Tormenta de Espadas (41 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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Advirtió que en aquel momento también empezaban a retrasarse. En cierta ocasión había oído decir a Pyp que Paul el Pequeño era el hombre más fuerte de la Guardia. «Y debe de serlo, puede conmigo.» Pero, aun así, la capa de nieve era cada vez más espesa, el terreno más traicionero, y las zancadas de Paul se iban acortando. Pasaron junto a ellos más jinetes, hombres heridos que miraron a Sam con ojos apagados, indiferentes. También los adelantaron algunos portadores de antorchas.

—Os estáis quedando atrás —les dijo uno.

El siguiente se mostró de acuerdo.

—Nadie te va a esperar, Paul. Deja al cerdo para los muertos.

—Me ha prometido un pájaro —dijo Paul, aunque Sam no había hecho semejante cosa. «No son míos»—. Quiero un pájaro que hable y que coma de mi mano.

—Tú eres idiota —replicó el hombre de la antorcha mientras se alejaba.

—Estamos solos —dijo Grenn con voz ronca al poco rato, deteniéndose de pronto—. No veo las demás antorchas. ¿Los que nos adelantaron eran la retaguardia?

Paul el Pequeño no le supo responder. El hombretón dejó escapar un gruñido y cayó de rodillas. Le temblaban los brazos al depositar a Sam en la nieve con toda delicadeza.

—No puedo cargarte más. Ya quisiera, pero no puedo. —Tiritaba con violencia.

El viento suspiraba entre los árboles y les lanzaba diminutos copos de nieve contra los rostros. El frío era tan intenso que Sam se sintió desnudo. Buscó las antorchas con los ojos, pero todas, hasta la última, habían desaparecido. Sólo quedaba la que llevaba Grenn, con unas llamas que eran como velos anaranjados. A través de ellos se veía la oscuridad que había más allá.

«Pronto se apagará esta antorcha —pensó—, y estamos solos, sin comida, sin amigos, sin fuego...»

Pero se equivocaba. No estaban solos.

Las ramas más bajas del gran centinela verde dejaron caer su carga de nieve. Grenn se dio la vuelta y blandió la antorcha.

—¿Quién anda ahí?

Una cabeza de caballo surgió de la oscuridad. Sam sintió una oleada de alivio hasta que vio al animal. La escarcha lo cubría como una película de sudor congelado y del vientre abierto le salía un nido rígido de entrañas negras. Lo montaba un jinete pálido como el hielo. A Sam se le escapó un sonido gimoteante de lo más hondo de la garganta. Sentía tanto miedo que se habría vuelto a mear encima, pero tenía el frío dentro, un frío tan cruel que se le había helado la vejiga. El Otro desmontó con un movimiento grácil y se quedó de pie en la nieve. Era esbelto como la hoja de una espada y tenía la piel de un blanco lechoso. La superficie de su armadura se ondulaba y cambiaba cuando se movía, y sus pies no hollaban la capa de nieve recién caída.

Paul el Pequeño echó mano al hacha de mango largo que llevaba a la espalda.

—¿Por qué le has hecho daño a ese caballo? Era de Mawney.

Sam buscó a tientas el puño de su espada, pero la vaina estaba vacía. Demasiado tarde, recordó que la había perdido en el Puño.

—¡Vete! —Grenn se adelantó un paso mientras blandía la antorcha ante él—. ¡Vete o te quemo!

Lanzó una estocada con la antorcha. La espada del Otro brillaba con un mortecino resplandor azulado. Avanzó hacia Grenn con la velocidad de un relámpago. Cuando la espada de hielo azul chocó contra las llamas, un chillido estridente, perforó como una aguja los oídos de Sam. La parte superior de la antorcha salió volando y fue a caer sobre la nieve, donde el fuego se apagó al instante. Todo lo que le quedaba a Grenn era un trozo de madera. Lo lanzó contra el Otro con una maldición, al tiempo que Paul el Pequeño atacaba con el hacha.

El miedo que invadió a Sam era el peor que había sentido en toda su vida, y Samwell Tarly conocía todo tipo de miedo.

