—Lo que deseo... —Sintió la garganta cerrada y en carne viva. ¿Qué deseaba? «Más de lo que tú podrías darme, padre»—. Pod me dice que Meñique ha sido nombrado señor de Harrenhal.
—Un título vacío mientras Roose Bolton domine el castillo en nombre de Robb Stark, pero Lord Baelish anhelaba el título. Nos prestó grandes servicios en lo relativo a la boda de Tyrell. Un Lannister paga sus deudas.
La unión matrimonial con la Casa Tyrell había sido en realidad idea de Tyrion, pero alegarlo en aquel momento parecería grosero.
—Ese título podría no ser tan vano como crees —previno—. Meñique no hace nada sin un buen motivo. Pero que sea lo que tenga que ser. Has dicho algo sobre pagar deudas, ¿verdad?
—Y tú quieres tu propia recompensa, ¿no? Muy bien. ¿Qué quieres de mí? ¿Tierras, un castillo, algún cargo?
—Un poco de gratitud no estaría mal para empezar.
—Los titiriteros y los monos necesitan aplausos —dijo Lord Tywin, mirándolo sin pestañear—. Lo mismo que quería Aerys, por cierto. Tú hiciste lo que te ordenaron y estoy seguro que pusiste en ello todo tu talento. Nadie niega el papel que has desempeñado.
—¿El papel que he desempeñado? —Los restos de nariz en el rostro de Tyrion debieron de encenderse—. He salvado esta mierda de ciudad para ti.
—Mucha gente considera que fue mi ataque contra el flanco de Lord Stannis lo que hizo cambiar la suerte de la batalla. Los señores Tyrell, Rowan, Redwyne y Tarly combatieron también con valor, y me dicen que fue tu hermana Cersei la que hizo que los piromantes prepararan el fuego valyrio que destruyó la flota Baratheon.
—Mientras que yo lo único que hice fue recortarme los pelos de la nariz, ¿no? —Tyrion no pudo impedir que la amargura le aflorara a la voz.
—Esa cadena tuya fue un golpe muy astuto y resultó crucial para nuestra victoria. ¿Eso es lo que querías oír? Me han dicho que también hay que agradecerte nuestra alianza con los dornienses. Supongo que te alegrará saber que Myrcella ha llegado sana y salva a Lanza del Sol. Ser Arys Oakheart escribe que le ha tomado mucho cariño a la princesa Arianne y que el príncipe Trystane está encantado con ella. No me gusta entregar un rehén a la Casa Martell, pero me imagino que era inevitable.
—Nosotros también tendremos un rehén —dijo Tyrion—. En el trato estaba incluido un asiento en el Consejo. A no ser que el príncipe Doran traiga un ejército cuando venga a reclamar ese asiento, quedará en nuestro poder.
—Ojalá que lo único que quieran exigir los Martell sea un asiento en el Consejo —dijo Lord Tywin—. Tú también le prometiste venganza.
—Le prometí justicia.
—Llámalo como quieras. A fin de cuentas, se reduce a sangre.
—No es un artículo que escasee, ¿verdad? Durante la batalla, crucé lagos de sangre. —Tyrion no veía ningún motivo para eludir el centro de la cuestión—. ¿O acaso le has cogido tanto cariño a Gregor Clegane que no podrías soportar separarte de él?
—Ser Gregor tiene sus cosas, igual que las tenía su hermano. Todo señor necesita una bestia de vez en cuando... Una lección que pareces haber aprendido, a juzgar por Ser Bronn y esos hombres de los clanes.
Tyrion pensó en el ojo quemado de Timett, en Shagga con su hacha, en Chella con su collar de orejas secas. Y en Bronn. Sobre todo en Bronn.
—Los bosques están llenos de bestias —le recordó a su padre—. Y los callejones, también.
—Es verdad. Quizá otros perros puedan cazar igual de bien. Lo pensaré. Si no hay nada más...
