Tormenta de Espadas (111 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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En medio de la carnicería, el señor del Cruce permanecía sentado en su trono de roble tallado, con los labios tensos sobre las encías en una sonrisa.

A escasos metros había una daga en el suelo. Quizá se había deslizado hasta allí cuando el Pequeño Jon levantó la mesa, o quizá había caído de la mano de algún moribundo. Catelyn avanzó a rastras hacia ella. Sentía los miembros pesados como el plomo y notaba el sabor a sangre en la boca.

«Voy a matar a Walder Frey», se dijo. Cascabel estaba más cerca del cuchillo, escondido debajo de una mesa, pero cuando ella lo cogió se limitó a encogerse de miedo. «Voy a matar a ese viejo, lo voy a matar.»

En aquel momento, el tablero de mesa que el Pequeño Jon había lanzado sobre Robb se movió, y su hijo se incorporó sobre las rodillas. Tenía una flecha en el costado, otra en la pierna y una tercera en el pecho. Lord Walder alzó una mano, y toda la música excepto un tambor cesó al instante. A los oídos de Catelyn llegó el fragor lejano de la batalla, y el aullido salvaje, más cercano, de un lobo.

«Viento Gris»
, recordó demasiado tarde.

—Je, je —se burló Lord Walder de Robb—. El Rey en el Norte se levanta. Parece ser que hemos matado a unos cuantos de vuestros hombres, Alteza. Pero os pediré disculpas y asunto arreglado, je, je.

Catelyn agarró un mechón de la larga cabellera gris de Cascabel Frey y lo sacó de su escondrijo a rastras.

—¡Lord Walder! —gritó—. ¡Lord Walder! —El sonido del tambor retumbaba, lento y sonoro—. Basta —dijo Catelyn—. ¡Basta, os digo! Habéis pagado la traición con traición, pongamos fin a esto. —Al presionar la daga contra la garganta de Cascabel le vino a la cabeza el recuerdo de la habitación en la que había yacido inconsciente Bran, y volvió a sentir el acero en su propio cuello. El tambor seguía sonando—. Por favor —suplicó—. Es mi hijo. Mi primer hijo, y el último que me queda. Dejad que se vaya. Dejad que se vaya y os juro que olvidaremos esto... olvidaremos todo lo que habéis hecho hoy. Lo juro por los antiguos dioses y por los nuevos... No... no intentaremos vengarnos...

—Sólo un idiota daría crédito a semejante estupidez. —Lord Walder la miraba con desconfianza—. ¿Me tomáis por idiota, mi señora?

—Os tomo por un padre. Quedaos conmigo como rehén y también con Edmure, si es que no lo habéis matado. Pero dejad que Robb se vaya.

—No. —La voz de Robb era un susurro débil—. No, madre...

—Sí. Levántate, Robb. Levántate y vete, por favor, ¡por favor! Sálvate... si no lo haces por mí, hazlo por Jeyne.

—¿Jeyne? —Robb se agarró al borde del tablero y consiguió ponerse de pie—. Madre... —dijo—.
Viento Gris
...

—Ve a buscarlo. Ahora mismo, Robb, ¡sal de aquí!

—¿Qué os hace pensar que se lo voy a permitir? —Lord Walder soltó un bufido.

Presionó más la daga contra la garganta de Cascabel. El retrasado la miró en una súplica muda. Un hedor repugnante asaltó la nariz de Catelyn, pero no le prestó más atención que al incesante batir lúgubre de aquel tambor. Ser Ryman y Walder el Negro trazaban círculos en torno a ella, pero a Catelyn no le importaba nada. Que hicieran con ella lo que quisieran; que la encerraran, que la violaran, que la mataran, no le importaba. Había vivido demasiado, Ned la estaba esperando. Por quien temía era por Robb.

—Por mi honor de Tully —le dijo a Lord Walder—, por mi honor de Stark, cambiaré la vida de vuestro hijo por la de Robb. Hijo por hijo.

