—No, no quería decir eso…
—Watanabe, te lo advierto. —Midori me señaló con el dedo índice—. Voy arrastrando montones de cosas, a cual peor. ¡Es horroroooso! Así que no sigas pinchándome, o me echaré a llorar aquí mismo. Y, si empiezo, no pararé en toda la noche. Ahora ya lo sabes. Y yo, cuando lloro, lloro como una posesa, sin importarme quién esté a mi lado.
Asentí y no añadí nada más. Pedí mi segundo whisky con soda y comí pistachos. Por debajo del sonsonete de la coctelera agitándose, el entrechocar de vasos y el tintineo del hielo, sonaba una vieja canción de amor de Sarah Vaughan.
—Después del incidente del tampón, las cosas no han ido bien entre mi novio y yo —dijo Midori.
—¿El incidente del tampón?
—Sí, hace cosa de un mes fuimos a tomar unas copas con unos amigos suyos y se me ocurrió explicarles que a una vecina se le salió el tampón de un estornudo. Es chocante, ¿no?
—Sí, mucho —asentí riéndome.
—A todos les pareció muy divertido. Pero él se enfadó. «¿Cómo se te ocurre contar estas vulgaridades?», me soltó. «Me has decepcionado.»
—¡Vaya!
—Es un buen chico, no creas. Pero un poco estrecho de miras —explicó Midori—. Se enfada, por ejemplo, si llevo la ropa interior de otro color que no sea el blanco. ¿No te parece que eso es ser un poco estrecho?
—No lo sé. También puede ser una cuestión de gusto. —Me asombraba que semejante personaje estuviera enamorado de Midori, pero preferí callar.
—¿Y tú qué has estado haciendo? —preguntó Midori.
—Nada del otro jueves —dije, pero después recordé que había intentado masturbarme pensando en ella, tal como le había prometido. Se lo dije en voz baja para que la gente no nos oyera.
A Midori se le iluminó el rostro e hizo chasquear los dedos.
—¿Y qué tal?
—Cuando estaba a medias, me dio vergüenza y lo dejé correr.
—¿No se te levantaba?
—No.
—¡Eso no puede ser! —Me miró de reojo—. No debes avergonzarte. Tienes que pensar en guarradas. Si te doy permiso, tú adelante. ¡Ya sé! La próxima vez te hablaré por teléfono. ¡Ah, ah!… ¡Así, así!… ¡Me gusta, me gusta!… No, no… ¡Ah! ¡Me corro!… ¡No hagas eso! Y tú, mientras tanto, te masturbas.
—En la residencia el teléfono está en el vestíbulo, junto a la entrada. Siempre hay gente entrando y saliendo —le expliqué—. Si me masturbara en un lugar así, el director de la residencia me mataría de un guantazo. No me cabe duda.
—¡Vaya problema!
—Problema, ninguno. Un día de éstos volveré a intentarlo.
—¡Ánimo!
—Sí.
—Quizá no soy lo bastante sexy —dijo Midori.
—No, no se trata de eso —repuse—. Es…, cómo te lo diría, una cuestión de posiciones.
—Tengo la espalda muy sensible. Sólo con pasarme un dedito…
—Lo tendré en cuenta.
—¿Vamos a ver una película porno? Una de ésas sadomaso, una muy bestia —sugirió.
Cenamos en un restaurante cuya especialidad era la anguila, y luego, en el mismo Shinjuku, entramos en un cine, cutre como había pocos, y compramos dos entradas para una sesión de tres películas para adultos. En el periódico habíamos visto que aquél era el único lugar donde pasaban películas sadomaso. El cine olía a algo indefinible. Entramos justo a tiempo: la primera película estaba a punto de comenzar. Era una historia de dos hermanas —la mayor, oficinista, y la menor, estudiante de bachillerato— a quienes un puñado de hombres raptaban y sometían a diversas prácticas sádicas. El argumento era el siguiente: unos tíos infligían todo tipo de vejaciones a la hermana mayor bajo la amenaza de violar a la menor, pero, en éstas, la mayor acababa convirtiéndose en una masoquista de tomo y lomo, y la menor, por su parte, obligada a ver lo que le hacían a su hermana, se volvía loca. Era una historia tan reiterativa y deprimente que a media película ya estaba aburriéndome.
