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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

Tokio Blues (31 page)

BOOK: Tokio Blues
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»Me contó estas historias en el camino de vuelta de Fukushima a Ueno. Al final, siempre me decía: “Midori, vayas adónde vayas, siempre es lo mismo”. Y cuando oía eso, yo, que era una niña, pensaba que sí, que debía de tener razón.

—¿Éstos son tus recuerdos de la estación de Ueno?

—Sí. ¿Y tú? ¿Te escapaste alguna vez de casa?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque no se me ocurrió.

—Mira que eres raro —dijo Midori admirada, ladeando la cabeza.

—Tal vez.

—Sea como sea, creo que mi padre intentaba decirte que cuides de mí.

—¿De verdad?

—Yo estas cosas las intuyo. Por cierto, ¿qué le has respondido?

—No entendía bien lo que me estaba diciendo, así que le he dicho que no se preocupe, que yo me encargaré del billete y de ti, que esté tranquilo.

—O sea, que le has prometido que cuidarías de mí. —Midori me miró a los ojos con expresión seria.

—No es eso. —Me afané en justificarme—. No entendía a qué venía todo aquello y…

—Tranquilo. Es broma. Te estaba tomando el pelo. —Midori se rió—. Me encanta esta faceta tuya.

Cuando acabamos de tomar el café, volvimos a la habitación. El padre de Midori seguía profundamente dormido. Al acercar el oído, podía percibirse la respiración acompasada del sueño. Conforme la tarde avanzaba, la luz del exterior fue mudando a un color suave y otoñal. Una bandada de pájaros se acercó, se posó sobre los cables del tendido eléctrico y levantó el vuelo. Midori y yo nos sentamos en un rincón, uno junto al otro, y charlamos en voz baja. Ella me adivinó el futuro por las líneas de la mano y me pronosticó que viviría hasta los ciento cinco años, que me casaría tres veces y que moriría en un accidente de tráfico. Pensé que no era una mala vida.

Pasadas las cuatro, el padre se despertó y Midori se sentó a la cabecera de la cama y le enjugó el sudor, le dio a beber agua, le preguntó si le dolía la cabeza. Vino una enfermera, le tomó la temperatura, anotó cuántas veces había orinado, comprobó el estado del gota a gota. Yo me senté en la sala de la televisión y durante un rato miré la retransmisión de un partido de fútbol.

—Debo irme —le dije a Midori a las cinco. Luego me dirigí al padre—: Tengo que ir a trabajar. De seis a diez y media vendo discos en una tienda de Shinjuku.

Él me miró e hizo un débil gesto afirmativo.

—Watanabe, no sé cómo agradecerte lo que hoy has hecho por mí, lo de hoy… —me dijo Midori en el vestíbulo.

—No he hecho nada del otro mundo. Pero si crees que te ayudo, puedo volver la semana que viene. Me apetece ver otra vez a tu padre.

—¿Hablas en serio?

—Total, en la residencia tampoco hago nada. ¡Ah! Y aquí puedo comer pepinos.

Midori, con los brazos cruzados, golpeaba el suelo de linóleo con sus tacones.

—Me gustaría tomar una copa contigo un día de éstos. —Inclinó ligeramente la cabeza.

—¿Y la película porno?

—Podemos ir de copas después de la película —sugirió Midori—. Y hablaremos de guarradas, como siempre.

—Perdona, pero no soy yo quien las dice, sino tú —protesté.

—Tanto da quién sea. En cualquier caso, mientras hablamos de porquerías, beberemos una copa tras otra, nos emborracharemos, nos abrazaremos y nos iremos juntos a la cama.

—Puedo imaginarme lo que sigue. —Suspiré—. Y cuando yo lo intente, ¿tú me rechazarás?

—¡Bah! —rió Midori.

—Ven a recogerme a la residencia el domingo que viene. Podemos venir a visitar a tu padre.

—Mejor que me ponga una falda un poco más larga, ¿no?

—Sí.