La mano le temblaba tanto que estaba haciendo sonar las campanitas de Cascabel. El sonido del tambor seguía retumbando. Los labios del anciano se movían sobre las encías desdentadas. La daga temblaba en la mano de Catelyn, resbaladiza de sudor.

—Hijo por hijo, je, je —repitió Lord Walder—. Pero ése es un nieto... y nunca me ha servido de nada.

Un hombre vestido con armadura oscura y capa color rosa claro se acercó a Robb.

—Jaime Lannister os envía recuerdos —dijo. Clavó la espada en el corazón de su hijo y la retorció.

Robb había roto el juramento que prestara, pero Catelyn cumplió el suyo. Tiró con fuerza del pelo de Aegon y le cortó el cuello hasta que la hoja rechinó contra el hueso. La sangre cálida le corrió por los dedos. Las campanitas del retrasado tintineaban, tintineaban, tintineaban, y el sonido del tambor retumbaba, retumbaba, retumbaba...

Por fin, alguien le quitó la daga de la mano. Las lágrimas le ardían como si fueran vinagre que le corriera por las mejillas. Diez cuervos salvajes le arañaban la cara con garras afiladas y le arrancaban tiras de carne, dejaban surcos profundos que se teñían de sangre. La notaba en los labios.

«Duele, duele mucho —pensó—. Nuestros hijos, Ned, nuestros pequeños. Rickon, Bran, Arya, Sansa, Robb... Robb... por favor, Ned, por favor, haz que pare, haz que pare de doler...» Las lágrimas claras y las rojas corrieron juntas hasta que tuvo desgarrado todo el rostro, aquel rostro que Ned había amado. Catelyn Stark alzó las manos y vio cómo la sangre le corría por los largos dedos, por las muñecas, bajo las mangas del vestido. Eran lentos gusanos rojos que le reptaban por los brazos bajo la ropa. «Qué cosquillas.» Aquello la hizo reír hasta que empezó a gritar.

—Se ha vuelto loca —dijo un hombre—. Ha perdido la cabeza.

—Acabemos con esto —dijo alguien más.

Una mano la agarró por el cabello como había hecho ella con Cascabel.

«No, no me cortéis el pelo —pensó—, a Ned le gusta mucho mi pelo.» Luego sintió el acero en la garganta, y su mordisco fue rojo y frío.

ARYA (11)

Las carpas del banquete quedaban ya tras ellos. Avanzaron sobre barro húmedo y hierba aplastada, alejándose de la luz, de vuelta a la penumbra. Ante ellos se alzaba imponente la entrada del castillo. Arya alcanzaba a ver las antorchas que se movían sobre las murallas, con unas llamas que danzaban y ondeaban al viento. Proyectaban una luz mortecina sobre las armaduras y los yelmos mojados. Más antorchas avanzaban por el puente de piedra oscura que unía Los Gemelos, era una columna que pasaba de la orilla oeste a la este.

—El castillo no está cerrado —dijo Arya de repente.

El sargento había dicho que sí, pero no era verdad. Alguien estaba levantando el rastrillo, y el puente levadizo ya había descendido para ofrecer un paso sobre las aguas crecidas del foso. Había tenido miedo de que los guardias de Lord Frey no los dejaran entrar. Se mordió el labio, demasiado nerviosa hasta para sonreír.

El Perro tiró de las riendas con tanta brusquedad que Arya estuvo a punto de caerse del carromato.

—Por los siete infiernos de mierda —lo oyó maldecir Arya mientras la rueda izquierda empezaba a hundirse en el lodo blando. El carromato se inclinaba poco a poco—. ¡Bájate! —le rugió Clegane al tiempo que le daba un empujón con la mano para tirarla hacia un lado.

Arya aterrizó con un movimiento elástico, tal como le había enseñado Syrio, y al instante se puso en pie de un salto con la cara llena de barro.

—¿Por qué has hecho eso? —gritó.

