Read Todos los cuentos de los hermanos Grimm Online
Authors: Jacob & Wilhelm Grimm
Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil
Corrió al estanque y, al encontrar el morral en la orilla, ya no pudo seguir dudando de su desgracia. Llorando y retorciéndose las manos, gritó mil veces el nombre de su amado, pero en vano. Pasando al lado opuesto de la presa, repitió sus llamadas y dirigió duros reproches a la ondina, pero no obtuvo la menor respuesta. La superficie del agua continuó tranquila, reflejando el rostro inmóvil de la media luna.
La pobre mujer no podía apartarse del estanque. A grandes pasos, sin un momento de descanso, le dio la vuelta una y otra vez, ya en silencio, ya prorrumpiendo en agudos gritos o murmurando sus lamentaciones. Al fin se agotaron sus fuerzas. Desplomóse en el suelo y quedó profundamente dormida. Y entonces empezó a soñar…
Trepaba angustiosamente entre grandes bloques de rocas; espinas y zarcillos se le cogían a los pies; la lluvia le azotaba el rostro, y el viento le hacía flotar la larga cabellera. Al llegar a la cumbre, el cuadro cambió por completo: el cielo era azul, y el aire, tibio; el suelo descendía suavemente y, en medio de un prado verde y florido, levantábase un primorosa cabaña. Dirigióse a ella y abrió la puerta. Dentro estaba una anciana, de blancos cabellos, que le hizo un signo amistoso. En aquel momento despertóse la pobre mujer.
Amanecía… La muchacha tomó la resolución de seguir las indicaciones del sueño. Subió fatigosamente a la cima de la montaña, encontrándolo todo tal como lo viera por la noche. La vieja la recibió afablemente y le indicó una silla, invitándola a sentarse.
—Sin duda has sufrido una desgracia —le dijo—, puesto que acudes a mi solitaria choza.
La mujer, llorando, le contó su infortunio.
—Consuélate —le dijo la anciana—. Yo te ayudaré. Ahí tienes un peine de oro. Espera a que la luna sea llena. Vete entonces al estanque, siéntate a la orilla y peina tu largo cabello negro con este peine. Cuando hayas terminado, déjalo en la orilla y verás lo que ocurre.
Volvióse la mujer a su casa, y el tiempo se le hizo muy largo esperando el plenilunio. Al fin brilló en el cielo el disco de plata, y ella se encaminó al estanque. Se sentó a la orilla, peinóse el largo y negro cabello con el peine de oro y, cuando hubo terminado, lo depositó al borde del agua.
A los pocos momentos subió del fondo un intenso borboteo, y levantóse una ola que barrió la orilla y arrastró el peine en su retroceso. Apenas había tenido tiempo el peine de llegar al fondo, cuando se abrió la superficie del estanque y apareció la cabeza del cazador. No dijo nada, limitándose a mirar a su esposa con tristes ojos. Inmediatamente vino una segunda ola y cubrió la cabeza del hombre. Todo desapareció; el espejo de las aguas quedó tranquilo como antes, con sólo el rostro de la luna reflejándose en él.
Volvióse la mujer desconsolada, y se durmió… Y el sueño la transportó nuevamente a la cabaña de la vieja.
Por la mañana repitió el camino y, presentándose a la anciana, le contó lo ocurrido. La vieja le entregó entonces una flauta de oro, diciéndole:
—Aguarda otra vez que sea luna llena. Entonces coges la flauta y, sentada en la orilla, entonas con ella una bonita melodía. Una vez hayas terminado, dejas el instrumento en la arena. Verás lo que sucede.
Siguió la mujer las instrucciones de la vieja y, no bien hubo depositado la flauta sobre la arena, prodújose un nuevo borboteo, y se elevó una ola que se llevó el instrumento. Pocos instantes después volvía a partirse la superficie y salía del fondo, no sólo la cabeza, sino la mitad del cuerpo del hombre, el cual tendió anhelante los brazos a su esposa. Pero una segunda ola lo cubrió y lo arrastró al fondo.
—¡Ay de mí! —exclamó la desdichada—. ¿De qué me sirve ver a mi amado, si he volver a perderlo?
Y su alma cayó nuevamente en la desesperación. Pero el sueño llevóla por vez tercera a la choza de la anciana.
Acudió a ella al día siguiente; la vieja le dio una rueca de oro y, consolándola, le dijo:
—Aún no ha terminado todo. Aguarda a la luna llena. Te vas con la rueca a la orilla, hilas toda una canilla y, cuando hayas terminado, dejas la rueca al lado del agua y verás qué ocurre.
La mujer siguió fielmente sus indicaciones. En cuanto brilló la luna llena, fuese con la rueca a la orilla y estuvo hilando hasta tener la canilla llena de hilo.
Apenas había dejado la rueca en el borde, prodújose en el agua una agitación más intensa aún que las veces anteriores; una poderosa ola se precipitó contra la orilla y se llevó la rueca. En el mismo instante, la cabeza y el cuerpo entero del hombre emergió del fondo del estanque. Saltó rápido a la orilla, cogió de la mano a su esposa y echó a correr con ella.
Mas apenas habían corrido unos pasos cuando la masa de agua se levantó con gran furia y estrépito e invadió toda la pradera. Ya veían los fugitivos la muerte ante sus ojos. Entonces la mujer, angustiada, invocó el auxilio de la anciana y, al instante, quedaron ambos transformados: ella, en sapo, y él, en rana. La inundación, al alcanzarlos, no pudo hacerles daño, aunque los separó arrastrándolos muy lejos el uno del otro.