—Tienes cartas importantes, claro. —Tyrion se incorporó sobre las piernas vacilantes, cerró los ojos un instante mientras una oleada de mareo lo sacudía y dio un paso tembloroso hacia la puerta. Más tarde pensó que debería haber dado un segundo paso y un tercero. Pero, en lugar de eso, se volvió—. ¿Que qué quiero pedirte? Te diré lo que quiero. Quiero lo que me pertenece por derecho. Quiero Roca Casterly.
—¿Lo que es de tu hermano por nacimiento? —preguntó su padre con dureza.
—Los caballeros de la Guardia Real tienen prohibido casarse, tener hijos y poseer tierras, eso lo sabes tan bien como yo. El día en que Jaime vistió esa capa blanca renunció a sus derechos sobre Roca Casterly, pero no lo has reconocido nunca. El tiempo ha pasado. Quiero que, en presencia del reino, proclames que soy tu hijo y tu heredero legítimo.
Los ojos de Lord Tywin eran de un verde pálido con puntitos dorados, tan luminosos como implacables.
—Roca Casterly —declaró con una voz llana, fría y apagada. Y añadió—: Nunca.
La palabra quedó colgando entre ambos, enorme, hiriente, emponzoñada...
«Sabía la respuesta antes de pedirlo —pensó Tyrion—. Han pasado dieciocho años desde que Jaime se unió a la Guardia Real, pero no he mencionado nunca el tema. Debí haberlo sabido. Debí haberlo sabido desde siempre.»
—¿Por qué? —se obligó a preguntar, aunque sabía que se arrepentiría.
—¿Aún lo preguntas? ¿Tú, que mataste a tu madre para venir al mundo? Eres una criatura deforme, taimada, desobediente, dañina, llena de envidia, lujuria y malos instintos. Las leyes de los hombres te dan derecho a llevar mi nombre y lucir mis colores, ya que no puedo probar que no seas mío. Para darme lecciones de humildad, los dioses me han condenado a ver cómo te contoneas, mientras exhibes ese orgulloso león que fue blasón de mi padre y de su padre antes que él. Pero ni los dioses ni los hombres podrán obligarme a permitir que conviertas Roca Casterly en tu lupanar.
—¿Mi lupanar? —Por fin se hizo la luz; Tyrion comprendió en ese momento de dónde había salido toda aquella bilis. Apretó los dientes—. ¿Cersei te ha hablado de Alayaya?
—¿Se llama así? Reconozco que soy incapaz de recordar los nombres de todas tus putas. ¿Quién era aquella con la que te casaste de niño?
—Tysha —escupió la respuesta, desafiante.
—¿Y la que iba detrás del campamento, en el Forca Verde?
—¿Y qué te importa? —preguntó, negándose a pronunciar el nombre de Shae en presencia de su padre.
—Nada. Lo mismo que me importa que vivan o mueran.
—Fuiste tú quien hizo azotar a Yaya. —No se trataba de una pregunta.
—Tu hermana me habló de tus amenazas contra mis nietos. —La voz de Lord Tywin era más fría que el hielo—. ¿Mintió acaso?
—Proferí amenazas, sí. —Tyrion no lo iba a negar—. Para mantener a salvo a Alayaya. Para que los Kettleblack no abusaran de ella.
—¿Para salvar la virtud de una ramera amenazaste a tu Casa, a tu sangre? ¿Así se hacen las cosas?
—Fuiste tú quien me enseñó que una buena amenaza a veces dice más que un golpe. Y no es porque Joffrey no me haya tentado cientos de veces hasta perder la paciencia. Si tantas ganas tienes de flagelar a alguien, empieza por él. Pero Tommen... ¿por qué iba a hacerle daño a Tommen? Es un buen chico y lleva mi sangre.
—Igual que tu madre. —Lord Tywin se alzó bruscamente como una torre junto a su hijo enano—. Regresa a tu cama, Tyrion, y no vuelvas a hablarme de tus derechos sobre Roca Casterly. Tendrás tu recompensa, pero será la que yo considere apropiada a tus servicios y tu situación. Y no te equivoques: ésta será la última vez que soportaré que avergüences a la Casa Lannister. No tendrás más putas. A la próxima que encuentre en tu cama, la colgaré.
