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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Todos los cuentos de los hermanos Grimm (86 page)

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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Los enanitos, al volver a su casa aquella noche, encontraron a Blancanieves tendida en el suelo, sin que de sus labios saliera el hálito más leve. Estaba muerta. La levantaron, miraron si tenía encima algún objeto emponzoñado, la desabrocharon, le peinaron el pelo, la lavaron con agua y vino, pero todo fue inútil. La pobre niña estaba muerta y bien muerta.

La colocaron en un ataúd, y los siete, sentándose alrededor, la estuvieron llorando por espacio de tres días. Luego pensaron en darle sepultura; pero viendo que el cuerpo se conservaba lozano, como el de una persona viva, y que sus mejillas seguían sonrosadas, dijeron:

—No podemos enterrarla en el seno de la negra tierra.

Y mandaron fabricar una caja de cristal transparente que permitiese verla desde todos lados. La colocaron en ella y grabaron su nombre con letras de oro: «Princesa Blancanieves».

Después transportaron el ataúd a la cumbre de la montaña, y uno de ellos, por turno, estaba siempre allí haciéndole vela. Y hasta los animales acudieron a llorar a Blancanieves; primero, una lechuza; luego, un cuervo y, finalmente, una palomita.

Y así estuvo Blancanieves mucho tiempo, reposando en su ataúd, sin descomponerse, como dormida, pues seguía siendo blanca como la nieve, roja como la sangre y con el cabello negro como ébano.

Sucedió, empero, que un príncipe que se había metido en el bosque, se dirigió a la casa de los enanitos para pasar la noche. Vio en la montaña el ataúd que contenía a la hermosa Blancanieves y leyó la inscripción grabada con letras de oro.

Dijo entonces a los enanos:

—Dadme el ataúd, os pagaré por él lo que me pidáis.

Pero los enanos contestaron:

—Ni por todo el oro del mundo lo venderíamos.

—En tal caso, regaládmelo —propuso el príncipe—, pues ya no podré vivir sin ver a Blancanieves. La honraré y reverenciaré como a lo que más quiero.

Al oír estas palabras, los hombrecillos sintieron compasión del príncipe y le regalaron el féretro.

El príncipe mandó que sus criados lo transportasen en hombros. Pero ocurrió que en el camino tropezaron contra una mata, y de la sacudida saltó del cuello de Blancanieves el bocado de la manzana envenenada, que todavía tenía atragantado. Y, al poco rato, la princesa abrió los ojos y recobró la vida.

Levantó la tapa del ataúd, se incorporó y dijo:

—¡Dios Santo!, ¿dónde estoy?

Y el príncipe le respondió, loco de alegría:

—Estás conmigo —y, después de explicarle todo lo ocurrido, le dijo—. Te quiero más que a nadie en el mundo. Vente al castillo de mi padre y serás mi esposa.

Accedió Blancanieves y se marchó con él al palacio, donde en seguida se dispuso la boda que debía celebrarse con gran magnificencia y esplendor.

A la fiesta fue invitada también la malvada madrastra de Blancanieves. Una vez se hubo ataviado con sus vestidos más lujosos, fue al espejo y le preguntó:

«Espejito en la pared, dime una cosa:

¿quién es de este país la más hermosa?»

Y respondió el espejo:

«Señora Reina, vos sois como una estrella,

pero la reina joven es mil veces más bella.»

La malvada mujer soltó una palabrota y tuvo tal sobresalto, que quedó como fuera de sí. Su primer propósito fue no ir a la boda, pero la inquietud la roía, y no pudo resistir al deseo de ver a aquella joven reina.

Al entrar en el salón reconoció a Blancanieves, y fue tal su espanto y pasmo, que se quedó clavada en el suelo sin poder moverse. Pero habían puesto ya al fuego unas zapatillas de hierro y estaban incandescentes. Cogiéndolas con tenazas, la obligaron a ponérselas, y hubo de bailar con ellas hasta que cayó muerta.

Monte Simeli

E
RANSE dos hermanos: rico, el uno, y el otro, pobre. El rico no socorría al pobre, el cual se ganaba penosamente la vida comerciando con trigo. Pero los negocios le iban tan mal, que a menudo no tenía pan para su esposa y sus hijos.