Al retirarse las aguas y tocar los dos de nuevo la tierra seca, recobraron la forma humana; pero ninguno sabía dónde estaba el otro. Se encontraban entre extranjeros, que no conocían su país. Separábanlos altas montañas y profundos valles y, para ganarse la comida, los dos hubieron de hacerse pastores.
Y así transcurrieron largos años, guardando los rebaños y conduciéndolos por campos y bosques, llena el alma de tristeza y nostalgia.
Una vez la primavera hizo florecer de nuevo los prados salieron ambos el mismo día con sus rebaños, y quiso el azar que tomara cada uno la dirección del otro. Él avistó en una lejana ladera montañosa una manada de ovejas, y condujo la suya hacia allí. Se encontraron en un valle y, aunque no se reconocieron, sintieron cierto alivio al no hallarse tan solos.
Desde aquel día llevaron sus rebaños a un mismo sitio. Hablaban poco, pero se sentían consolados.
Una noche en que la luna brillaba en el cielo, cuando ya dormían las ovejas, sacó el pastor la flauta de su bolsillo y púsose a tocar una canción tan hermosa como triste. Al terminar, observó que la pastora estaba llorando amargamente.
—¿Por qué lloras? —le preguntó.
—¡Ay! —respondió ella—. También brillaba la luna llena la última vez en que, tocando yo esta misma canción, la cabeza de mi amado surgió de las aguas del estanque.
Miróla él y fue como si le cayese un velo de los ojos. Reconoció a su amadísima esposa. Y cuando ella, a su vez, levantó los suyos a su rostro iluminado por la luz de la luna, reconociólo también. Abrazáronse, besáronse y… ¿es necesario preguntar si fueron felices?
E
STA historia, niños, no la querréis creer y, sin embargo, es verdadera. Pues mi abuelo, que me la contó, solía decirme cada vez que me la explicaba (¡y lo hacía tan a gusto!):
—Tiene que ser verdad, hijo mío, pues de lo contrario, no la contarían.
En resumidas cuentas, hela aquí:
Era una soleada mañana de domingo de otoño; precisamente cuando florece el trigo sarraceno. Brillaba el sol en lo alto del cielo; la brisa matinal soplaba tibia sobre los rastrojos; cantaban las alondras en el aire; las abejas zumbaban entre el alforfón, y la gente, endomingada, se dirigía a la iglesia. Todas las criaturas se sentían contentas, y el erizo también.
Hallábase éste a la puerta de su casa, cruzado de brazos, tomando el fresco matinal y tarareando una de sus cancioncitas, ni mejor ni peor de como pueda hacerlo un erizo en una espléndida mañana de domingo. Y mientras estaba cantando a media voz, se le ocurrió que, en tanto su mujer limpiaba y vestía a los pequeños, podía darse él una vueltecita por el campo, para ver qué tal crecían sus nabos. Los nabos estaban muy cerca de su casa, y él y su familia solían comerlos; por eso los consideraba como suyos.
Dicho y hecho; el erizo cerró la puerta y emprendió el camino del campo. No estaba nada lejos de su morada, y nuestro amigo se proponía tan sólo llegar hasta el seto de endrinos que cerraba la plantación de nabos, cuando se encontró con la liebre que había salido con un propósito semejante, o sea, echar una miradita a su campo de coles.
Al cruzarse el erizo con la liebre, diole amablemente los buenos días; pero la liebre que, a su modo, era un noble personaje y, además, algo altanera, sin dignarse corresponder al saludo del erizo y haciendo un gesto de mofa, le dijo:
—¿Cómo se te ocurre venir al campo tan temprano?
—Voy de paseo —respondió el erizo.
—¿De paseo? —replicó, riendo, la liebre—. Creo que podrías hacer un mejor uso de tus piernas.
Tal respuesta hirió al erizo en lo más hondo de su amor propio. Todo podía tolerarlo, menos que se metiesen con sus piernas, precisamente porque las tenía torcidas de nacimiento.
—¿Te imaginas, quizá —dijo a la liebre—, que tus piernas valen como las mías?
—Desde luego —replicó la liebre.
—Eso habría que verlo —contestó el erizo—. Apuesto a que te gano en una carrera.
—¿Con tus patas torcidas? ¡Estás de broma! —dijo la liebre—. Pero, si tanto te empeñas, por mí no hay inconveniente. ¿Qué apostamos?
—Un luis de oro y una botella de aguardiente —propuso el erizo.
—Aceptado —respondió la liebre—. Chócala, y ya podemos empezar.
—No, no tan de prisa —objetó el erizo—. Estoy aún en ayunas; antes quiero irme a casa a tomar un bocado. Dentro de media hora nos encontraremos aquí.
Y se fue, pues la liebre se había declarado conforme.
Durante el camino iba pensando el erizo: «La liebre se fía de sus largas patas, pero le ganaré. Se hace la importante, pero es tonta, y tendrá que pagar».
Al llegar a su casa, dijo a su mujer:
—Ala, vístete rápidamente, que has de salir al campo conmigo.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—He apostado un luis de oro y una botella de aguardiente con la liebre. Vamos a luchar a la carrera, y tú debes intervenir.
—¡Santo Dios, marido! —gritó la mujer—. ¡Tú no estás bien de la cabeza! ¿Has perdido el seso? ¿Cómo se te ocurre apostar con la liebre a ver quién corre más?
—Calla esa boca, mujer —replicó el erizo—. Esto es asunto mío. No te metas en cosas de hombres. ¡Andando; vístete y vamos!
¿Qué iba a hacer la pobre? No tuvo más remedio que seguirlo, de grado o por fuerza.