Sin embargo, el domingo de la semana siguiente no fui al hospital. El padre de Midori falleció la madrugada del viernes.

Aquel día Midori me llamó por teléfono a las seis y media de la mañana para comunicármelo. Sonó el timbre anunciando que tenía una llamada, me puse una chaqueta sobre los hombros del pijama, bajé al vestíbulo y tomé el auricular. Una lluvia fría caía en el más absoluto silencio.

—Papá ha muerto hace un rato —me dijo Midori con voz tranquila.

Le pregunté si había algo que pudiera hacer por ella.

—Gracias. Pero no hay ningún problema —contestó Midori—. Ya estamos acostumbradas a los funerales. Sólo quería decírtelo —lanzó un suspiro—. No vayas al funeral. Los odio. No quiero verte en un sitio así.

—De acuerdo —accedí.

—¿Me llevarás a ver una película porno?

—Claro.

—¿Una muy guarra?

—Buscaré una de ésas.

—Ya te llamaré yo —añadió Midori. Y colgó.

Una semana después aún no había recibido noticias suyas. No la vi en las clases de la universidad, ni me llamó. Cada vez que volvía a la residencia miraba si tenía algún recado, pero no me había llamado nadie. Una noche, para cumplir mi promesa, intenté masturbarme pensando en Midori, pero no resultó. No me quedó otra solución que, a medias, sustituirla por Naoko, pero ni siquiera la imagen de Naoko fue de gran ayuda. Acabé sintiéndome estúpido y desistí. Me tomé un vaso de whisky, me lavé los dientes y me acosté.

El domingo por la mañana le escribí una carta a Naoko. Le conté que el padre de Midori había muerto. Había ido al hospital a visitar al padre de una compañera de clase y comí unos pepinos que sobraban. Entonces al padre le apeteció probarlos y comió uno entero. Pero, cinco días después, murió.

«Recuerdo con toda claridad el pequeño crujido que hacía al mordisquear el pepino. Las personas, al morirnos, dejamos atrás unos pequeños y extraños recuerdos.

»Cuando me despierto por las mañanas, todavía en la cama, te imagino a ti y a Reiko en el gallinero. Me parece ver a los pavos reales, a las palomas, a los loros y a los pavos. También recuerdo el chubasquero amarillo con capucha que os ponéis cuando llueve. Es muy reconfortante pensar en ti, yo todavía en la cama y bien tapado. Me da la sensación de que estás junto a mí durmiendo hecha un ovillo. Y pienso en lo maravilloso que sería que esto fuese cierto.

»A veces me siento muy solo, pero intento afrontar la vida con ánimo. Al igual que todas las mañanas tú cuidas de las aves del gallinero y trabajas en el campo, yo me doy cuerda a mí mismo. Antes de saltar de la cama, lavarme los dientes, afeitarme, desayunar, vestirme, salir de la residencia y llegar a la universidad, ya he dado treinta y seis vueltas a la clavija. Me digo a mí mismo: “¡Vamos! Hoy empieza otro día. ¡Ánimo!”. No me había dado cuenta de que hablo mucho solo. Puede que, mientras me doy cuerda, no pare de murmurar todo el tiempo.

»Es amargo no poder verte, pero, si tú desaparecieras, mi vida en Tokio sería mucho más dura todavía. Es pensando en ti, por las mañanas, en la cama, como me decido a darme cuerda y a vivir un nuevo día. Del mismo modo que tú luchas por seguir adelante allí, yo debo luchar por seguir adelante aquí.

»Pero hoy es domingo y esta mañana no me he dado cuerda. He hecho la colada y ahora estoy escribiendo esta carta en mi habitación. Una vez la haya terminado, cuando haya pegado el sello y la haya echado al buzón, no tendré nada más que hacer hasta la noche. Los domingos no estudio. Durante la semana ya estudio lo suficiente en la biblioteca, entre clases, así que los domingos no tengo nada que hacer. Las tardes de domingo son tranquilas, apacibles y solitarias. Leo y escucho música. A veces recuerdo, uno a uno, nuestros paseos por Tokio en domingo. Incluso me acuerdo de la ropa que llevabas puesta. Las tardes de domingo recuerdo un montón de cosas.

