Tormenta de Espadas (114 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Ninguno de ellos era el elegido de R'hllor. —La reina Selyse se mantenía firme—. No hubo ningún cometa rojo que cruzara los cielos para anunciar su llegada. Ninguno esgrimía la
Dueña de Luz
, la
Espada Roja de los Héroes
. Y ninguno de ellos pagó el precio. Lady Melisandre te lo ha dicho, mi señor. Sólo la muerte puede comprar la vida.

—¿El chico? —El rey casi escupió las palabras.

—El chico —asintió la reina.

—El chico —repitió Ser Axell.

—Ya estaba harto de ese maldito chaval aun antes de que naciera —se quejó el rey—. Su simple nombre es un rugido en mis orejas y una nube oscura sobre mi alma.

—Entregádmelo a mí y no volveréis a oír su nombre —le prometió Melisandre.

«No, pero oiréis sus gritos cuando lo queme en la hoguera.» Davos se mordió la lengua. Era mejor no decir nada hasta que el rey lo ordenara.

—Entregadme al chico para R'hllor y la antigua profecía se cumplirá —insistió la mujer roja—. Vuestro dragón despertará y extenderá sus alas de piedra. El reino será vuestro.

—De rodillas os lo suplico, señor —dijo Ser Axell dejándose caer sobre una rodilla—. Despertad al dragón de piedra y haced que tiemblen los traidores. Al igual que Aegon, empezáis como señor de Rocadragón. Al igual que Aegon, conquistaréis la victoria. Que los falsos y los desleales prueben vuestras llamas.

—Tu esposa también te lo suplica, mi señor esposo. —La reina Selyse se dejó caer sobre ambas rodillas ante el rey con las manos juntas como si rezara—. Robert y Delena mancillaron nuestro lecho y así maldijeron nuestra unión. El chico es el fruto podrido de su fornicación. Quita su sombra de mi vientre y te daré muchos hijos varones, estoy segura. —Le rodeó las piernas con los brazos—. No es más que un muchacho, hijo de la lujuria de tu hermano y de la vergüenza de mi prima.

—Es de mi sangre. Y deja de agarrarme, mujer. —El rey Stannis le puso una mano en el hombro para tratar de librarse de ella—. Puede que sea cierto que Robert maldijo nuestro lecho nupcial. Me juró que no había pretendido avergonzarme, que aquella noche estaba borracho y no sabía en qué dormitorio se metía. ¿Y qué más da? Sea cual sea la verdad, el chico no tiene la culpa.

—El Señor de la Luz ama a los inocentes. —Melisandre puso una mano en el brazo del rey—. No hay para él sacrificio más preciado. De su sangre real y su fuego inmaculado nacerá un dragón.

Stannis no apartó a Melisandre como había hecho con la reina. La mujer roja era todo lo contrario de Selyse: joven, de formas redondeadas y de una extraña belleza con aquel rostro en forma de corazón, aquel cabello cobrizo y aquellos ojos rojos de otro mundo.

—Sería maravilloso ver cobrar vida a la piedra —reconoció de mala gana—. Y cabalgar a lomos de un dragón... Recuerdo la primera vez que mi padre me llevó a la corte. Robert me tuvo que dar la mano. Yo tendría cuatro años, así que él tendría cinco, como mucho seis. Más tarde estuvimos de acuerdo en que el rey parecía tan noble como terroríficos los dragones. —Stannis soltó un bufido—. Años después nuestro padre nos dijo que Aerys se había cortado con el trono aquella mañana, de manera que la Mano había ocupado su lugar. El hombre que tanto nos había impresionado era Tywin Lannister. —Rozó con los dedos la superficie de la mesa, recorriendo un camino entre las colinas barnizadas—. Robert hizo retirar los cráneos cuando subió al trono, pero no quiso que los destruyeran. Alas de dragón sobre Poniente... sería una...

—¡Alteza! —Davos dio un paso adelante—. ¿Me dais permiso para hablar?

Stannis cerró la boca con tanta fuerza que le entrechocaron los dientes.