—Yo, de haber sido la hermana menor, no me hubiera vuelto loca por tan poca cosa. Hubiera mirado con los ojos bien abiertos —dijo Midori.
—No lo dudo.
—¿No crees que la hermana menor tiene los pezones muy oscuros para ser una colegiala virgen?
—Sí.
Ella disfrutaba con cada escena, parecía que fuera a devorar la película. «Viéndola con tanto interés, realmente amortiza el precio de la entrada», pensé admirado. Midori, cada vez que descubría algo nuevo, me informaba.
«¡Mira, mira lo que hacen! ¡Es increíble!» O también: «¡Es horrible! ¡Qué fuerte que te lo hagan tres a la vez! A mí me rasgarían, seguro». O esto otro: «Watanabe, a mí me gustaría hacer una cosa así». Y cosas por el estilo. Me resultaba mucho más interesante mirarla a ella que ver la película.
En el intermedio barrí con los ojos la sala iluminada. Midori era la única mujer entre el público. Al verla, unos chicos con pinta de estudiantes se sentaron mucho más allá.
—Watanabe, cuando miras una cosa así, ¿se te levanta? —me preguntó.
—A veces —dije—. De hecho, estas películas las hacen con esta intención.
—Entonces en esas escenas a todos los presentes se les levanta. ¡Zas!, treinta o cuarenta penes poniéndose tiesos a la vez. Al pensarlo se tiene una sensación muy extraña, ¿verdad?
—Ahora que lo dices, sí.
Dentro de lo que cabía esperar, la segunda fue una película más normal y, justamente por eso, más aburrida todavía que la primera. Había muchas escenas de sexo oral y, cada vez que salía en pantalla una felación, un cunnilingus o un sesenta y nueve, el recinto se inundaba de lametones y succiones a todo volumen. Me aturdió pensar en el curioso planeta donde vivía.
—¿A quién debe de habérsele ocurrido introducir ahí este sonido? —le pregunté a Midori.
—¡A mí me encanta! —dijo ella.
En la pantalla se veía el pene entrando y saliendo de la vagina. Hasta entonces, yo jamás me había percatado de la existencia de semejante sonido. Los jadeos del hombre, «¡Oh!», «¡Ah!», y los gemidos de la mujer, «¡Sí, sí!» o «¡Más, más!», eran relativamente comunes. Incluso se oía rechinar la cama. Esta escena se alargó bastante. Al principio, Midori la observaba con interés, pero, tal como era de prever, pronto se hartó y me propuso que nos fuéramos. Nos levantamos, salimos del cine y por fin respiramos aire fresco. Por primera vez en mi vida, el aire de Shinjuku me pareció refrescante.
—¡Qué divertido! —exclamó Midori—. Volveremos otro día.
—Estas películas son todas iguales —comenté.
—¡Y qué esperabas! Todos hacemos siempre lo mismo.
Tuve que darle la razón.
Después entramos en un bar y tomamos una copa. Yo bebí un vaso de whisky, Midori, dos o tres copas de no sé qué cóctel. Al salir del local, se empeñó en trepar a un árbol.
—Por aquí no hay árboles. Además, estás demasiado borracha para subirte a uno —le advertí.
—Eres siempre tan sensato que acabas deprimiendo al personal. Estoy borracha porque me da la gana. ¿Pasa algo? Y, aunque lo esté, puedo subirme a los árboles. ¡Eso es! Me subiré a uno muy, muy alto y me haré pipí encima de la gente, como si fuera una cigarra.
—¿No será que tienes ganas de ir al baño?
—Sí.