»Dale recuerdos a Reiko. Cuando anochece echo de menos su guitarra.»

Cuando terminé de escribir la carta, la eché a un buzón que había a unos doscientos metros de la residencia, compré un sándwich de tortilla y una Coca-Cola en una panadería del barrio, me senté en un banco del parque y almorcé. En el parque había unos chicos jugando al béisbol y, para matar el tiempo, me quedé mirándolos. El cielo, conforme avanzaba el otoño, iba volviéndose más azul y más alto y, al alzar distraídamente la mirada, vi dos estelas de un avión que avanzaban en línea recta hacia el oeste, paralelas como las vías del ferrocarril. Cuando les arrojé a los chicos una pelota que habían bateado fuera del campo hasta rodar a mis pies, ellos se quitaron la gorra y me dijeron: «Muchas gracias». En aquel partido entre jóvenes abundaban los lanzamientos no válidos y el robo de bases.

Por la tarde volví a la habitación, leí un libro y, cuando ya no pude concentrarme en la lectura, me quedé mirando el techo pensando en Midori. Me pregunté si su padre realmente me había pedido que cuidara de ella. Quizá me había confundido con otra persona. En todo caso, había muerto un viernes por la mañana en que caía una lluvia fría, y ahora era imposible descubrir la verdad. Imaginé que el hombre antes de morir se había encogido todavía más. Y luego, en el crematorio, su cuerpo había ardido y no habían quedado de él más que cenizas. ¿Qué dejaba atrás? Una triste librería en un triste barrio comercial y dos hijas de las cuales al menos una era un poco excéntrica. «¿Qué tipo de vida era ésa?», pensé. ¿Qué debía de estar rumiando su cabeza abierta y confusa, en el lecho del hospital, cuando me miraba? Pensando estas cosas del padre de Midori, me entristecí tanto que descolgué la ropa de la azotea antes de que se secara del todo, me fui a Shinjuku y deambulé por el barrio para matar el tiempo. Las calles atestadas en domingo me sosegaron. Compré
Luz de agosto,
de Faulkner, en la librería Kinokuniya, llena como un tren en hora punta, entré en el jazz café más ruidoso que encontré y escuché a Ornette Coleman y Bud Powell mientras tomaba una taza de café amargo y leía el libro que acababa de comprar. A las cinco y media cerré el libro, salí a la calle, tomé una cena ligera. «¿Cuántas decenas, no, centenares de domingos como éste me quedan por vivir?», me pregunté. «Domingos tranquilos, apacibles y solitarios», dije en voz alta. Los domingos no me doy cuerda.

8

A mediados de semana me hice un corte muy profundo en la palma de la mano con un cristal. No me había dado cuenta de que uno de los tabiques divisorios de cristal de una de las estanterías de los discos estaba roto. Me sorprendió que manara tal cantidad de sangre. Unos grandes goterones fueron cayendo a mis pies, tiñendo el suelo de color rojo. El encargado de la tienda trajo varias toallas, me envolvió la mano, me hizo un vendaje y preguntó por teléfono dónde había un hospital de urgencias. Aunque era un tipejo bastante inútil, por una vez actuó con eficacia. Por fortuna el hospital estaba cerca, pues antes de que llegáramos, las toallas ya se habían empapado pues la sangre goteaba sobre el asfalto. La gente se apartaba de mi camino. Tal vez imaginaban que la herida era fruto de una pelea. No me dolía. Sin embargo, la sangre manaba sin interrupción. Un médico impasible me quitó las toallas, me hizo un torniquete en la muñeca, paró la hemorragia, desinfectó la herida, la cosió y al fin comentó: «Vuelve mañana». Al regresar a la tienda, el encargado me dijo que me fuera a casa, que se quedaría él en mi lugar. Tomé el autobús y regresé a la residencia. Luego me dirigí a la habitación de Nagasawa. A causa de la herida, tenía los nervios excitados y quería hablar con alguien. Tenía la sensación de que hacía mucho tiempo que no lo veía.

