Tormenta de Espadas (16 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—«Ella pataleaba y gemía, la doncella tan bella, pero él lamía la miel de su cabello. ¡Su cabello! ¡Su cabello! Él lamía la miel de su cabello.»

—¿Cuándo podré conocerlo? —preguntó Sansa, dubitativa.

—Pronto —prometió Margaery—. Cuando vayas a Altojardín, después de que Joffrey y yo nos casemos. Mi abuela os llevará.

—Exacto —dijo la anciana, dando palmaditas sobre la mano de Sansa y sonriendo con una boca blanda y llena de arrugas—. No te quepa duda.

—«Entonces ella suspiró y chilló y dio patadas al aire. ¡Mi oso!, cantó. ¡Mi oso precioso! Y se marcharon juntos, de aquí para allá. El oso, el oso y la bella doncella.»

Mantecas rugió el último verso, dio un salto mortal en el aire y cayó sobre ambos pies con una sacudida que hizo estremecerse las copas de vino que había encima de la mesa. Las mujeres rieron y aplaudieron.

—Ya pensaba que esa canción espantosa no se iba a terminar nunca —dijo la Reina de las Espinas—. Mira, ahí viene mi queso.

JON (1)

El mundo estaba sumido en una penumbra gris que olía a pino, a musgo y a frío. De la tierra negra ascendían jirones de niebla mientras los jinetes se abrían camino entre las piedras caídas y los árboles escuálidos. Descendían hacia las hogueras de aspecto acogedor, que brillaban como joyas dispersas por el fondo del valle fluvial. Había más hogueras de las que Jon Nieve podía contar, cientos de hogueras, miles... Un segundo río de luces parpadeantes a lo largo de las orillas del gélido y blanco Agualechosa. Flexionó los dedos de la mano con que empuñaba la espada.

Bajaron de las montañas sin estandartes ni trompetas, rota la quietud únicamente por el murmullo distante del río, el golpeteo de los cascos y el traqueteo de la armadura de huesos de Casaca de Matraca. Por el cielo planeaba un águila con enormes alas de un azul grisáceo; por la tierra marchaban hombres, perros, caballos y un lobo huargo blanco.

Una piedra rebotó en la ladera, pateada por uno de los cascos, y Jon vio a
Fantasma
girar la cabeza ante el sonido repentino. Todo el día había seguido a los jinetes a distancia, como era su costumbre, pero cuando la luna se alzó por encima de los pinos, llegó trotando con los ojos rojos encendidos. Como siempre, los perros de Casaca de Matraca lo recibieron con un coro de gruñidos y ladridos feroces, pero el huargo no les prestó la menor atención. Seis días antes, el mayor de los perros lo había atacado por la espalda cuando los salvajes acamparon para pasar la noche;
Fantasma
se volvió y le lanzó una dentellada rápida, con lo que el perro huyó a la carrera con un anca ensangrentada. Después de aquello el resto de la jauría se había mantenido a una distancia saludable.

El caballo de Jon Nieve lanzó un relincho quedo, pero una caricia y una palabra afectuosa tranquilizaron enseguida a la bestia. Ojalá sus temores se calmaran con tanta facilidad. Vestía totalmente de negro, el uniforme de la guardia de la Noche, pero el enemigo cabalgaba delante y detrás de él.

«Salvajes, y yo voy con ellos.» Ygritte llevaba puesta la capa de Qhorin Mediamano. Lenyl tenía su cota larga, la corpulenta mujer del acero Ragwyle se quedó con sus guantes, y uno de los arqueros, con sus botas. Y Casaca de Matraca guardaba los huesos de Qhorin en su saco, junto con la cabeza ensangrentada de Ebben, que había salido con Jon para explorar el Paso Aullante. «Muertos, todos están muertos menos yo, y yo estoy muerto para el mundo.»

Ygritte cabalgaba justo detrás de él. Delante tenía a Ryk Lanzalarga. El Señor de los Huesos los había nombrado sus guardianes.

—Si el cuervo sale volando, también herviré vuestros huesos —les advirtió cuando comenzaron la marcha, sonriendo a través de los dientes torcidos de la calavera de gigante que utilizaba como yelmo.

