Lancé un suspiro.
—Pero nada de penetración, ¿eh? Somos amigos. Mientras no haya penetración, puedes hacer lo que quieras. Pensar lo que quieras.
—No sé, la verdad… Nunca lo he hecho con tantas restricciones —dije.
—¿Pensarás en mí?
—Pensaré en ti.
—Escucha, Watanabe. No creas que soy una mujer lasciva, o frustrada, o provocativa. De eso nada. Simplemente, siento una gran curiosidad hacia esas cosas, tengo muchas ganas de saber más. Ya te conté que me había educado en un colegio de niñas. Así que tengo unas ganas locas de saber lo que piensan los hombres, de conocer cómo funciona su cuerpo. Y no el tipo de cosas que salen en las consultas de las revistas femeninas, sino mediante el estudio de un caso concreto.
—¡«El estudio de un caso concreto»! —murmuré desesperado.
—Pero cuando yo quiero saber algo, o hacer esto y lo otro, mi novio se pone de malhumor, o se enfada. «¡Guarra!», me dice. Otras veces me grita que estoy mal de la cabeza. Ni siquiera me deja hacerle una felación. Con lo que a mí me gustaría investigar sobre eso…
—Ya.
—¿Tú odias que te hagan una felación?
—No le tengo ninguna manía en especial.
—¿Te gusta?
—Digamos que sí —dije—. ¿Qué te parece si dejamos ese tema para la próxima vez? Hoy es una mañana de domingo muy agradable y no quiero malgastarla hablando de masturbaciones y felaciones. Charlemos de otra cosa. ¿Tu novio estudia en nuestra universidad?
—No. En otra. Nos conocimos en el instituto. En las actividades del club de estudiantes. Yo iba a un colegio de niñas, y él, a uno de niños. Nos hicimos novios después de salir del instituto. Oye, Watanabe…
—Dime.
—Con una vez es suficiente. Pero piensa en mí, ¿quieres?
—Lo intentaré —contesté resignado.
Fuimos en tren hasta Ochanomizu. Puesto que no había desayunado, al hacer el trasbordo compré un sándwich en un puesto de la estación de Shinjuku. Después tomé una taza de café negro como la tinta. El domingo por la mañana el tren estaba lleno de familias y de parejas que salían de paseo. Un grupo de estudiantes de uniforme y con bates de béisbol en la mano corrían de arriba abajo por el vagón. En el tren había muchas chicas con minifalda, pero ninguna la llevaba tan corta como Midori. Ella de vez en cuando tiraba con fuerza del dobladillo de la falda. Yo me sentía incómodo porque los hombres no apartaban la vista de sus muslos. A ella esto parecía traerla sin cuidado.
—¿Sabes lo que me gustaría hacer ahora? —me susurró cuando pasábamos por Ichigaya.
—Ni idea. Pero, te lo ruego, no hablemos de esto dentro del tren. A la gente no le importa.
—¡Lástima! Mira que esta vez es increíble… —se lamentó Midori.
—Por cierto, ¿qué hay en Ochanomizu?
—Tú acompáñame y verás.
Los domingos Ochanomizu se llenaba de estudiantes que iban a hacer pruebas de exámenes o que asistían a cursos en escuelas preparatorias. Midori agarró el asa de su bolso con la mano izquierda, tomó mi brazo con la derecha y se adentró en la multitud de estudiantes.
—Watanabe, ¿puedes explicarme la diferencia entre el condicional simple y el condicional perfecto de los verbos ingleses? —me preguntó de repente.
—Creo que sí —reaccioné.
—Era una simple pregunta. ¿Crees que eso sirve para algo en la vida cotidiana?
—Supongo que no —dije—. Más que servir para algo concreto, es una especie de práctica para aprender a sistematizar las cosas.
Midori estuvo reflexionando un rato con expresión seria.