—Madre, ten piedad —sollozó, había olvidado a los antiguos dioses en medio del terror—. Padre, protégeme... Oh...

Sus dedos encontraron la daga que llevaba y los cerró en torno a la empuñadura.

Los espectros habían sido lentos y torpes, pero el Otro era ligero como la nieve llevada por el viento. Esquivó con fluidez el hachazo de Paul, su armadura siempre ondulante, describió un arco con la espada de cristal y la clavó entre los aros de hierro de la cota de mallas del hombre, atravesando el cuero, la lana, la carne y el hueso. Le salió por la espalda con un siseo aterrador, y Sam oyó la exclamación de Paul cuando perdió el hacha. El hombretón, empalado y con la sangre humeando en la espada, trató de alcanzar a su asesino con las manos, y casi lo logró antes de caer. Su peso arrancó la extraña espada de la mano del Otro.

«Ya, ataca ya, deja de llorar y lucha, mocoso. Lucha, cobarde.» La voz que oía era la de su padre, era la de Alliser Thorne, la de su hermano Dickon y la de Rast. «Cobarde, cobarde, cobarde.» Soltó una carcajada histérica, se preguntó si lo convertirían en un espectro, un espectro grande, gordo y blancuzco, que siempre se tropezaba con sus pies muertos. «Ataca, Sam. —¿Era aquélla la voz de Jon? Jon estaba muerto—. Tú puedes, tú puedes, ataca.» Y de pronto se encontró precipitándose hacia delante, en realidad más que correr lo que hacía era caer, con los ojos cerrados y agitando la daga a ciegas ante él con las dos manos. Oyó un crujido, como el ruido que hace el hielo al romperse bajo una bota, y a continuación un chillido tan agudo y penetrante que lo hizo retroceder tambaleante, con las manos en los oídos, hasta que cayó de culo.

Cuando abrió los ojos, la armadura del Otro se deslizaba por las piernas del ser como un riachuelo, mientras una sangre color azul claro siseaba y humeaba en torno a la daga de vidriagón que tenía clavada en la garganta. El Otro se llevó las manos blancas como la nieve hacia la herida para tratar de arrancársela, pero cuando los dedos rozaron la obsidiana empezaron a humear.

Sam rodó de costado, con los ojos abiertos de par en par, mientras el Otro se deshacía en un charco, se disolvía... En pocos momentos desapareció toda la carne, se había evaporado en jirones de tenue neblina blanca. Debajo había huesos como vidrio lechoso, claros y brillantes, que también se estaban disolviendo. Por último sólo quedó la daga de vidriagón, envuelta en un sudario de vaho, como si estuviera viva y sudorosa. Grenn se inclinó para recogerla, pero al momento la volvió a soltar.

—¡Madre, qué fría está!

—Es obsidiana. —Sam se puso trabajosamente en pie—. También la llaman vidriagón. Vidriagón. Vidrio de dragón. —Soltó una risita, luego un sollozo, y se dobló por la cintura para vomitar su valor sobre la nieve.

Grenn ayudó a Sam a ponerse en pie, le buscó el pulso a Paul el Pequeño, le cerró los ojos y por último tocó otra vez la daga. En esta ocasión pudo cogerla.

—Quédatela —dijo Sam—. Tú no eres un cobarde como yo.

—Tan cobarde que has matado al Otro. —Grenn señaló con el cuchillo—. Mira allí, entre los árboles. Hay luz rosada. Amanece, Sam, amanece. Aquello debe de ser el este. Si vamos en aquella dirección alcanzaremos a Mormont.

—Si tú lo dices... —Dio una patada a un árbol con la bota izquierda para sacudirse la nieve, y luego con la derecha—. Lo intentaré. —Con una mueca de dolor, dio un paso—. Lo intentaré, de verdad.

Y luego otro.