—¿Prefieres custodiarlo tú? —le preguntó Ygritte, burlona—. Si quieres que lo hagamos nosotros, déjanos en paz y lo haremos.

«Es verdad que son un pueblo libre», concluyó Jon. Casaca de Matraca los lideraba, sí, pero nadie se mordía la lengua a la hora de responderle.

—Tal vez hayas engañado a esos otros, cuervo —dijo el jefe de los salvajes, clavándole una mirada hostil—, pero no creas que puedes engañar a Mance. Te echará un vistazo y sabrá que mientes. Y entonces me haré una capa con la piel de tu lobo, te abriré esa blanda panza de niño y te coseré dentro una comadreja.

Jon abrió y cerró la mano de la espada, flexionando los dedos quemados dentro del guante, pero Ryk Lanzalarga se limitó a soltar una carcajada.

—¿Y cómo vas a encontrar una comadreja en la nieve? —le espetó.

Aquella primera noche, tras un largo día a caballo, acamparon en una pequeña hondonada entre las piedras sobre la cima de una montaña sin nombre, y se acurrucaron junto al fuego mientras empezaba a nevar. Jon contemplaba cómo se derretían los copos que caían sobre las llamas. A pesar de toda la lana, el cuero y las pieles que llevaba encima, el frío le llegaba a los huesos. Ygritte se sentó a su lado después de comer, con el capuchón en la cabeza y las manos metidas dentro de las mangas para darse calor.

—Cuando Mance se entere de cómo acabaste con el Mediamano te tomará enseguida —le dijo.

—¿Me tomará?

—Te tomará como uno de los nuestros —contestó la chica riéndose, burlona—. ¿Crees que eres el primer cuervo que escapa volando del Muro? En vuestro interior lo que más deseáis es volar libres.

—Y cuando me acepte —dijo él, lentamente—, ¿seré libre de marcharme?

—Claro que sí. —A pesar de los dientes torcidos tenía una sonrisa cálida—. Y nosotros seremos libres de matarte. Es peligroso ser libre, pero a la mayoría nos gusta. —Le puso la mano enguantada sobre la pierna, un poco más arriba de la rodilla—. Ya lo verás.

«Lo veré —pensó Jon—. Lo veré, lo oiré y lo aprenderé; luego llevaré las noticias al Muro.» Los salvajes lo habían tomado por un perjuro, pero en su corazón seguía siendo un hombre de la Guardia de la Noche, que llevaba a cabo la última misión que Qhorin Mediamano le encomendara. «Antes de que yo lo matase.»

Al final de la ladera encontraron una pequeña corriente, que fluía desde las colinas para unirse al Agualechosa. Parecía que no era más que piedras y hielo, pero se oía el sonido del agua que corría bajo la superficie congelada. Casaca de Matraca los condujo a la otra orilla mientras la fina capa de hielo no dejaba de crujir.

Los jinetes de la avanzadilla de Mance Rayder los rodearon apenas cruzaron la corriente. Jon los ponderó de una mirada: ocho jinetes, hombres y mujeres, vestidos con piel y cuero endurecido, algunos con yelmos o con cotas. Iban armados con lanzas y picas endurecidas al fuego, todos menos su líder, un hombre rubio y grueso de ojos llorosos, que llevaba una enorme guadaña curva de acero afilado. Lo reconoció enseguida: el Llorón. Los hermanos de negro contaban muchas cosas sobre aquel hombre. Al igual que Casaca de Matraca, Harma Cabeza de Perro y Alfyn Matacuervos, era un salvaje famoso.

—El Señor de los Huesos —dijo el Llorón al verlos; examinó a Jon y a su lobo—. ¿Y quién es éste?

—Un cuervo que cambia de bando —dijo Casaca de Matraca, que prefería que lo llamaran Señor de los Huesos por la traqueteante armadura que llevaba—. Tenía miedo de que me quedara con sus huesos, además de con los de Mediamano.

Sacudió su saco de trofeos, mostrándoselo a los otros salvajes.

—Mató a Qhorin Mediamano —dijo Ryk Lanzalarga—. Él, con ayuda de su lobo.

—Y también a Orell —dijo Casaca de Matraca.