El Perro también se había bajado de un salto. Arrancó el asiento del carromato y sacó el cinto de la espada que había ocultado en su interior.

Sólo entonces oyó la riada de jinetes que salían por la puerta del castillo en una avalancha de acero y fuego; el retumbar de los cascos de sus corceles al cruzar el puente levadizo casi quedaba ahogado por el sonido de los tambores de los castillos. Tanto hombres como caballos llevaban armaduras, y uno de cada diez portaba una antorcha. Los demás llevaban hachas, hachas de combate con la cabeza rematada con una púa y espadones capaces de destrozar huesos y armaduras.

A lo lejos se oyó el aullido de un lobo. No fue un sonido muy alto comparado con el ruido del campamento, la música y el gruñido sordo y ominoso del río crecido, pero Arya lo oyó. Aunque tal vez no fue con los oídos. Aquel sonido la hizo estremecer, se le clavó como un cuchillo de rabia y dolor. Del castillo salían más y más jinetes en una columna de a cuatro que parecía no tener fin, incontables caballeros, escuderos, jinetes libres, antorchas, hachas... Y detrás también llegaban ruidos.

Cuando Arya volvió la vista advirtió que sólo quedaban dos de las gigantescas tiendas del banquete; antes había tres. La de en medio se había derrumbado. Al principio no comprendió qué sucedía. Luego las llamas empezaron a trepar por la tienda caída, y las otras dos empezaron a caerse, las pesadas lonas aceitadas cubrieron a los hombres que había debajo. Una andanada de flechas incendiarias surcó el aire. La segunda tienda se prendió, y a continuación la tercera. Los gritos eran tan horripilantes que ya no distinguía la letra de las canciones. Sombras oscuras se movían ante las llamas, el acero de sus armaduras brillaba anaranjado en la distancia.

«Una batalla —supo Arya al instante—. Es una batalla. Y los jinetes...»

De repente ya no pudo seguir mirando las tiendas. Con el río tan desbordado, las turbulentas aguas negras que llegaban al puente levadizo alcanzaban la altura de la barriga de un caballo, pero, pese a todo, los jinetes las cruzaron, espoleados por la música. La canción que sonaba en los dos castillos era la misma, para variar.

«Esta canción la conozco», advirtió Arya de repente. Tom Siete se la había cantado aquella noche lluviosa que los bandidos pasaron refugiados en la destilería con los hermanos. «¿Y quién sois vos, preguntó el orgulloso señor, para que tenga que haceros tales reverencias?»

Los jinetes Frey avanzaban entre el lodo y los juncos, pero algunos habían visto el carromato. Vio a tres jinetes que se apartaban de la columna principal y se acercaban cabalgando por las aguas poco profundas. «Sólo soy un gato de diferente pelaje, y ésa es toda la esencia.»

Clegane liberó a
Extraño
de un tajo de la espada y subió a su grupa de un salto. El caballo sabía qué se esperaba de él. Alzó las orejas y se abalanzó contra los corceles que cargaban contra ellos. «Con pelaje dorado o pelaje carmesí, el león garras sigue teniendo, y las mías son tan largas y afiladas, mi señor, como las que vais exhibiendo.»

Arya había rezado cien veces, mil veces, pidiendo la muerte del Perro, pero en aquel momento... Tenía una roca en la mano, resbaladiza por el cieno, y ni siquiera recordaba haberla cogido.

«¿A quién se la tiro?»

La sobresaltó el estrépito del metal cuando Clegane desvió el primer hachazo. Mientras se enzarzaba con uno de los hombres, el segundo se situó tras él y se dispuso a asestarle un golpe en la espalda.
Extraño
estaba dando la vuelta, de manera que el Perro sólo recibió un tajo de soslayo, lo justo para desgarrar la ancha túnica de campesino y dejar al descubierto la cota de mallas.

«Son tres contra uno. —Arya seguía con la piedra en la mano—. Lo van a matar, seguro.» Pensó en Mycah, el hijo del carnicero, que había sido su amigo durante tan poco tiempo.