—¡Qué listo eres! —exclamó—. No había caído en eso. Sólo me había preguntado qué utilidad debían de tener el modo condicional, el cálculo diferencial o los símbolos químicos. Por eso siempre había ignorado esas cosas tan complicadas. Quizás estaba equivocada.
—¿Las has ignorado?
—Sí. He hecho como si no existieran. No sé nada de senos y cosenos.
—¿Y has podido terminar el instituto y entrar en la universidad? —le pregunté sorprendido.
—¡No seas ingenuo! Si tienes intuición, puedes pasar el examen de ingreso a la universidad aunque no tengas ni idea. Y yo tengo mucha intuición. En cuanto me dicen «Elija la respuesta correcta entre las tres siguientes», ya sé qué contestar.
—Yo no tengo tanta intuición como tú y he aprendido a pensar de manera sistemática. Como un cuervo atesorando pedacitos de cristal en el hueco de un árbol.
—¿Y eso sirve para algo?
—Quién sabe —dije—. Hace que ciertas cosas te resulten más fáciles.
—¿Qué cosas?
—Por ejemplo, el pensamiento metafísico, el aprendizaje de las lenguas…
—¿Y eso es útil?
—Depende de para quién. Habrá a quien le sirvan para algo y habrá a quien no le sirvan para nada. Al fin y al cabo, es cuestión de práctica. Que sirva para algo o que no sirva para nada es otro asunto.
—¡No me digas! —exclamó Midori impresionada. Me tiró de la mano y bajamos por una pendiente—. Te explicas muy bien.
—¿Tú crees?
—Sí. Se lo había preguntado a mucha gente antes, si el condicional de los verbos ingleses servía para algo, pero nunca nadie ha sido capaz de explicármelo tan bien como tú. Ni siquiera los profesores de inglés. Cuando les hacía esta pregunta, o se quedaban desconcertados, o se enfadaban, o me tomaban el pelo. Todos. Nadie supo explicármelo. Y pensar que, si alguien me lo hubiera explicado tan bien como tú, quizá me hubiera interesado por el modo condicional…
—Entiendo.
—¿Has leído
El capital
de Karl Marx? —me preguntó Midori.
—Sí. Como la mayoría de la gente.
—¿Y lo has entendido?
—Algunos pasajes sí, pero otros no. Para poder leer
El capital,
antes es necesario haber adquirido un sistema de pensamiento. Pero, en general, entiendo el marxismo bastante bien.
—¿Crees que un estudiante de primero de universidad que no haya leído muchos libros de ese estilo puede entenderlo?
—Creo que no —dije.
—Cuando ingresé en la universidad, entré en un club de música folk porque me apetecía cantar. Pero aquel sitio estaba lleno de impostores. Cuando me acuerdo de ellos, se me ponen los pelos de punta. Al entrar allí, lo primero que te hacían leer era
El capital.
«Para el próximo día, lee de tal a tal página.» Según el discursito que nos soltaron, la música folk estaba íntimamente ligada a la sociedad y al movimiento radical. ¡Ya ves tú! En cuanto llegaba a casa, me esforzaba en leer a Marx. Pero no entendía nada. Aquello era peor que el modo condicional. Desistí a la tercera página. En la siguiente reunión dije que lo había leído pero que no había entendido nada. A partir de entonces me trataron de imbécil: que no tenía conciencia de los problemas, que me faltaba conciencia social… No bromeo. Y todo por decir que no entendía un texto. ¿No te parece alucinante?
—Sí.
—Los «debates» también eran terribles. Todos utilizaban palabras complicadas y ponían cara de entenderlo todo. Como no me aclaraba, volví a preguntar: «¿Qué es la explotación imperialista? ¿Tiene alguna relación con la Compañía de las Indias Orientales?». O esto otro: «¡Abajo la comunidad industrial-académica! ¿Significa que al salir de la universidad uno no puede encontrar trabajo en una empresa?». Nadie supo explicármelo. Al contrario, se enfadaron ostensiblemente. ¿Puedes creerlo?