—Ese chico es un warg, o se le parece —intervino Ragwyle, la enorme mujer del acero—. Su lobo le arrancó un trozo de pierna a Mediamano.

El Llorón volvió a mirar a Jon con los ojos enrojecidos y legañosos.

—¿Sí? Pues ahora que lo miro bien, es verdad que veo algo de lobo en él. Llevadlo con Mance, quizá lo acepte.

Hizo dar media vuelta a su cabalgadura y se marchó al galope seguido por sus jinetes.

Soplaba un viento húmedo y denso cuando cruzaron el valle del Agualechosa y continuaron en fila de a uno por el campamento junto al río.
Fantasma
se mantenía muy pegado a Jon, pero su olor los precedía como un heraldo, y pronto estuvieron rodeados por los perros de los salvajes, que ladraban y gruñían. Lenyl les gritaba que se callaran, pero los animales no le hacían el menor caso.

—No les gusta nada esa bestia tuya —dijo Ryk Lanzalarga, dirigiéndose a Jon.

—Son perros y
Fantasma
es un lobo —dijo Jon—. Saben que no es de los suyos.

«De la misma manera que yo no soy de los vuestros.» Pero tenía una misión que cumplir, la tarea que Qhorin Mediamano le había encomendado mientras compartían aquella última hoguera: hacer el papel de cambiacapas y averiguar qué buscaban los salvajes en los pálidos y gélidos eriales de los Colmillos Helados.

—Cierto poder —le había dicho Qhorin al Viejo Oso, pero murió antes de saber de qué se trataba, o si Mance Rayder lo había encontrado.

A lo largo del río, entre carretas, carretones y trineos, había cientos de hogueras donde preparaban comida. Muchos salvajes habían levantado tiendas de cuero, fieltro y pieles. Otros se protegían tras las rocas en cobertizos rudimentarios o dormían debajo de sus carretas. Junto a una hoguera, Jon vio a un hombre que endurecía al fuego puntas de largas lanzas de madera, y después las tiraba a un montón. En otro sitio, dos jóvenes barbudos vestidos de cuero endurecido se entrenaban con varas, atacándose por encima de las llamas y gruñendo cada vez que un golpe hacía blanco. En las inmediaciones, una docena de mujeres sentadas en círculo confeccionaban flechas.

«Flechas para mis hermanos —pensó Jon—. Flechas para la gente de mi padre, para los habitantes de Invernalia, de Bosquespeso y de Último Hogar. Flechas para el norte.»

Mas no todo lo que veía tenía relación con la guerra. Vio también a mujeres que bailaban, oyó el llanto de un bebé y un niño pequeño echó a correr por delante de su caballo; iba vestido de pieles de pies a cabeza y jadeaba de tanto jugar. Cabras y ovejas vagaban libremente, mientras los bueyes recorrían la orilla del río en busca de hierba. De una de las hogueras salía olor a carnero asado, y sobre otra vio un jabalí ensartado en un largo espetón de madera.

Casaca de Matraca desmontó en un espacio abierto, rodeado de altos pinos soldado.

—Acamparemos aquí —dijo, volviéndose hacia Ragwyle, Lenyl y los demás—. Dad de comer a los caballos, después a los perros y luego comed vosotros. Ygritte, Lanzalarga, traed al cuervo para que Mance le eche un vistazo. Después lo destriparemos.

Hicieron a pie el resto del camino con
Fantasma
pegado a sus talones y dejaron atrás más hogueras y más tiendas. Jon no había visto nunca tantos salvajes. Se preguntó si alguien había visto antes semejante cantidad.

«El campamento es infinito —reflexionó—, pero se trata más bien de cien campamentos que de uno, y cada cuál es más vulnerable que el anterior.» Extendidos a lo largo de muchos kilómetros, los salvajes no tenían defensas que pudieran considerarse como tales, no había fosos ni picas afiladas, sólo pequeños grupos de exploradores que patrullaban el perímetro. Cada grupo, clan o aldea se había detenido donde le había parecido bien tan pronto encontró un lugar adecuado o vio que otros acampaban. «El pueblo libre.» Si sus hermanos atacaban semejante desorden, muchos de los salvajes pagarían con su sangre tanta libertad. Eran muchos, pero la Guardia de la Noche era disciplinada, y en el combate la disciplina vence al número en nueve de cada diez ocasiones, como le dijera una vez su padre.