La llevé hasta unos servicios de pago de la estación de Shinjuku, introduje una moneda, empujé a Midori dentro, compré la edición vespertina del periódico y esperé leyéndolo a que saliera. Pero no aparecía. Al cabo de quince minutos, cuando, preocupado, me disponía a comprobar qué le había ocurrido, ella por fin salió. Estaba bastante pálida.
—Perdona. Me he quedado dormida allí sentada —se excusó.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté poniéndole el abrigo.
—No muy bien.
—Te acompaño a tu casa —dije—. Una vez allí, te das un baño caliente, despacito, y te acuestas. Estás cansada.
—No quiero volver a casa. Allí no hay nadie, no quiero dormir sola.
—¿Y entonces qué vas a hacer?
—Entrar en un
love hotel
de por aquí y dormir abrazada a ti. Mañana, después de desayunar, nos iremos juntos a clase.
—Cuando me llamaste ya tenías esta idea.
—Claro.
—Tenías que haber llamado a tu novio en vez de a mí. Hubiera sido lo más lógico. Los novios están para eso.
—Yo quiero estar contigo.
—No puede ser —añadí resuelto—. En primer lugar, tengo que volver a la residencia antes de las doce. Si no, incumpliré las normas de pernoctación. Ya lo hice una vez y tuve complicaciones. En segundo lugar, si me meto en la cama con una chica, me entran ganas de hacer el amor con ella y odio tener que aguantarme. A lo mejor, acabaría violándote y todo.
—¿Me pegarías, me atarías y me darías por atrás?
—No estoy bromeando.
—Pero me siento muy sola. Me sabe mal por ti, no creas. No hago más que exigirte cosas sin darte nada a cambio. Digo lo que me da la gana, te llamo, te llevo de acá para allá. Pero eres la única persona con quien puedo relajarme. En mis veinte años de vida, jamás he podido hacer lo que me ha dado la gana. Mis padres no me prestaban atención, y mi novio no es de ese tipo. En cuanto suelto lo primero que se me pasa por la cabeza, él se enfada. Y nos peleamos. Sólo cuento contigo. Ahora estoy tan cansada que necesito dormirme oyendo cómo alguien me dice guapa, bonita, y cosas así. Y entonces, cuando me despierte, me sentiré como nueva, y nunca, nunca más te pediré algo tan egoísta. Jamás. Seré una buena chica.
—Lo entiendo, pero es imposible —tercié.
—¡Por favor! Si no, me quedaré toda la noche aquí sentada, llorando. Y me acostaré con el primer tío que me dirija la palabra.
No podía hacer nada para negarme, así que llamé a la residencia y pregunté por Nagasawa. Le pedí si podía ayudarme a fingir que estaba de vuelta en la residencia.
—Es que estoy con una chica —le dije.
—Tratándose de eso, te ayudaré con mucho gusto —me contestó—. Daré la vuelta a tu tarjeta y la colgaré como si estuvieras dentro de la habitación. No te preocupes por nada y diviértete. Mañana por la mañana, puedes entrar por la ventana de mi cuarto.
—Gracias. Te debo una. —Colgué el auricular.
—¿Has podido arreglarlo? —preguntó Midori.
—Más o menos. —Suspiré.
—Todavía es pronto. Vayamos a una discoteca.
—¿No estabas tan cansada?
—Siempre estoy dispuesta a ir a bailar.
—¡Vaya! —exclamé.
Efectivamente, una vez entró en la discoteca y empezó bailar, Midori fue recuperándose. Se tomó dos cubalibres y bailó en la pista hasta quedar bañada en sudor.
—¡Es tan divertido! —comentó sentada a la mesa cuando se tomó un descanso—. Hacía siglos que no bailaba. Cuando una mueve el cuerpo, parece que se le libera el espíritu.
—Yo diría que al tuyo no le hace ninguna falta.
—¡Qué dices! —Ladeó la cabeza esbozando una sonrisa—. Y ahora que ya estoy bien, ¡tengo hambre! ¿Vamos a comer una pizza?
