Tormenta de Espadas (175 page)

Read Tormenta de Espadas Online

Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
8.58Mb size Format: txt, pdf, ePub

La humillación definitiva se la asestaron con una sonrisa, cuando Lothar el Cojo lo llamó para hablar del papel que desempeñaría durante el matrimonio de Roslin.

—Cada uno tendremos que hacer lo que nos corresponda según nuestras respectivas capacidades —le dijo su hermanastro—. Tú tendrás una misión, sólo una, Merrett, pero creo que estás muy cualificado para ella. Quiero que te encargues de que el Gran Jon Umber esté tan borracho que no pueda tenerse en pie, no digamos ya pelear.

«Y hasta en eso fracasé.» Había engatusado al corpulento norteño para que bebiera vino suficiente como para matar a tres hombres normales, pero después de encamar a Roslin, el Gran Jon aún consiguió arrebatarle la espada al primero que se le aproximó, rompiéndole el brazo en el proceso. Hicieron falta ocho para encadenarlo, y de ellos dos resultaron heridos y uno muerto, por no mencionar que el pobre Ser Leslyn Haigh perdió media oreja. Cuando vio que ya no podía luchar con las manos, Umber había empezado a pelear con los dientes.

Merrett se detuvo un momento y cerró los ojos. La cabeza le palpitaba como el tambor que habían tocado en la boda y por un momento apenas si consiguió mantenerse en la silla.

«Tengo que seguir adelante —se dijo. Si conseguía llevar de vuelta a Petyr Espinilla se ganaría sin duda el favor de Ser Ryman. Tal vez Petyr fuera un infeliz, pero no era tan frío como Edwyn ni tan temperamental como Walder el Negro—. El chico me estará agradecido y su padre verá que soy leal y que vale la pena contar conmigo.»

Pero sólo si llegaba con el oro antes de que se pusiera el sol. Merrett echó una mirada al cielo.

«Justo a tiempo.» Le hacía falta algo para calmar los temblores de las manos. Cogió el odre para el agua que colgaba de la silla, quitó el corcho y bebió un largo trago. El vino era espeso y dulce, de un rojo tan oscuro que casi parecía negro, pero dioses, qué bien sabía.

En tiempos pasados la muralla de Piedrasviejas había rodeado la cima de la colina como una corona que ciñera las sienes de un rey. Ya sólo quedaban los cimientos y unos cuantos montones de piedras llenas de musgo. Merrett cabalgó a lo largo de la marca de la muralla hasta llegar al lugar donde debió de estar el torreón de entrada. Allí las ruinas eran más abundantes, y tuvo que desmontar y tirar de su palafrén. Hacia el oeste, el sol había desaparecido tras un banco de nubes bajas. Las laderas estaban cubiertas de helechos y aulagas, y una vez cruzó la muralla inexistente las hierbas le llegaron hasta el pecho. Merrett desenvainó la espada y miró a su alrededor con cautela, pero no vio ni rastro de los bandidos.

«¿Será que me he equivocado de día?» Se detuvo y se frotó las sienes con los pulgares, pero no consiguió aliviar la presión que sentía tras los ojos. «Por los siete infiernos...»

Desde lo más profundo del castillo le llegó una música tenue que se colaba entre los árboles.

A pesar de la capa, Merrett empezó a tiritar. Volvió a abrir el odre y bebió otro trago de vino.

«Debería montar a caballo, ir a Antigua y gastarme el oro en bebida. No se consigue nada bueno tratando con bandidos. —Aquella zorra de Wenda le había grabado a fuego una gacela en una nalga mientras lo tenía prisionero. No era de extrañar que su esposa lo considerase despreciable—. Tengo que hacer esto bien. Puede que Petyr Espinilla sea algún día el señor del Cruce. Edwyn no tiene hijos y Walder el Negro sólo tiene bastardos. Petyr recordará quién vino a buscarlo.» Bebió otro trago, puso el corcho al odre y tiró de las riendas de su palafrén entre las piedras rotas, las matas de aulaga y los arbolillos esqueléticos azotados por el viento, siguiendo los sonidos hacia lo que había sido el patio del castillo.