—Mi señor de La Selva, ¿para qué creéis que os nombré Mano si no es para que hablarais? —El rey hizo un gesto con los dedos—. Decid lo que queráis.

«Guerrero, dame valor.»

—No sé mucho sobre dragones y menos aún sobre dioses... pero la reina ha hablado de maldiciones. No hay hombre más maldito ante los ojos de los hombres y los dioses que quien mata a los de su sangre.

—No hay más dioses que R'hllor y el Otro, aquel cuyo nombre no se debe pronunciar. —Los labios de Melisandre formaron una dura línea roja—. Y los hombres pequeños maldicen lo que no alcanzan a comprender.

—Soy un hombre pequeño —reconoció Davos—, de manera que decidme por qué necesitáis a ese chico, Edric Tormenta, para despertar al gran dragón de piedra, mi señora. —Estaba decidido a llamar al muchacho por su nombre tan a menudo como le fuera posible.

—Sólo la muerte puede comprar la vida, mi señor. Un gran regalo requiere un gran sacrificio.

—¿Qué grandeza hay en un niño ilegítimo?

—Por sus venas corre la sangre de reyes. Ya habéis visto lo que puede hacer tan sólo un poco de esa sangre...

—Os he visto quemar unas cuantas sanguijuelas.

—Y dos falsos reyes han muerto.

—Robb Stark ha sido asesinado por Lord Walder del Cruce, y según las noticias, Balon Greyjoy se cayó de un puente. ¿A quién han matado las sanguijuelas?

—¿Acaso dudáis del poder de R'hllor?

«No. —Davos recordaba demasiado bien la sombra viviente que había salido del vientre de la mujer roja aquella noche bajo Bastión de Tormentas, las manos negras que le habían separado los muslos para emerger—. Tengo que ir con cuidado o puede que venga alguna sombra a buscarme a mí.»

—Hasta un contrabandista de cebollas sabe distinguir dos cebollas de tres. Os falta un rey, mi señora.

—Ahí os ha pillado, mi señora. —Stannis soltó una carcajada seca—. Dos no son tres.

—Claro, Alteza. Un rey puede morir por casualidad, tal vez dos, pero... ¿tres? Si Joffrey muriera en medio de todo su poder, rodeado por sus ejércitos y su Guardia Real, ¿no sería eso una muestra del poder del Señor?

—Quizá sí —dijo el rey de mala gana.

—O quizá no. —Davos hacía todo lo posible por ocultar su miedo.

—Joffrey morirá —declaró la reina Selyse, serena en su confianza.

—Puede que ya esté muerto —apuntó Ser Axell.

—¿Acaso sois cuervos amaestrados que me graznáis por turno? —Stannis los miraba asqueado—. Es suficiente.

—Esposo, escúchame... —suplicó la reina.

—¿Por qué? Dos no son tres. Los reyes saben contar tan bien como los contrabandistas. Os podéis retirar.

Stannis les dio la espalda. Melisandre ayudó a la reina a ponerse en pie. Selyse salió muy rígida de la estancia, seguida por la mujer roja. Ser Axell se demoró lo suficiente como para lanzar a Davos una última mirada.

«Una mirada torva en una cara torva», pensó cuando sus ojos se encontraron.

Cuando estuvieron a solas, Davos carraspeó para aclararse la garganta. El rey alzó la vista.

—¿Por qué seguís aquí?

—Señor, acerca de Edric Tormenta...

—No insistáis. —Stannis hizo un gesto airado.

—Vuestra hija estudia con él —siguió Davos sin ceder—, juega con él todos los días en el Jardín de Aegon.

—Lo sé de sobra.

—A Shireen se le rompería el corazón si le sucediera algo malo...

—Eso también lo sé.

—Me gustaría que lo vierais.

—Ya lo he visto. Se parece a Robert. Sí, y también lo adora. ¿Queréis que le diga cuán a menudo pensaba en él su idolatrado padre? A mi hermano le gustaba mucho hacer hijos, pero después del parto no eran más que un estorbo.