—Sí.
—Me gritaban: «¿Cómo puede ser que no entiendas estas cosas? ¿Qué tienes en la cabeza?». Y ése fue el fin. Quizás yo no soy muy inteligente. Pertenezco al pueblo. Pero ¿no es el pueblo el que hace funcionar el mundo? ¿Acaso no es el pueblo el explotado? ¿Qué revolución es ésa en que se alardea de palabras complicadas que el pueblo no entiende? ¿Qué clase de cambio social es ése? Yo también quiero mejorar el mundo. Pienso que, si alguien está siendo explotado, esto tiene que terminar. Y de ahí vienen mis preguntas. ¿Tengo razón?
—Sí, tienes razón.
—Entonces llegué a la conclusión de que todos aquellos tíos eran unos impostores. Que se sentían felices fanfarroneando con palabras complicadas, que sólo pretendían impresionar a las alumnas de primero y meterles mano bajo las faldas. Y que, al terminar cuarto, se cortarían el pelo, buscarían un empleo en Mitsubishi-Shôji, en Tokyo Broadcasting System, IBM o en el banco Fuji, se casarían con unas bellezas que no hubieran leído a Marx en su vida y les pondrían nombres repelentes a sus hijos, de esos rebuscados. ¿«Abajo la comunidad industrial-académica»? Era para llorar de risa… No te imaginas a los nuevos. Pese a no entender nada, ponían cara de sabelotodo y se reían de mí. Incluso me soltaban: «Eres tonta. Aunque no entiendas nada, tú diles “Sí, sí. ¡Y tanto!”, y ya está». Hay una cosa que aún me molestó más. ¿Quieres que te la cuente?
—Sí.
—Un día nos convocaron a una reunión política a medianoche, y a las chicas nos dijeron que lleváramos veinte
onigiri
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cada una. ¡No bromeo! ¿No te parece una discriminación sexual en toda regla? Pero, en fin, como siempre era el motivo de la discordia, decidí hacer los veinte
onigiri
sin rechistar. Les metí
umeboshi
dentro y los envolví con
nori.
¿Y sabes qué me dijeron? Que dentro de mis
onigiri
sólo había
umeboshi
y que no había traído nada más. Por lo visto, las otras chicas los habían rellenado con salmón o huevas de bacalao y los habían acompañado de tortilla. Me puse tan furiosa que no me salían las palabras. ¿Aquellos tíos que se llenaban la boca hablando de la revolución protestaban por unos
onigiri
que iban a comerse a medianoche? ¿No era suficiente para ellos unos
onigiri
con
umeboshi
dentro y envueltos en
nori?
¡Pensad en los niños de la India!
Me reí a mandíbula batiente.
—¿Y qué hiciste con el club de estudiantes?
—Dejé de ir en junio. Ya estaba harta. No aguantaba más —explicó Midori—. La mayoría de chicos en esta universidad son unos idiotas. Viven temblando de miedo de que los demás se den cuenta de que no saben algo. Todos leen los mismos libros, dicen las mismas cosas, todos se emocionan escuchando a John Coltrane y viendo películas de Pasolini. ¿Es esto la revolución?
—Jamás he visto una, así que no puedo decírtelo.
—Si esto es la revolución, yo no la quiero para nada. Me fusilarían por no meter más que
umeboshi
en los
onigiri.
Y a ti te fusilarían por entender el modo condicional.
—Es posible —dije.
—Yo eso lo sé muy bien. Porque soy del pueblo. Haya o no revolución, el pueblo seguirá sin contar para nada y tirando para adelante, día a día. ¿Qué es la revolución? No es sólo cambiar el nombre del ayuntamiento. Pero aquellos personajes no tenían ni idea. Ellos fanfarroneaban diciendo tonterías. ¿Has visto alguna vez a un inspector de Hacienda?
—No.