TYRION (3)

La cadena de eslabones en forma de manos de Lord Tywin centelleaba dorada sobre el terciopelo granate oscuro de su túnica. Los señores Tyrell, Redwyne y Rowan se reunieron en torno a él cuando entró. Los saludó por turno, habló un momento en voz baja con Varys, besó el anillo del Septon Supremo y la mejilla de Cersei, estrechó la mano del Gran Maestre Pycelle y ocupó el lugar del rey en la presidencia de la mesa larga, entre su hija y su hermano.

Tyrion había exigido el antiguo lugar de Pycelle, al otro extremo de la mesa, y se había apuntalado entre cojines para poder ver a todos los reunidos. El despojado Pycelle se había situado junto a Cersei, tan lejos del enano como le fue posible sin ocupar el asiento del rey. El Gran Maestre parecía un esqueleto, caminaba tembloroso arrastrando los pies y tenía que apoyarse en un bastón retorcido. En lugar de la otrora frondosa barba blanca apenas unos cuantos pelos canosos le salían del largo cuello de pollo. Tyrion lo miró sin asomo de remordimiento.

Los demás tuvieron que repartirse el resto de los asientos: Lord Mace Tyrell, un hombre recio y robusto con cabello castaño rizado y una barbita en forma de pica en la que se veían abundantes canas; Paxter Redwyne del Rejo, flaco y encorvado, con unos mechones de pelo naranja alrededor de la cabeza calva; Mathis Rowan, señor de Sotodeoro, afeitado, grueso y sudoroso; el Septon Supremo, un hombrecillo frágil con una escasa barbita blanca.

«Demasiadas caras nuevas —pensó Tyrion—. Demasiados jugadores nuevos. Mientras me pudría en la cama el juego ha cambiado y nadie me va a explicar las reglas.»

Oh, sin duda los señores se habían mostrado sumamente corteses, aunque notaba que les incomodaba mirarlo.

—Aquella idea vuestra de la cadena fue de lo más ingenioso —le había dicho Mace Tyrell en tono jovial.

—Desde luego —asintió Lord Redwyne en tono igual de jovial—, desde luego, mi señor de Altojardín habla en nombre de todos.

«Pues contádselo a los habitantes de esta ciudad —pensó Tyrion con amargura—. Decídselo a esos cabrones de los bardos, con sus canciones sobre el fantasma de Renly.»

Su tío Kevan era el que más amable se había mostrado, llegó incluso a darle un beso en la mejilla.

—Lancel me ha dicho lo valiente que fuiste, Tyrion —dijo—. Cuenta cosas maravillosas de ti.

«Más le vale, o yo empezaré a contar algunas cosas sobre él.»

—Mi querido primo es demasiado generoso —dijo, forzando una sonrisa—. Espero que su herida esté mejorando.

—Unos días parece más fuerte y otros... —Ser Kevan frunció el ceño—. Estamos muy preocupados. Tu hermana lo visita a menudo para levantarle la moral y para rezar por él.

«Sí, pero ¿reza pidiendo que viva o que muera?» Cersei había utilizado a su primo sin el menor pudor, tanto dentro como fuera de la cama; sin duda esperaba que Lancel se llevara el secreto a la tumba, dado que ya tenía allí a su padre y no necesitaba al muchacho. «Pero ¿iría tan lejos como para asesinarlo?» Al verla aquel día nadie habría imaginado que Cersei era capaz de semejante crueldad. Era todo encanto; coqueteaba con Lord Tyrell mientras hablaban del festín de bodas de Joffrey, dedicaba cumplidos a Lord Redwyne por el heroísmo de sus hijos gemelos, dulcificaba al hosco Lord Rowan con bromas y sonrisas, y se mostraba recatada y piadosa al dirigirse al Septon Supremo.

—¿Empezamos por los preparativos de la boda? —preguntó Cersei cuando Lord Tywin ocupó el asiento.

—No —replicó su padre—. Por la guerra. Varys.