El suelo estaba cubierto por una gruesa capa de hojas caídas como soldados tras una batalla encarnizada. Un hombre vestido con ropas verdes desteñidas y llenas de remiendos estaba sentado a horcajadas en un sepulcro de piedra y rasgueaba las cuerdas de una lira. La música era suave y triste. Merrett conocía aquella canción. «En los salones de reyes que ya no están, Jenny baila con sus fantasmas...»

—Bájate de ahí —dijo Merrett—. Estás sentado encima de un rey.

—Al bueno de Tristifer no le molesta mi culo. Lo llamaban Martillo de Justicia. Hace mucho que no oye canciones nuevas.

El bandido bajó de un salto. Era delgado y esbelto, con el rostro fino y rasgos de zorro, pero tenía una boca tan ancha que al sonreír parecía como si se le conectaran las orejas. Unas cuantas hebras de fino cabello castaño le caían sobre la frente. Se las apartó con la mano libre.

—¿Os acordáis de mí, mi señor?

—No. —Merrett frunció el ceño—. ¿De qué os conozco?

—Canté en la boda de vuestra hija. Bastante bien, por cierto. Aquel tal Pate con el que se casó era primo mío. Es que en Sietecauces todos somos primos, cosa que no le impidió mostrarse mezquino cuando llegó la hora de pagarme. —Se encogió de hombros—. ¿Cómo es que vuestro señor padre no me llama nunca para tocar en Los Gemelos? ¿No hago suficiente ruido para su gusto? Tengo entendido que prefiere la música bien alta.

—¿Traéis el oro? —preguntó a su lado una voz más ronca.

Merrett tenía la garganta seca. «Mierda de bandidos, siempre se esconden entre los arbustos.» En el Bosque Real había sido igual. Cuando pensabas que habías atrapado a cinco, salían diez más de la nada.

Cuando se dio la vuelta estaban todos a su alrededor; era un grupo heterogéneo de viejos con piel como el cuero y muchachos de mejillas imberbes más jóvenes que Petyr Espinilla, todos ellos vestidos con harapos de lana basta, corazas y restos de armaduras sin duda robadas a sus víctimas. Con ellos había una mujer envuelta en una capa que era tres veces más grande de lo que le hacía falta, con la capucha echada sobre la frente. Merrett estaba demasiado aturdido para contarlos, pero parecía haber al menos una docena, tal vez llegaran a veinte.

—He hecho una pregunta. —El que hablaba era un hombretón barbudo de dientes verdosos torcidos y nariz rota, más alto que Merrett, aunque con menos barriga. Se cubría la cabeza con un yelmo y de los anchos hombros le colgaba una capa llena de remiendos—. ¿Dónde está nuestro oro?

—En la bolsa de la silla de montar. Cien dragones. —Merrett carraspeó para aclararse la garganta—. Os los entregaré en cuanto vea que Petyr...

Un bandido achaparrado y tuerto dio un paso adelante antes de que terminara la frase, metió la mano en la bolsa de la silla de montar y dio con la saca. Merrett hizo ademán de detenerlo, pero enseguida se lo pensó mejor. El bandido desató el nudo, sacó una moneda y la mordió.

—Es oro —confirmó. Sopesó la saca—. Y está todo.

«Se van a quedar con el oro y con Petyr», pensó Merrett con un repentino ataque de pánico.

—Es todo el rescate, justo lo que pedisteis. —Le sudaban las palmas de las manos, se las tuvo que secar contra los calzones—. ¿Cuál de vosotros es Beric Dondarrion?

Antes de convertirse en un bandido, Dondarrion había sido un gran señor, tal vez todavía fuera hombre de honor.

—Pues yo, me parece que yo —dijo el tuerto.

—No seas mentiroso, Jack —le replicó el barbudo de la capa amarilla—. Me toca a mí ser Lord Beric.

—¿Entonces a mí me toca ser Thoros? —El bardo se echó a reír—. Siento tener que deciros que la presencia de Lord Beric ha sido requerida en otra parte, mi señor. Corren tiempos difíciles y hay muchas batallas. Pero os trataremos igual que os hubiera tratado él, no tengáis miedo.