Encontré a Nagasawa en su cuarto bebiendo una cerveza mientras seguía un curso de español que daban en televisión. En cuanto vio mi vendaje me preguntó qué me había ocurrido. Le expliqué que me había hecho daño, pero que no era nada grave. Rechacé la cerveza que me ofrecía.

—El programa termina enseguida —me dijo Nagasawa mientras hacía ejercicios de pronunciación de español.

Calenté agua y preparé un té de bolsa. En la tele, una española leía unos ejemplos: «Es la primera vez que llueve de forma tan torrencial. En Barcelona la corriente se ha llevado varios puentes». Nagasawa repitió estas frases practicando la pronunciación y exclamó:

—¡Qué ejemplos más malos! En los cursos de idiomas siempre sacan frasecitas de este tipo.

Cuando el programa terminó, Nagasawa apagó el televisor y bebió otra cerveza que sacó de la pequeña nevera.

—¿Te molesto? —le pregunté.

—¿A mí? ¡Qué va! Me aburría. ¿De verdad no quieres una cerveza?

Le dije que no.

—¡Ah! Por cierto, el otro día dieron los resultados de los exámenes. He aprobado —comentó Nagasawa.

—¿Los exámenes para el Ministerio de Asuntos Exteriores?

—Sí. Oficialmente se llama Examen para Servicios de Primera Clase del Ministerio de Asuntos Exteriores. Parecen idiotas, ¿verdad?

—Felicidades. —Le estreché la mano.

—Gracias.

—Era de esperar.

—Sí, lo era. —Nagasawa se rió—. Está bien que sea oficial.

—¿Irás al extranjero…? Tan pronto como entres en el Ministerio, quiero decir.

—No, durante el primer año hay unos cursillos en nuestro país. Después a uno lo envían un tiempo al extranjero.

Yo sorbía el té y él bebía la cerveza con cara de satisfacción.

—Si quieres, te daré esta nevera cuando me marche de aquí. Así podrás tomar cerveza fría.

—Perfecto. Pero tú también la necesitarás. Tendrás que vivir en un apartamento, o en alguna parte, supongo.

—No digas tonterías. Cuando salga de aquí me compraré una nevera más grande, viviré por todo lo alto. Ya he aguantado cuatro años en este agujero. No quiero, ni en pintura, seguir viendo todo lo que he utilizado aquí dentro. Te doy lo que quieras. El televisor, el termo, la radio…

—A mí cualquier cosa me va bien —dije. Tomé el libro de texto de español de encima del pupitre y me quedé mirándolo—. ¿Has empezado a estudiar español?

—Sí, cuantos más idiomas sepa, tanto mejor. He descubierto que se me dan bien. Mira, el francés lo he aprendido solo y ya lo hablo casi a la perfección. Son como un juego. Una vez conoces una regla, las otras son todas lo mismo. Como las mujeres.

—Es una manera muy introspectiva de vivir —comenté con sarcasmo.

—Por cierto, ¿vamos a cenar un día de éstos? —me preguntó Nagasawa.

—No querrás ir a ligar otra vez, ¿verdad?

—No, hombre. Una buena cena. Podemos ir con Hatsumi a un buen restaurante. Para celebrar mi nuevo empleo. Al lugar más caro que encontremos. Total, paga mi padre.

—¿Y por qué no vais los dos solos, Hatsumi y tú?

—Para mí y para Hatsumi, es mucho más cómodo si estás tú —terció Nagasawa.

«¡Oh, no!», pensé. Igual que con Kizuki y Naoko.

—Después de la cena, ya pasaré la noche en casa de Hatsumi. Pero podemos cenar los tres juntos.

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