y que nada sabía de la rueca de oro.

En la tercera fiesta organizada por el Rey, las cosas discurrieron como las dos veces anteriores. El cocinero le dijo:

—Eres una bruja. «Bestia Peluda», y siempre le echas a la sopa algo para hacerla mejor y para que guste al Rey más que lo que yo le guiso.

Sin embargo, ante su insistencia, permitióle ausentarse por breve tiempo.

Esta vez se puso el tercer vestido, el que relucía como las estrellas, y con él se presentó en la sala.

El Rey volvió a bailar con la bellísima doncella, pensando que jamás había visto otra tan hermosa. Y, mientras bailaban, sin que ella lo advirtiese le pasó una sortija de oro por el dedo; además, había dado orden de que el baile se prolongase mucho rato.

Al terminar, trató de sujetarla por las manos, pero ella se escurrió huyendo tan ligera entre los invitados que en un instante desapareció de la vista de todos. Precipitóse a toda velocidad a la cuadra del pie de la escalera, porque su ausencia había durado mucho más de media hora, y no tuvo tiempo para cambiarse de vestido por lo cual echóse encima su abrigo de piel. Además, con las prisas no se tiznó del todo, pues un dedo le quedó blanco. Fuese luego a la cocina, preparó la sopa del Rey y, al salir el cocinero, echó en la sopera la devanadera de oro.

El Rey, al encontrar el objeto en el fondo de la fuente, mandó llamar a «Bestia Peluda», y entonces se dio cuenta del blanquísimo dedo y de la sortija que le había puesto durante el baile.

Cogióla firmemente de la mano, y con los esfuerzos de la muchacha por soltarse, se le abrió un poco el abrigo asomando por debajo el vestido brillante como las estrellas. El Rey le quitó de un tirón el abrigo y aparecieron los dorados cabellos, sin que la muchacha pudiese ya seguir ocultando su hermosura. Y, una vez se hubo lavado el hollín que le ennegrecía el rostro, apareció la criatura más bella que jamás hubiese existido sobre la Tierra.

Dijo el Rey:

—¡Tú eres mi amadísima prometida, y nunca más nos separaremos!

Pronto se celebró la boda, y el matrimonio vivió contento y feliz hasta la hora de la muerte.

Yorinda y Yoringuel

E
RASE una vez un viejo castillo que se levantaba en lo más fragoso de un vasto y espeso bosque. Lo habitaba una vieja bruja que vivía completamente sola. De día tomaba la figura de un gato o de una lechuza, y al llegar la noche recuperaba de nuevo su forma humana.

Poseía la virtud de atraer a toda clase de aves y animales silvestres, de los que se alimentaba. Todo aquel que se acercaba a cien pasos del castillo quedaba detenido, sin poder moverse del lugar hasta que ella se lo permitía; y siempre que entraba en aquel estrecho círculo una doncella, la vieja la transformaba en pájaro y, metiéndola en una cesta, la guardaba en un aposento del castillo. Tendría quizá unas siete mil cestas de esta clase.

Vivía también por aquel entonces una doncella llamada Yorinda, más hermosa que ninguna. Era la prometida de un doncel, muy apuesto también, que tenía por nombre Yoringuel. Hallábanse en lo mejor de su noviazgo, y nada les gustaba tanto como estar juntos. Para poder hablar a solas, se fueron un día a pasear por el bosque.

—¡Guárdate bien —dijo Yoringuel— de acercarte demasiado al castillo!

Era un bello atardecer; el sol brillaba entre las ramas de los árboles bañando con su luz el verde de la selva, y una tórtola cantaba su lamento desde lo alto de la vieja haya.

De pronto, a Yorinda se le saltaron las lágrimas; sentóse al sol y se echó a llorar; y también lloraba Yoringuel. Ambos se sentían presa de una extraña angustia, como si presintieran la proximidad de la muerte. Miraban a su alrededor, desconcertados, y no sabían cómo volver a casa.

El sol se ocultaba; sólo la mitad de su disco sobresalía de la cima de la montaña cuando Yoringuel, al dirigir la mirada a través de la maleza, descubrió a muy poca distancia el viejo muro del castillo.

Aterrorizado sintió una angustia de muerte mientras Yorinda cantaba:

«Mi pajarillo del rojo anillo

canta tristeza, tristeza, tristeza,

canta la muerte a su pichoncillo,

canta tristeza, ¡tirit, tirit, tirit!»

Yoringuel se volvió a mirar a Yorinda. La doncella se había transformado en un ruiseñor y cantaba: «¡Tirit, tirit!». Una lechuza de ojos ardientes pasó tres veces volando sobre sus cabezas gritando cada vez: «¡Chu, chu, ju, ju!». Yoringuel no podía moverse; se sentía como petrificado sin poder llorar, ni hablar ni mover manos ni pies.

El sol acabó de desaparecer, la lechuza voló a un arbusto e inmediatamente salió del follaje una vieja encorvada, flaca y macilenta, de grandes ojos encamados y corva nariz que casi tocaba con la puntiaguda barbilla.

Refunfuñando, cogió al ruiseñor y se lo llevó. Yoringuel no podía pronunciar una palabra ni moverse del lugar; el ruiseñor había desaparecido. Finalmente, volvió la bruja y, con voz sorda, dijo:

—¡Hola, Zaquiel! Cuando brille la lunita en su cestita, desata, Zaquiel, en buena hora.

Y Yoringuel quedó desencantado. Postrándose a los pies de la vieja, suplicóle que le devolviese a su Yorinda. Pero ella le respondió que jamás volvería a verla, y desapareció.

El mozo lloró, clamó, se lamentó, pero todo en vano. «¿Qué será de mí?», se decía.

Anduvo a la ventura y, al fin, llegó a un pueblo desconocido en el que residió durante largo tiempo, trabajando como pastor de ovejas. Con frecuencia iba a rodar por los parajes del castillo, pero sin aventurarse nunca a acercarse demasiado.

Soñó una noche que encontraba una flor roja como la sangre, en cuyo centro había una hermosa perla de gran tamaño. Arrancó la flor y se dirigió con ella al castillo; todo lo que tocaba con la flor, quedaba al momento desencantado; al fin recuperaba también a su Yorinda.

Al levantarse por la mañana se puso a buscar por montes y valles la flor soñada hasta que, al llegar la madrugada del día noveno, la encontró. Tenía en el centro una gota de rocío, grande y hermosa como una perla.

Cortóla y la llevó hasta el castillo; cuando llegó a cien pasos de él no se quedó petrificado, sino que pudo continuar hasta la puerta. Contentísimo, tocó con la flor el portal y éste se abrió bruscamente. Atravesó el patio, agudizando el oído para localizar el aposento de las aves y, al fin, las oyó.

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