—Tengo noticias deliciosas para vosotros, mis señores. —El eunuco les dedicó una sonrisa sedosa—. Ayer de madrugada nuestro valiente Lord Randyll alcanzó a Robett Glover en las afueras del Valle Oscuro y lo acorraló contra el mar. Hubo muchas pérdidas en ambos bandos, pero al final nuestros leales vencieron. Según los informes, Helman Tallhart ha muerto, junto con otro millar de hombres. Robett Glover encabeza la huida de los supervivientes hacia Harrenhal, sin imaginar que por el camino se encontrará con el valeroso Ser Gregor y los suyos.

—¡Loados sean los dioses! —exclamó Paxter Redwyne—. ¡Una gran victoria para el rey Joffrey!

«¿Qué habrá tenido que ver Joffrey con esto?», pensó Tyrion.

—Y una derrota terrible para el norte, no cabe duda —señaló Meñique—. Pero Robb Stark no ha tomado parte de ella. El Joven Lobo sigue imbatido en el campo de batalla.

—¿Qué sabemos de los planes y movimientos de Stark? —preguntó Mathis Rowan, siempre brusco y al grano.

—Ha abandonado los castillos que había tomado en el este y ha vuelto a Aguasdulces con su botín —anunció Lord Tywin—. Nuestro primo Ser Daven está reagrupando los restos del ejército de su difunto padre en Lannisport. Cuando esté preparado, se unirá a Ser Forley Prester en el Colmillo Dorado. En cuanto el joven Stark emprenda la marcha hacia el norte, Ser Forley y Ser Daven caerán sobre Aguasdulces.

—¿Estáis seguro de que Lord Stark planea partir hacia el norte? —quiso saber Lord Rowan—. ¿A pesar de que los hombres del hierro están en Foso Cailin?

—¿Hay mayor sinsentido que un rey sin reino? —preguntó Mace Tyrell tomando la palabra—. No, es evidente, el chico tiene que abandonar las tierras de los ríos, volverá a unir sus fuerzas con Roose Bolton y lanzará todo su ejército contra Foso Cailin. Es lo que haría yo en su lugar.

Tyrion tuvo que morderse la lengua para no decir nada. Robb Stark había ganado más batallas en un año que el señor de Altojardín en veinte. La reputación de Tyrell se basaba en una victoria nada decisiva sobre Robert Baratheon en Vado Ceniza, en una batalla que en realidad había ganado la vanguardia de Lord Tarly antes de que el grueso del ejército tuviera siquiera tiempo de llegar. El asedio de Bastión de Tormentas, en el que Mace Tyrell estaba de verdad al mando, duró más de un año sin resultado alguno y, después de los combates del Tridente, el señor de Altojardín rindió su estandarte con docilidad ante Eddard Stark.

—Debería escribirle una carta a Robb Stark y ponerme firme con él —estaba diciendo Meñique—. Tengo entendido que su hombre, Bolton, tiene a las cabras en mis salones, no me parece nada bien.

Ser Kevan Lannister carraspeó para aclararse la garganta.

—Ya que hablamos de los Stark, Balon Greyjoy, que ahora se hace llamar Rey de las Islas y del Norte, nos ha escrito para ofrecernos los términos de una posible alianza.

—Lo que debería ofrecernos es lealtad —restalló Cersei— ¿Con qué derecho osa nombrarse rey?

—Por derecho de conquista —replicó Lord Tywin—. El rey Balon ha cerrado sus dedos en torno al Cuello. Los herederos de Robb Stark han muerto, Invernalia ha caído y los hombres del hierro tienen Foso Cailin, Bosquespeso y buena parte de la Costa Pedregosa. Los barcos del rey Balon controlan el mar del Ocaso, y están bien situados para amenazar Lannisport, Isla Bella y hasta Altojardín, en caso de que los provocáramos.

—¿Y si aceptáramos su alianza? —inquirió Lord Mathis Rowan—. ¿Cuáles son los términos que propone?

—Quiere que lo reconozcamos como rey y le otorguemos todos los territorios al norte del Cuello.

—¿Y qué hay al norte del Cuello que pueda interesar a un hombre en su sano juicio? —Lord Redwyne se echó a reír—. Si Greyjoy quiere cambiar espadas y velas por piedras y nieve, propongo que aceptemos, nos podemos considerar afortunados.

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