Contempló durante bastante tiempo cómo crecía la vela mientras decidía si prefería la muerte o la vida.
Sabía que sería más fácil morir. Todo lo que tenía que hacer era arrastrarse de nuevo hasta la cueva, dejar que la nave pasara de largo, y la muerte lo encontraría. La fiebre llevaba varios días consumiéndolo, convirtiéndole las tripas en agua marrón y obligándolo a tiritar en un duermevela agotador. Cada mañana estaba más débil.
«Ya no falta mucho», se repetía a sí mismo.
Si la fiebre no lo mataba sin duda lo mataría la sed. Allí no tenía agua fresca, a no ser por la escasa lluvia que se acumulaba en los agujeros de la roca. Sólo tres días antes (¿o serían cuatro? En la roca era difícil distinguir un día de otro), los agujeros habían estado secos como huesos viejos, y la visión del agua de la bahía verde y gris que lo rodeaba, casi había sido más de lo que podía soportar. Una vez comenzara a beber agua de mar, el final llegaría con celeridad, lo sabía, pero de todos modos tenía la garganta tan reseca que había estado a punto de beber aquel primer trago. Un súbito chaparrón lo había salvado. En aquel momento estaba tan débil que lo único que pudo hacer fue tumbarse bajo la lluvia con los ojos cerrados y la boca abierta, y dejar que el agua le cayera sobre los labios agrietados y la lengua hinchada. Pero después se sintió un poco más fuerte, y los charcos, hendiduras y grietas de la isla volvieron a ofrecerle la vida una vez más.
Pero eso había sido hacía ya tres días (o quizá cuatro), y no quedaba casi agua. Una parte se había evaporado y él se había bebido el resto. Por la mañana estaría de nuevo lamiendo el fango y las piedras frías y húmedas en el fondo de las hondonadas.
Y si no lo mataban la sed o la fiebre, el hambre acabaría con él. Su isla no era más que un peñasco árido que sobresalía en la inmensidad de la bahía del Aguasnegras. Cuando la marea estaba baja en ocasiones podía encontrar unos cangrejitos mínimos en la franja rocosa a la que lo había llevado la corriente tras la batalla. Le daban pellizcos dolorosos en los dedos antes de que los aplastara contra las rocas para chupar la carne de las tenazas y las tripas de los carapachos.
Pero la playa desaparecía cuando la marea comenzaba a subir, y Davos tenía que trepar por las rocas para evitar que el agua lo barriera de nuevo a la bahía. La altura del islote con la marea alta era de unos cinco metros sobre el nivel del mar, pero cuando las aguas se agitaban, las salpicaduras llegaban mucho más arriba, así que no tenía manera de mantenerse seco ni siquiera en su caverna (que, en realidad, no era más que un hueco en la roca bajo un saliente). Sólo crecía liquen en aquel peñasco, y hasta las aves marinas eludían el lugar. De vez en cuando alguna gaviota se posaba en la cima de la roca y Davos intentaba cazarla, pero las aves eran demasiado rápidas y no le permitían acercarse. Se dedicó a tirarles piedras, pero estaba demasiado débil para lanzarlas con fuerza, así que incluso cuando lograba darle a una gaviota, ésta se limitaba a graznar asustada y después salía volando.
Desde su refugio se veían otras rocas, distantes montículos de piedra más altos que el suyo. El más cercano se elevaba unos trece metros por encima del agua, calculaba, aunque a esa distancia no era fácil estar muy seguro. Una nube de gaviotas se posaba allí constantemente, y con frecuencia Davos pensó en ir a robar los nidos. Pero el agua estaba fría, las corrientes eran traicioneras, y sabía que carecía de fuerzas para nadar aquel trecho. Si lo intentaba moriría con tanta seguridad como si bebiera agua salada.