—Pregunta por vos todos los días, es...

—Me estáis haciendo enfadar, Davos. No quiero oír más sobre el chico bastardo.

—Su nombre es Edric Tormenta, señor.

—Ya sé cuál es su nombre, y le queda de maravilla. Proclama a gritos su condición de ilegítimo, su noble cuna y el caos que lo acompaña. Edric Tormenta. Ya lo he dicho, ¿satisfecho, mi señor Mano?

—Edric... —empezó.

—¡No es más que un chico! Podría ser el mejor muchacho que jamás ha pisado la tierra y tampoco tendría importancia. Mi deber es para con el reino. —Barrió con la mano la Mesa Pintada—. ¿Cuántos muchachos viven en Poniente? ¿Cuántas niñas? ¿Cuántos hombres, cuántas mujeres? Ella dice que la oscuridad los devorará a todos, que caerá la noche que no acaba jamás. Habla de profecías... un héroe renacido en el mar, dragones vivos que nacen de la piedra muerta... Habla de señales y jura que todas apuntan hacia mí. Yo no pedí esto igual que no pedí ser rey. Pero ¿puedo echar en saco roto lo que me dice? —Rechinó los dientes—. Nosotros no elegimos nuestro destino, pero tenemos... tenemos que cumplir con nuestro deber, ¿no? Grandes o pequeños, tenemos que cumplir con nuestro deber. Melisandre jura que me ha visto en sus llamas enfrentándome a la oscuridad con la
Dueña de Luz
alzada en la mano. ¡La
Dueña de Luz
! —Stannis soltó un bufido despectivo—. Reconozco que tiene un brillo bonito, pero en el Aguasnegras esta espada mágica no hizo nada que no hubiera hecho un vulgar acero. Un dragón habría cambiado el rumbo de esa batalla. Hace muchos años, Aegon estuvo donde yo estoy ahora mismo, contemplando esta misma mesa. ¿Creéis que hoy lo llamaríamos Aegon el Conquistador si no hubiera tenido dragones?

—Alteza —dijo Davos—, el precio...

—¡Ya sé cuál es el precio! Anoche miré en la chimenea y volví a ver cosas en las llamas. Vi a un rey con una corona de fuego en la cabeza, ardiendo... Ardiendo, Davos. Su corona lo devoró y lo transformó en cenizas. ¿Creéis que necesito que Melisandre me diga qué significa? ¿O que me lo digáis vos? —El rey se movió y su sombra fue a caer sobre Desembarco del Rey—. Si Joffrey muriera... ¿qué importaría la vida de un chico bastardo comparada con la de un reino?

—Mucho. Todo —dijo Davos con voz suave.

Stannis lo miró con los dientes apretados.

—Marchaos —dijo al final el rey—. Marchaos antes de que digáis algo que os haga volver a la mazmorra.

A veces los vientos tormentosos son tan fuertes que el marinero no tiene más remedio que recoger velas.

—Como Vuestra Alteza ordene.

Davos se inclinó, pero al parecer Stannis ya se había olvidado de él.

Cuando salió del Tambor de Piedra al patio hacía mucho frío. Un viento fuerte soplaba del este, con lo que los estandartes ondeaban y restallaban contra los muros. A Davos el aire le olía a sal. «El mar.» Le encantaba aquel olor. Le daba ganas de volver a caminar sobre una cubierta, de izar las velas y navegar hacia el sur para reunirse con Marya y sus dos pequeños. Cada día que pasaba pensaba más en ellos y por las noches era aún peor. Una parte de él no quería otra cosa que volver a su casa con Devan. «No puedo. Por ahora no. Soy un señor, soy la Mano del Rey, no le puedo fallar.»