Merrett tenía miedo, mucho miedo. La cabeza le palpitaba. Si aquello seguía mucho rato, se echaría a llorar.

—Ya tenéis el oro —dijo—. Entregadme a mi sobrino y me marcharé.

En realidad Petyr era medio sobrino nieto suyo, pero no había necesidad de entrar en detalles.

—Está en el bosque de dioses —dijo el hombre de la capa amarilla—. Enseguida os llevaremos con él. Encárgate de su caballo, Notch.

Merrett entregó las riendas de mala gana, pero no tenía otra opción.

—El odre de agua —se oyó decir—. Dejad que beba un trago de vino para calmar...

—No bebemos con gentuza como vos —replicó con tono brusco capa amarilla—. Seguidme, es por aquí.

Las hojas le crujían bajo los pies; cada paso hacía que una lanzada de dolor atravesara la sien de Merrett. Caminaron en silencio azotados por las ráfagas de viento. Los últimos restos de luz del sol poniente le daban en los ojos cuando trepó por el montecillo musgoso que era todo lo que quedaba del torreón central. Al otro lado estaba el bosque de dioses.

Petyr Espinilla estaba colgado de la rama de un roble, una cuerda le ceñía el cuello largo y flaco. Los ojos saltones sobresalían en el rostro ennegrecido y parecían mirar acusadores a Merrett. «Has llegado demasiado tarde», sintió que le decían. Pero no era verdad, ¡no era verdad! Había llegado en el momento que le dijeron.

—¡Lo habéis matado! —graznó.

—Eh, a éste no se le escapa una —dijo el tuerto.

Un uro galopaba por la cabeza de Merrett.

«Madre, ten misericordia», pensó.

—Pero he traído el oro...

—Muy amable por vuestra parte —dijo el bardo con una sonrisa—. Nos encargaremos de que se le dé un buen uso.

Merrett se dio la vuelta para no ver a Petyr. Notaba el sabor de la bilis en la garganta.

—No teníais derecho...

—Teníamos una cuerda —dijo capa amarilla—. No hace falta más derecho.

Dos de los bandidos cogieron a Merrett por los brazos y se los ataron a la espalda. Él estaba demasiado conmocionado para resistirse.

—No —fue lo único que pudo decir—. Sólo venía a pagar el rescate de Petyr. Dijisteis que si traía el oro antes del anochecer no le haríais daño...

—Bueno —respondió el bardo—, ahí nos habéis pescado, mi señor. Fue una mentirijilla.

El bandido tuerto se adelantó. Llevaba en la mano un rollo de cuerda de cáñamo. Hizo un lazo que pasó por la cabeza de Merrett y se lo apretó al cuello con fuerza, bajo la oreja. Lanzó el otro extremo por encima de la rama del roble. El hombretón de la capa amarilla lo cogió.

—¿Qué hacéis? —Merrett se imaginaba lo idiota que debía de parecer, pero ni aun entonces podía creerse lo que estaba sucediendo—. No os atreveréis a colgar a un Frey.

—Qué gracia —dijo capa amarilla echándose a reír—, lo mismo dijo el otro, el crío de las espinillas.

«No lo dice en serio, no lo puede decir en serio.»

—Mi padre os pagará. Valgo un buen rescate, mucho más que Petyr, por lo menos el doble.

El bardo suspiró.

—Puede que Lord Walder esté medio ciego y postrado por la gota, pero no es tan idiota como para morder el mismo anzuelo dos veces. Mucho me temo que la próxima vez nos enviará un centenar de espadas en vez de un centenar de dragones.

—¡Exacto! —Merrett trataba de parecer firme, pero la voz lo traicionaba—. ¡Enviará un millar de espadas y os matará a todos!

—Antes nos tendrá que atrapar. —El bardo alzó la vista hacia el pobre Petyr—. Además, no podrá ahorcarnos dos veces, ¿no creéis? —Arrancó una nota melancólica de las cuerdas de la lira—. Venga, venga, no os caguéis encima todavía. Sólo tenéis que responderme a una pregunta y les diré que os suelten.

—¿Qué queréis saber? —Merrett les diría lo que fuera con tal de salvar la vida—. Os diré la verdad, lo juro.

