Tormenta de Espadas (53 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Ya lo sé —dijo Dany—. De verdad, lo sé.

—¿Mi
khaleesi
está triste?

—Sí.

«Triste y desorientada.»

—¿Quiere la
khaleesi
que le dé placer?

—No. —Dany retrocedió un paso—. No tienes por qué hacer eso, Irri. Aquella noche, cuando te despertaste, lo que pasó... No eres una esclava de cama, te di la libertad, ¿recuerdas? Eres...

—Soy la doncella de la Madre de Dragones —dijo la chica—. Es un gran honor dar placer a mi
khaleesi
.

—Eso no es lo que quiero —insistió—. De verdad. —Se dio la vuelta con gesto brusco—. Déjame. Quiero estar a solas. Para pensar.

El sol había empezado a ponerse sobre las aguas de la Bahía de los Esclavos cuando Dany regresó a la cubierta. Se apoyó en la baranda y contempló Astapor.

«Visto desde aquí casi parece hermoso —pensó. Las estrellas empezaban a brillar sobre la ciudad, igual que los farolillos de seda, tal como le había dicho la traductora de Kraznys—. Pero abajo sólo hay oscuridad, en las calles, en las plazas y en las arenas de combate. Y más oscuridad aún hay en los barracones, donde algún niño estará dando de comer al cachorrito que le entregaron cuando le arrebataron la virilidad.»

Oyó unas pisadas suaves tras ella.


Khaleesi
. —Era su voz—. ¿Puedo hablaros con sinceridad?

Dany no se volvió. En aquel momento no habría soportado mirarlo a la cara. Si lo hacía tal vez lo abofeteara de nuevo. O se echara a llorar. O lo besara. Ya no sabía qué estaba bien, qué estaba mal y qué era una locura.

—Decid lo que queráis, ser.

—Cuando Aegon el Dragón desembarcó en Poniente, los reyes del Valle, la Roca y el Dominio no corrieron a él para entregarle sus coronas. Si pretendéis ocupar el Trono de Hierro tendréis que ganarlo como hizo él, con acero y fuego de dragones. Eso quiere decir que, antes de que acabéis, tendréis las manos manchadas de sangre.

«Sangre y Fuego», pensó Dany. El lema de la Casa Targaryen. Lo había oído repetir toda su vida.

—De buena gana derramaré la sangre de mis enemigos. Pero jamás la sangre de inocentes. Me ofrecen ocho mil Inmaculados. Ocho mil bebés muertos. Ocho mil perros estrangulados.

—Alteza —insistió Jorah Mormont—, yo vi Desembarco del Rey después del Saqueo. Aquel día también murieron bebés, y ancianos, y niños. No podríais contar el número de mujeres que fueron violadas. En todo hombre habita una bestia salvaje, y cuando ponéis en la mano de ese hombre una espada o una lanza y lo mandáis a la guerra, la bestia revive. Para despertarla sólo hace falta el olor de la sangre. Pero jamás he oído decir que estos Inmaculados violen a ninguna mujer, ni que pasen por la espada a toda una ciudad, ni siquiera que cometan saqueos a no ser que sus líderes se lo ordenen. Tal vez sean adoquines, como decís, pero si los compráis los únicos perros que matarán en adelante son aquellos que vos queráis ver muertos. Creo recordar que queríais ver muertos a unos cuantos perros.

«Los perros del Usurpador.»

—Sí. —Dany apartó la vista de las suaves luces de colores, y se dejó acariciar por la fresca brisa marina—. Habéis hablado de saquear ciudades. Decidme una cosa, ser, ¿por qué los dothrakis nunca han saqueado ésta? —Señaló hacia las edificaciones—. Mirad esas murallas. Se están derrumbando por muchos sitios. ¿Veis algún guardia en aquellas torres? Yo no. ¿Acaso se esconden, ser? Hoy he visto a los hijos de la arpía, a todos sus orgullosos guerreros nobles. Vestían faldas de lino y lo único que tenían de fiero era el pelo. Hasta el
khalasar
más modesto podría cascar esta Astapor como una nuez y derramar por el suelo su contenido de carne podrida. Decidme pues, ¿cómo es que esa arpía horrorosa no está en el camino de dioses de Vaes Dothrak, junto con el resto de los dioses robados?

—Tenéis el ojo perspicaz de un dragón,
khaleesi
, salta a la vista.

—Quiero una respuesta, no un cumplido.