Alzó los ojos para contemplar las murallas. Un millar de gárgolas y figuras grotescas le devolvieron la mirada desde arriba, todas diferentes: wyverns, grifos, demonios, manticoras, minotauros, basiliscos, sabuesos infernales, dragones alados, dragones con cabeza de ave y otras muchas criaturas extrañas que brotaban de las almenas del castillo como si hubieran nacido allí. Y no sólo había dragones en las gárgolas, estaban por todas partes. La sala principal era un dragón tendido sobre el vientre, se entraba a él por la boca abierta. Las cocinas eran un dragón enroscado sobre sí mismo, el humo y el vapor de los hornos salía por las fosas nasales. Las torres eran dragones acuclillados sobre las murallas o a punto de emprender el vuelo; el Dragón del Viento parecía rugir desafiante, mientras que la Torre del Dragón Marino miraba serena hacia las olas. Otros dragones más pequeños enmarcaban las puertas, de las paredes salían zarpas de dragón para sujetar las antorchas, grandes alas de piedra envolvían la herrería y la armería, las colas formaban arcos, puentes y escaleras exteriores.

Davos había oído decir muchas veces que los magos de Valyria no tallaban y cincelaban como vulgares albañiles, sino que trabajaban la piedra con fuego y magia igual que haría un alfarero con la arcilla. Ya no sabía qué pensar.

«¿Y si eran dragones de verdad y por algún motivo se transformaron en piedra?»

—Si la mujer roja les devuelve la vida el castillo se derrumba, creo yo. ¿Qué dragones irían por ahí llenos de habitaciones, escaleras y muebles? Y ventanas. Y chimeneas. Y desagües para los retretes.

Davos se dio la vuelta para mirar a Salladhor Saan.

—¿Significa esto que me has perdonado por mi traición, Salla?

—Perdonado, sí; olvidado, no. —El viejo pirata le agitaba un dedo ante la nariz—. Todo ese oro bonito de Isla Zarpa podría haber sido mío, sólo de pensarlo me siento viejo y cansado. Cuando muera pobre, mis esposas y concubinas te maldecirán, Caballero de las Cebollas. Lord Celtigar tenía muchos vinos buenos que no estoy bebiendo, un águila marina que había entrenado para que se le posara en la muñeca y un cuerno mágico para invocar a los krakens de las profundidades. Muy útil me resultaría un cuerno así para acabar con los tyroshis y otras criaturas molestas. Pero ¿podré hacer sonar ese cuerno? No, porque el rey nombró Mano a mi viejo amigo. —Entrelazó su brazo con el de Davos—. Los hombres de la reina no te tienen ningún afecto, viejo amigo. He oído por ahí que cierta Mano está haciendo nuevas amistades. ¿Es verdad, sí?

«Sabes demasiado, viejo pirata.» Un contrabandista tenía que conocer a los hombres tan bien como las mareas o no duraba mucho tiempo en el negocio. Los hombres de la reina eran seguidores fervorosos del Señor de la Luz, pero el pueblo de Rocadragón volvía poco a poco a los dioses que habían conocido toda la vida. Decían que Stannis estaba hechizado, que Melisandre lo había apartado de los Siete y lo hacía inclinarse ante un demonio salido de las sombras... y, lo peor de todo, que tanto ella como su dios le habían fallado. Y había caballeros y señores menores que pensaban lo mismo. Davos los había buscado y los había elegido uno a uno con el mismo cuidado con que en otros tiempos seleccionaba sus tripulaciones. Ser Gerald Gower peleó con decisión en el Aguasnegras, pero después le habían oído decir que R'hllor debía de ser un dios muy débil si dejaba que un enano y un muerto derrotaran a sus seguidores. Ser Andrew Estermont era primo del rey, años atrás le había servido como escudero. El Bastardo de Canto Nocturno había estado al frente de la retaguardia que permitió que Stannis se pusiera a salvo en las galeras de Salladhor Saan, pero adoraba al Guerrero con una fe tan fiera como su temperamento. «Hombres del rey, no de la reina.» Pero no le convenía alardear de ellos.

—Cierto pirata lyseno me dijo una vez que un buen contrabandista no se deja ver —replicó Davos con cautela—. Velas negras, remos envueltos en tela y una tripulación que sepa contener la lengua.

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