—Pues mirad, el caso es que estamos buscando un perro que se ha escapado. —El bandido le dedicó una sonrisa alentadora.

—¿Un perro? —Merrett no entendía nada—. ¿Qué clase de perro?

—Lo llaman Sandor Clegane. Thoros dice que se dirigía a Los Gemelos. Hemos encontrado al barquero que lo ayudó a cruzar el Tridente y al pobre imbécil al que asaltó en el camino real. ¿No lo veríais en la boda, por casualidad?

—¿En la Boda Roja? —Merrett se sentía como si el cráneo le fuera a estallar, pero más le valía hacer memoria. Había habido mucho jaleo, pero si alguien hubiera visto al perro de Joffrey rondando por los alrededores de Los Gemelos habría corrido la voz—. En el castillo no estuvo. Al menos, en el banquete principal... puede que estuviera en el banquete de los bastardos o en los campamentos, pero... No, me lo habrían dicho...

—Iba con una niña —insistió el bardo—. Una chiquilla flaca, de unos diez años. O tal vez un niño de la misma edad.

—Me parece que no —dijo Merrett—. No, que yo sepa no estuvo.

—¿No? Vaya, qué lástima. En fin, arriba con éste.

—¡No! —chilló Merrett—. No, no, os he respondido, ¡dijisteis que me soltaríais!

—Creo recordar que lo que dije fue que les diría que os soltaran. —El bardo miró a capa amarilla—. Suéltalo, Lim.

—Vete a tomar por culo —le replicó el bandido corpulento.

El bardo se encogió de hombros con gesto impotente y empezó a tocar «El día en que ahorcaron a Robin el Negro».

—¡Por favor! —Los últimos restos del valor de Merrett le corrían por la pierna abajo—. No os he hecho ningún daño. He traído el oro tal como pedisteis. He respondido a vuestra pregunta. ¡Tengo hijos!

—El Joven Lobo no los tendrá nunca —señaló el bandido tuerto.

—Nos humilló. —El dolor de cabeza casi impedía pensar a Merrett—. El reino entero se reía de nosotros, teníamos que limpiar esa mancha en nuestro honor. —Era lo que había repetido sin cesar su padre.

—Es posible. Pero ¿qué saben unos campesinos de mierda sobre el honor de los señores? —Capa amarilla se dio tres vueltas en torno a la mano con el extremo de la cuerda—. En cambio, sabemos mucho sobre asesinatos.

—No fue ningún asesinato. —Su voz era un chillido—. Fue venganza, teníamos derecho a vengarnos. Era la guerra. Aegon, al que llamábamos Cascabel, un pobre retrasado que nunca hizo daño a nadie... Lady Stark le cortó el cuello. Perdimos a un centenar de hombres en los campamentos. Ser Garse Goodbrook, el marido de Kyra; y a ser Tytos, el hijo de Jared, le abrieron la cabeza con un hacha... El huargo de Stark mató a cuatro de nuestros perros lobos y le arrancó el brazo al jefe de las perreras, y eso que lo habían dejado hecho un alfiletero con las ballestas...

—Así que, después de matarlos a los dos, cosisteis su cabeza al cuello de Robb Stark —dijo capa amarilla.

—Eso fue cosa de mi padre. Yo no hice más que beber. No se puede matar a nadie por beber. —En aquel momento Merrett recordó algo, una cosa que tal vez podría salvarlo—. Se dice que Lord Beric siempre concede un juicio, que no mata a ningún hombre a menos que haya pruebas contra él. No podéis probar nada contra mí. La Boda Roja fue cosa de mi padre, de Ryman y de Lord Bolton. Lothar preparó las tiendas para que se derrumbaran y situó a los ballesteros en la galería con los músicos, Walder el Bastardo iba al frente de los que atacaron los campamentos... Id a por ellos, no a por mí, yo no hice más que beber vino... ¡no tenéis testigos!

Other books

Candice Hern by Once a Scoundrel
Dunc Gets Tweaked by Gary Paulsen
Positive by Elizabeth Barone
Death of a Valentine by Beaton, M.C.
City of Secrets by Mary Hoffman
Texas Tiger TH3 by Patricia Rice
The Passenger by F. R. Tallis