Una vez que pasaba por el bosque con su carreta vio, a un lado, una gran montaña pelada que nunca había visto, y se detuvo a contemplarla asombrado.

De pronto vio acercarse a doce hombres fornidos, de mala catadura, y pensando que se trataría de bandoleros, disimuló el carro entre la maleza y se subió a un árbol, por lo que pudiera ocurrir.

He aquí que los doce hombres se acercaron a la montaña y gritaron:

—¡Monte Semsi, monte Semsi, ábrete!

E, inmediatamente, la pelada montaña se abrió por el centro. Penetraron los doce en su interior, y volvió a cerrarse la montaña.

Al cabo de un tiempo volvió a abrirse, saliendo los bandidos con pesados sacos en las espaldas. Cuando todos estuvieron fuera, gritaron:

—¡Monte Semsi, monte Semsi, ciérrate!

Y en el acto cerróse la montaña, sin que en ella se viera la menor hendidura; y los doce se alejaron.

Cuando hubieron desaparecido de su vista, el hombre quiso saber qué se ocultaba en el seno de la montaña. Bajó del árbol y gritó:

—¡Monte Semsi, monte Semsi, ábrete!

Y la montaña se abrió como antes. Entró y vio que el interior era una enorme cueva llena de plata y oro, con grandes montones de perlas y diamantes como si fuese grano. El pobre no sabía qué hacer, ni si podía llevarse algo de aquellas riquezas; al fin optó por llenarse los bolsillos de oro, sin tocar las perlas ni las piedras preciosas.

Al volver a salir, gritó nuevamente:

—¡Monte Semsi, monte Semsi, ciérrate!

La montaña se cerró, y él se marchó a casa en su carreta.

Desde entonces se le terminaron las preocupaciones. Con el oro recogido pudo comprar no sólo pan para su esposa e hijos, sino incluso vino. Llevaba una vida honrada y feliz, daba limosnas a los pobres y hacia todo el bien posible. Y cuando se le terminaba el dinero, iba a pedir prestada a su hermano una medida para granos, y volvía a la montaña, dejando siempre intactos los tesoros más valiosos.

El rico llevaba ya mucho tiempo roído por la envidia ante la buena fortuna del otro y la vida que llevaba; pero no lograba comprender de dónde le venía a su hermano aquella abundancia, ni para qué le pedía la medida.

Ideó una estratagema y, al efecto, untó de pez el fondo de la medida, y cuando el otro se la devolvió, encontró una pepita de oro que había quedado pegada en el fondo.

Yendo inmediatamente a encontrar a su hermano, le preguntó:

—¿Qué has medido con la fanega?

—Trigo y cebada —respondió el hermano.

Enseñóle entonces el dueño la pepita de oro y lo amenazo con denunciarlo a la justicia si no le decía la verdad; conque se vio obligado, ante aquel apuro, a explicar lo sucedido.

El rico, hizo enganchar un carro y se encaminó sin pérdida de tiempo a la montaña, con la idea de aprovechar mejor la oportunidad y cargar con grandes riquezas.

Al llegar al lugar indicado, gritó:

—¡Monte Semsi, monte Semsi, ábrete!

Abrióse la montaña, y el hombre entró en ella. Extendíase ante sus ojos toda suerte de tesoros, y el codicioso estuvo largo rato vacilando sobre lo que le convendría coger en primer término, decidiéndose al fin a cargar todas las piedras preciosas que cupieron en el carro.

Luego dispúsose a regresar con la preciosa carga; pero su corazón y su mente se hallaban tan excitados por los tesoros que se llevaba que, olvidándose del nombre de la montaña, gritó:

—¡Monte Simeli, monte Simeli, ábrete!

Pero como pronunciaba un nombre erróneo, la montaña permaneció inmóvil, sin abrirse. Sobrecogió al hombre un gran terror, y cuanto más se esforzaba por recordar, menos le venía a la memoria, sin que de nada le sirvieran todas las riquezas de que se había apoderado.

Al anochecer se abrió la montaña y entraron los doce bandidos. Al verlo, se echaron a reír diciendo:

—¡Ah, pajarraco, al fin te pescamos! ¿Piensas que no habíamos notado que estuviste aquí por dos veces? No logramos cogerte entonces; pero la tercera no escaparás.

—¡No fui yo, sino mi hermano! —exclamó él.