La llevé a la pizzería donde yo solía ir y pedimos una pizza napolitana y cerveza a presión. Yo apenas tenía hambre y sólo comí cuatro de los doce trozos; Midori se zampó el resto.
—Veo que te encuentras mejor. Hasta hace un rato estabas pálida como un sudario y dabas tumbos —le dije boquiabierto.
—Apuesto a que mis ruegos egoístas han sido escuchados —soltó Midori—. Se me ha quitado el nudo que me atenazaba la garganta. ¡Esta pizza está deliciosa!
—¿No hay nadie en tu casa?
—No, no hay nadie. Mi hermana está en casa de una amiga. Ella es muy miedosa y cuando no estoy en casa se va a dormir fuera.
—Dejemos para otra ocasión lo del
love hotel.
Allí sólo conseguiremos sentirnos vacíos. Vayamos a tu casa. Supongo que tendrás un futón para mí…
Midori reflexionó unos instantes y finalmente asintió.
—Vayamos a casa.
Tomamos la línea Yamanote, fuimos hasta Ôtsuka y al llegar levantamos la persiana metálica de la librería Kobayashi. En la persiana habían pegado un papel donde ponía CERRADO TEMPORALMENTE. El interior oscuro de la tienda olía a papel antiguo, como si llevaran mucho tiempo sin abrirla. La mitad de los estantes permanecían vacíos y casi todas las revistas estaban empaquetadas y listas para ser devueltas. La tienda me pareció mucho más vacía y helada que la primera vez que la había visto. Parecía un barco abandonado en la orilla.
—¿Pensáis cerrar la tienda? —pregunté.
—Hemos decidido venderla —dijo Midori—. Venderla y repartirnos el dinero entre mi hermana y yo. Y vivir por nuestra cuenta, sin nadie que nos proteja. Mi hermana se casa el año que viene y a mí me quedan tres años de universidad. Espero que nos alcance el dinero. Además, tengo un trabajo por horas. Cuando vendamos la tienda, alquilaremos un apartamento y durante un tiempo viviremos juntas.
—¿Crees que encontraréis un comprador?
—Es probable. Tenemos un conocido que quiere montar una tienda de lanas y hace tiempo que dice que le interesa el local. ¡Pobre papá! Se pasó la vida trabajando como un burro, compró la tienda, fue pagando la hipoteca poco a poco y, de todo eso, al final no ha quedado nada. Todo se ha esfumado como una burbuja.
—Quedas tú —dije.
—¿Yo? —Midori se rió con extrañeza. Respiró hondo—. Vayamos arriba. Aquí hace frío.
Al llegar a la planta superior, me hizo sentar a la mesa de la cocina y puso el agua del baño a calentar. Entretanto, yo herví agua en la tetera y preparé el té. Mientras se calentaba el agua del baño, tomamos té, sentados el uno frente al otro a la mesa de la cocina. Ella me estuvo contemplando con la mejilla apoyada sobre la palma de la mano. No se oía otro ruido que el tictac del reloj y el termostato de la nevera, encendiéndose y apagándose. El reloj señalaba casi la medianoche.
—Watanabe, ahora que te miro con atención, veo que tienes una cara muy divertida —comentó Midori.
—¿Ah, sí? —repuse ofendido.
—Me suelen gustar los chicos guapos, pero, cuanto más te observo, más claro lo tengo: no estás nada mal.
—Yo a veces pienso lo mismo de mí mismo. Me digo: «No estás nada mal».
—No te ofendas. Me cuesta expresar mis sentimientos con palabras. Así que la gente siempre me malinterpreta. Lo que trato de decir es que me gustas. Pero me parece que ya te lo había dicho antes.
—Sí, ya me lo habías dicho —añadí.
—Poco a poco voy aprendiendo cosas sobre los hombres.
Midori trajo un paquete de Marlboro y tomó un cigarrillo.
—Y aún tengo muchas cosas que aprender.
—Lo imagino.
—¡Ah! Por cierto, ¿quieres quemar una barrita de incienso por mi padre? —sugirió Midori.