—Yo sí. Muchas veces. Entran tan resueltos en las casas ajenas, dándose importancia: «¿Qué es este libro de contabilidad? Veo que todo está un poco manga por hombro. ¿De verdad cree que esto es un gasto? Enséñeme los recibos. ¡Los recibos!». Nosotros estábamos agazapados en un rincón de la tienda y, al llegar la hora de comer, hacíamos traer
sushi.
Mi padre jamás intentó estafar con los impuestos. Él es así. Chapado a la antigua. No obstante, el inspector de Hacienda iba protestando por todo. «Los ingresos son un poco bajos, ¿no le parece?» Los ingresos eran bajos porque ganábamos cuatro perras. Cuando nos decía eso nos sentíamos humillados. Me daban ganas de gritarle: «¡Vete a hacer eso a un sitio donde haya más dinero!». Watanabe, ¿crees que si triunfara la revolución cambiaría la actitud de los inspectores de Hacienda?
—Lo dudo muchísimo.
—Entonces yo no creo en la revolución. Yo sólo creo en el amor.
—¡Di que sí! —grité.
—¡Eso es! —exclamó Midori.
—Por cierto, ¿adónde vamos? —le pregunté.
—Al hospital. Mi padre está ingresado y hoy me toca estar con él.
—¿Tu padre? —Me sorprendió su respuesta—. ¿No estaba en Uruguay?
—Eso era mentira —dijo Midori como si tal cosa—. Él siempre amenazaba con que quería marcharse a Uruguay, pero no puede ir. A duras penas puede salir de Tokio.
—¿Cómo se encuentra?
—Hablando claro, es cuestión de tiempo.
Caminamos un rato en silencio.
—Padece la misma enfermedad que acabó con la vida de mi madre, así que lo sé bien. Tiene un tumor cerebral. Hace dos años que mi madre murió de eso. Y ahora mi padre tiene un tumor.
El interior del hospital universitario, pese a ser domingo, estaba atestado de visitas y de enfermos con sintomatología leve. Flotaba un inconfundible olor a hospital. Una mezcla de olor a desinfectante, a ramos de flores, orina y ropa de cama lo cubría todo, y las enfermeras iban de acá para allá con un seco ruido de pasos.
El padre de Midori yacía en la cama más cercana a la puerta de una habitación doble. Su figura acostada hacía pensar en un pequeño animal mortalmente herido. Permanecía inmóvil y de lado con el brazo izquierdo colgando y con la aguja del gota a gota clavada. Era un hombre pequeño y delgado, y al mirarlo daba la impresión de que iba a adelgazarse más aún, de que iba a empequeñecerse. Un vendaje blanco le envolvía la cabeza, y tenía los brazos llenos de los pinchazos de las inyecciones y de la aguja del gota a gota. Tenía la mirada fija en algún punto del espacio hasta que, al entrar, movió sus ojos inyectados en sangre y me miró. Los mantuvo fijos en mí unos diez segundos, luego volvió a dirigir su mirada hacia algún punto del espacio.
Cuando le miré a los ojos comprendí que aquel hombre moriría pronto. En su cuerpo apenas quedaba un hálito de vida. Lo único que había era un débil, apenas perceptible, vestigio de vida. Igual que una vieja casa desvalijada que espera a ser derruida. Alrededor de los labios resecos le crecía una barba rala con pelos parecidos a hierbajos. Me admiró ver que, en aquel hombre que había perdido toda la vitalidad, sólo la barba seguía creciendo vigorosamente.
Midori saludó a un hombre gordo de mediana edad que dormía en la cama de al lado. Éste, incapaz de hablar bien, se limitó a asentir con una sonrisa. Tras toser varias veces, bebió un sorbo del agua que había a la cabecera de la cama y luego, moviéndose con dificultad, se reclinó y clavó la vista al otro lado de la ventana. Fuera no se veían más que postes y cables telefónicos. Nada más. Ni siquiera las nubes surcando el cielo.