En el mar Angosto, el otoño era húmedo y lluvioso, lo recordaba de años anteriores. Los días no eran malos siempre que brillara el sol, pero las noches se volvían cada vez más frías y a veces el viento barría la bahía, arreando por delante una franja de cabrillas, y Davos no tardaba en encontrarse empapado y tembloroso. La fiebre y los escalofríos lo asaltaban por turno, y sufría ataques de una tos ronca y persistente.
La única protección con la que contaba era su caverna, y resultaba demasiado pequeña. Durante la marea baja, a la orilla rocosa llegaban trozos de madera a la deriva o restos calcinados de naves, pero Davos no tenía manera de conseguir una chispa para hacer fuego. En cierta ocasión, desesperado, había intentado frotar dos trozos de madera, uno contra el otro, pero estaban podridos y sus esfuerzos sólo dieron como fruto abundantes ampollas. También tenía la ropa empapada, y en la bahía había perdido una de las botas antes de que el agua lo arrastrara al peñasco.
La sed, el hambre y la intemperie, ésos eran sus compañeros hora a hora, día tras día, y ya había llegado a considerarlos sus amigos. Muy pronto alguno de esos amigos se compadecería de él y lo liberaría de su sufrimiento interminable. O quizá, sencillamente, un día se echaría al agua y comenzaría a nadar hacia la orilla que, bien lo sabía, se encontraba al norte, en alguna parte, más allá de su campo de visión. Demasiado lejos para nadar tan débil como estaba, pero eso no le importaba. Davos siempre había sido marino, estaba destinado a morir en el mar.
«Los dioses que viven bajo el agua me han estado esperando —se dijo—. Hace mucho que debí ir a reunirme con ellos.»
Pero allí estaba, una vela; sólo una manchita en el horizonte, aunque se iba haciendo más grande.
«Una nave, donde no debería haber naves.» Sabía dónde se hallaba su roca, más o menos; era uno de los muchos promontorios que se alzaban en la bahía del Aguasnegras. El más alto de todos se erguía unos treinta metros por encima de las aguas, y una docena de peñascos menores sobresalía entre diez y veinte metros. Los marineros los denominaban los «arpones del rey pescadilla», y sabían que por cada uno que asomaba por encima de la superficie, una docena más acechaba debajo. Todo capitán con sentido común mantenía un rumbo bien apartado de ellos.
Davos, con los ojos claros enrojecidos, vio cómo se hinchaba la vela y trató de captar el sonido del viento atrapado en la lona. «Viene en esta dirección.» A no ser que cambiara de rumbo repentinamente, pasaría tan cerca de su miserable refugio que podrían oírlo. Eso podía significar la vida. En caso de que quisiera seguir viviendo. Y no estaba muy seguro.
«¿Para qué voy a vivir? —pensó mientras las lágrimas le nublaban la vista—. Sed benévolos, dioses. ¿Para qué? Mis hijos están muertos, Dale y Allard, Maric y Matthos, quizá también Devan. ¿Cómo puede sobrevivir un padre a tantos hijos jóvenes y fuertes? ¿Cómo podré seguir adelante? Soy un carapacho vacío, el cangrejo ha muerto y no queda nada dentro. ¿Acaso no lo veis?»
Habían subido por el río Aguasnegras haciendo tremolar el corazón llameante del Señor de la Luz. Davos y la
Betha negra
habían permanecido en la segunda línea de batalla, entre la
Espectro
de Dale y la
Lady Marya
de Allard. Maric, su tercer hijo, era el capataz de remeros de la
Furia
, en el centro de la primera línea, mientras que Matthos era el segundo de a bordo de su padre. Bajo las murallas de la Fortaleza Roja, las galeras de Stannis Baratheon habían entrado en batalla con la flota más pequeña de Joffrey, el niño rey, y durante unos breves momentos el río había vibrado con el sonido de las cuerdas de los arcos y el crujido de los arietes de hierro, destrozando tanto remos como cascos de naves.