Fue entonces cuando el tercer jinete se dirigió hacia ella. Arya se situó tras el carromato. «El miedo hiere más que las espadas.» Le llegaba el ruido de tambores, cuernos de combate y gaitas, el relincho de los corceles, el grito del acero contra el acero, pero todos los sonidos parecían ahogados, distantes... Para ella sólo existía el jinete que se cernía sobre ella y el hacha que llevaba en la mano. Llevaba una sobrevesta sobre la armadura, y en ella los dos torreones que indicaban que era un Frey. Arya no entendía nada. Su tío se estaba casando con una hija de Lord Frey, los Frey y su hermano eran amigos.

—¡No! —gritó cuando el jinete rodeó el carromato.

Pero el hombre no hizo caso. Cuando la atacó, Arya lanzó la piedra igual que en otra ocasión le había tirado a Gendry una manzana. A Gendry le había dado entre los ojos, pero en esta ocasión le falló la puntería y la piedra acertó de lado al guerrero en la sien. Eso bastó para interrumpir el ataque, pero nada más. Arya retrocedió a toda velocidad caminando sobre la mitad delantera de los pies por el terreno embarrado, y una vez más el carromato volvió a interponerse entre ellos. El caballero la siguió al trote, tras el visor de su yelmo sólo había oscuridad. La pedrada de Arya ni se lo había abollado. Dieron una vuelta al carromato, dos, tres.

—No podrás huir eterna... —empezó el caballero.

El hachazo lo acertó de lleno en la parte trasera de la cabeza, le aplastó el yelmo y el cráneo y lo envió volando por encima de la cabeza de su caballo. Detrás de él estaba el Perro, todavía a lomos de
Extraño
.

«¿Cómo ha conseguido un hacha?», estuvo a punto de preguntar antes de darse cuenta. Otro de los Frey estaba atrapado bajo su caballo moribundo, ahogándose en un palmo de agua. El tercero estaba tendido de espaldas y no se movía. No se había protegido la garganta con el gorjal, y de debajo de la barbilla le sobresalía un trozo de espada rota.

—Coge mi yelmo —le gruñó Clegane.

Estaba metido en el fondo de un saco de manzanas secas, en la parte trasera del carromato, tras las manitas de cerdo. Arya invirtió el saco y le tiró el yelmo. El Perro lo atrapó en el aire con una mano, se lo puso en la cabeza y donde había habido un hombre apareció un can de acero que gruñía en dirección a las hogueras.

—Mi hermano...

—Muerto —le replicó a gritos—. ¿O piensas que iban a matar a sus hombres para dejarlo a él con vida? —Volvió la cabeza hacia el campamento—. Mira. ¡Que mires, maldita sea!

El campamento se había convertido en un campo de batalla. «No, en un matadero.» Las llamas de las tiendas del banquete se alzaban hasta acariciar el cielo. Algunas tiendas barracón también ardían, así como medio centenar de pabellones de seda. Las espadas cantaban por doquier.

«Sí, ahora las lluvias lloran en sus salones, y ni un alma oírlas puede.»

Vio cómo dos caballeros arrollaban a un hombre que huía. Un tonel de madera fue a estrellarse contra una de las tiendas que ardían, saltó en pedazos y las llamas redoblaron su intensidad.

«Una catapulta», supo al instante. Desde el castillo estaban lanzando aceite, brea o algo así.

—Ven conmigo. —Sandor Clegane le tendió una mano—. Tenemos que marcharnos de aquí ahora mismo.

Extraño
sacudía la cabeza con impaciencia, tenía las fosas nasales dilatadas por el olor de la sangre. La canción había terminado. Ya sólo se oía un tambor solitario, un batir lento y monótono que resonaba sobre el río como el latido de un corazón monstruoso. El cielo negro lloraba, el río rugía y los hombres maldecían y morían. Arya tenía barro en los dientes y la cara mojada.

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