No había duda de cuál de las tiendas de campaña pertenecía al rey. Era tres veces mayor que la más grande que había visto hasta entonces y salía música de su interior. Como muchas de las tiendas menores, estaba hecha de pieles cosidas que aún conservaban el pelaje, pero las de Mance Rayder eran las pieles blancas y tupidas de osos de las nieves. El techo, en forma de pico, estaba coronado con las enormes astas de alguno de los alces gigantes que, en los tiempos de los primeros hombres, vagaba libremente por los Siete Reinos.

Al menos allí había guardias: dos a la entrada de la tienda, apoyados en largas picas, con escudos redondos de cuero atados a los brazos. Cuando vieron a
Fantasma
, uno de ellos bajó la pica.

—Esa bestia se queda aquí —dijo.


Fantasma
, siéntate —ordenó Jon, y el huargo se sentó.

—Lanzalarga, vigila a la bestia.

Casaca de Matraca abrió la entrada de la tienda y, con un gesto, invitó a Jon y a Ygritte a entrar.

El interior estaba lleno de humo y a buena temperatura. Había recipientes con turba ardiendo en cada una de las cuatro esquinas, que iluminaban el lugar con una luz tenue y rojiza. El suelo estaba cubierto de pieles. Jon se sintió más solo que nunca allí de pie, con su ropa negra, esperando la clemencia del cambiacapas que se hacía llamar Rey-más-allá-del-Muro. Cuando se le habituaron los ojos a la humeante penumbra roja, vio a seis personas, ninguna de las cuales le prestaba atención. Un joven moreno y una hermosa mujer rubia compartían un cuerno de aguamiel. Una mujer preñada se afanaba sobre un fogón, asando unas gallinas, mientras un hombre de pelo gris que vestía una raída capa negra y roja, sentado sobre un cojín con las piernas cruzadas, tañía un laúd y cantaba.

La mujer del dorniense era bella como ninguna
y sus besos eran más dulces que la uva.
Pero la espada del dorniense era de negro acero
y su beso del dolor más certero.

Jon conocía la canción, aunque le resultaba raro oírla allí, en una tienda de piel al otro lado del Muro, a cuarenta mil kilómetros de las rojas montañas y los vientos cálidos de Dorne.

Casaca de Matraca se quitó el yelmo amarillento mientras esperaba a que terminara la canción. Sin la armadura de cuero y huesos era un hombre menudo, y la cara debajo de la calavera de gigante era corriente, con una barbilla carnosa, un bigote fino y mejillas huesudas. Tenía los ojos muy juntos, una única ceja poblada que le cruzaba la frente, y el cabello, ralo, formaba con un pico sobre la frente entre las grandes entradas.

La mujer del dorniense cantaba durante el baño
con una voz que era dulce como un melocotón,
mas la espada del dorniense tenía su propia canción
y se clavaba como el aguijón de un escorpión.

Junto al brasero, un hombre de baja estatura, pero inmensamente recio, estaba sentado en un taburete y se comía una brocheta de gallina. La grasa caliente le corría por la quijada hasta la barba, blanca como la nieve, pero de todos modos sonreía con placer. Tenía unas bandas de oro anchas y con runas talladas en los gruesos brazos, y llevaba una pesada cota de mallas negra, que debió de pertenecer a un explorador muerto. A muy poca distancia, un hombre más alto y delgado, que llevaba una camisa de cuero con placas de bronce, fruncía el ceño sobre un mapa; tenía colgado a la espalda, en su funda de cuero, un espadón de dos manos. Era esbelto como una lanza, con los músculos muy definidos, bien afeitado, calvo, con una prominente nariz recta y ojos grises muy profundos. Si hubiera tenido orejas hubiera sido apuesto, pero las había perdido, quizá por el frío o a causa del cuchillo de un enemigo, Jon no lo sabía. Su ausencia hacía que la cabeza del hombre pareciera estrecha y puntiaguda.

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