Pero por más que suplicó y rogó que le perdonasen la vida, los bandidos le cortaron la cabeza.

Inconvenientes de correr mundo

U
NA pobre mujer tenía un hijo que deseaba viajar y correr mundo. Díjole la madre:

—¿Cómo quieres marcharte? No tengo dinero; ¿qué te llevarás?

Respondió el muchacho:

—Ya me las arreglaré. En todas partes iré diciendo: no mucho, no mucho.

Marchóse y estuvo bastante tiempo repitiendo siempre: «No mucho, no mucho, no mucho», hasta que encontró a unos pescadores y les dijo:

—¡Dios os ayude! No mucho, no mucho, no mucho.

—¿Qué dices, animal: no mucho?

Y, al sacar la red, efectivamente había pocos peces.

Arremetió uno de los pescadores contra él armado de un palo, diciendo:

—¡Voy a medirle las costillas!

Y la emprendió a estacazos con él.

—¿Qué tengo que decir, pues? —exclamó el mozo.

—¡Qué pesquéis muchos, que pesquéis muchos! Eso es lo que debes decir.

Siguió el muchacho andando, y repitiendo una y otra vez: «Que pesquéis muchos, que pesquéis muchos».

Al poco tiempo llegó ante una horca, en la que había un pobre ladrón al que se disponían a ahorcar. Y exclamó el mozo:

—Buenos días. ¡Qué pesquéis muchos, que pesquéis muchos!

—¿Qué dices, imbécil? ¿Aún ha de haber más mala gente en el mundo? ¿No basta con éste?

Y recibió unos palos más.

—¿Qué debo decir, entonces?

—Debes decir: «Dios se apiade de esta pobre alma».

Alejóse el muchacho, siempre repitiendo: «¡Dios se apiade de esta pobre alma!». Y poco después se encontró junto a un foso, en el que un desollador estaba despellejando un caballo.

Dice el joven:

—Buenos días. ¡Dios se apiade de esta pobre alma!

—¿Qué dices, estúpido? —replicó el desollador.

Largándole con su herramienta un trastazo en el pescuezo que le hizo perder el mundo de vista.

—¿Qué debo decir, pues? —preguntó el infeliz.

—Debes decir: «¡Al foso con la carroña!».

Y el muchacho siguió adelante, sin cesar de repetir: «¡Al foso con la carroña!».

He aquí que se cruzó con un coche lleno de viajeros y dijo:

—Buenos días. ¡Al foso con la carroña!

Y dio la casualidad de que el carruaje volcó en un foso. El cochero agarró el látigo y, emprendiéndola a latigazos, dejó al muchacho tan mal parado que no tuvo más remedio que regresar, casi a rastras, a casa de su madre. Y desde entonces se le quitaron para siempre las ganas de viajar.

El borriquillo

H
ABÍA una vez un rey y una reina que eran muy ricos y tenían cuanto se puede desear, excepto hijos. Lamentábase la Reina de día y de noche, diciendo:

—¡Soy como un campo baldío!

Al fin Dios quiso colmar sus deseos, pero cuando la criatura vino al mundo no tenía figura de ser humano, sino de borriquillo.

Al verlo la madre, prorrumpió en llantos y gemidos, diciendo que mejor habría sido continuar sin hijos antes que dar a luz un asno, y que deberían arrojarlo al río para pasto de los peces. Pero el Rey intervino:

—No, puesto que Dios lo ha dispuesto así, será mi hijo y heredero; y, cuando yo muera, subirá al trono y ceñirá la corona.

Criaron pues al borriquillo, el cual creció, y crecieron también sus orejas, tan altas y enderezadas que era un primor. Por lo demás, era de natural alegre y retozón, y mostraba una especial afición a la música, hasta el punto de que se dirigió a un famoso instrumentista y le dijo:

—Enséñame tu arte, pues quiero llegar a tocar el laúd tan bien como tú.

—¡Ay, mi señor! —respondióle el músico—. Difícil va a resultaros, pues tenéis los dedos muy grandes y no están conformados para ello. Mucho me temo que las cuerdas no resistan.

Pero de nada sirvieron sus amonestaciones. El borriquillo se mantuvo en sus trece; estudió con perseverancia y aplicación y, al fin, supo manejar el instrumento tan bien como su maestro.

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