—Hay dos motivos. Los valientes defensores de Astapor son pura paja, es verdad. Nombres antiguos y monederos rebosantes que se disfrazan con látigos ghiscarios para hacer como si todavía dominaran un vasto imperio. Todos y cada uno de ellos son oficiales de alto rango. En los días festivos desarrollan batallas fingidas en la arena para demostrar que son grandes comandantes, pero los que mueren son los eunucos. Da lo mismo, cualquier enemigo que quisiera saquear Astapor sabe que tendría que enfrentarse a los Inmaculados. Los traficantes de esclavos pondrían a toda la guarnición a defender la ciudad. Los dothrakis no han cabalgado contra los Inmaculados desde el día en que se dejaron las trenzas en las puertas de Qohor.

—¿Cuál es el segundo motivo? —preguntó Dany.

—¿Quién querría atacar Astapor? —señaló Ser Jorah—. Meereen y Yunkai son ciudades rivales, pero no enemigas, la Maldición acabó con Valyria, todos los habitantes de las zonas remotas del este son ghiscarios, y más allá de las colinas se extiende Lhazar. Los Hombres Cordero, como los llaman los dothrakis, no son nada propensos a la guerra.

—Sí —accedió ella—, pero al norte de las ciudades de los esclavos está el mar dothraki, y hay dos docenas de
khals
poderosos que disfrutan saqueando ciudades y llevándose a sus habitantes como esclavos.

—¿Adónde los iban a llevar? ¿De qué sirven los esclavos si uno mata a los traficantes? Valyria ya no existe, Qarth está más allá del desierto rojo, y las Nueve Ciudades Libres están a muchos miles de leguas hacia el oeste. Y podéis estar segura de que los hijos de la arpía son generosos con todos los
khals
que pasan por aquí, igual que los magísteres de Pentos, de Norvos y de Myr. Saben muy bien que si organizan festines para los señores de los caballos y les hacen regalos, seguirán su camino. Es más barato que luchar, y el resultado es mucho más seguro.

«Más barato que luchar», pensó Dany. Ojalá para ella las cosas pudieran ser así de sencillas. Qué maravilloso sería llegar a Desembarco del Rey con sus dragones y pagar un cofre de oro al niño rey, a Joffrey, para que se marchara.


Khaleesi
—insistió Ser Jorah cuando su silencio se prolongó demasiado.

Le posó la mano en un codo. Dany se la sacudió.

—Viserys habría comprado tantos Inmaculados como hubiera podido pagar. Pero en cierta ocasión dijisteis que yo era como Rhaegar...

—Lo recuerdo, Daenerys.

—Alteza —lo corrigió—. El príncipe Rhaegar iba a la batalla al frente de hombres libres, no de esclavos. Barbablanca dice que armaba a sus escuderos en persona, y obligaba a muchos otros caballeros a hacer lo mismo.

—No había mayor honor que recibir el rango de caballero del príncipe de Rocadragón.

—Decidme, pues... cuando tocaba el hombro de un hombre con su espada, ¿qué le decía: «Ve y mata al débil» o «Ve y defiéndelo»? Todos aquellos valientes de los que hablaba Viserys, los del Tridente, los que murieron bajo nuestros estandartes de dragones... ¿dieron la vida porque creían en la causa de Rhaegar o porque los habían comprado con monedas?

Dany se volvió hacia Mormont, cruzó los brazos y esperó la respuesta.

—Mi reina —respondió el hombretón con voz pausada—, todo lo que decís es verdad. Pero, en el Tridente, Rhaegar perdió. Perdió la batalla, perdió la guerra, perdió el reino y perdió la vida. Las aguas del río se llevaron su sangre, junto con los rubíes de su coraza. Robert el Usurpador cabalgó sobre su cadáver y robó el Trono de Hierro. Rhaegar luchó con valentía, Rhaegar luchó con nobleza. Y Rhaegar murió.

BRAN (2)

No había caminos que recorrieran los angostos valles montañeses por los que caminaban. Entre los grandes picos de piedra gris sólo había lagos de aguas azules y tranquilas, largos, estrechos y profundos, y extensiones interminables de pinares de un verde sombrío. El color rojizo y dorado de las hojas otoñales había ido escaseando desde que salieron del Bosque de los Lobos para ascender por las viejas colinas rocosas, y desapareció cuando las colinas se convirtieron en montañas. Los gigantescos centinelas de un verde grisáceo se alzaban ya sobre ellos, junto con píceas, abetos y una interminable sucesión de pinos soldado. En cambio a ras de suelo había poca vegetación, y una alfombra de agujas color verde oscuro cubría el terreno.

Si se extraviaban, cosa que les sucedió en un par de ocasiones, sólo tenían que esperar a que llegara una noche despejada y alzar la vista hacia el cielo para buscar, sin la interferencia de las nubes, el Dragón de Hielo. La estrella azul del ojo del dragón señalaba el camino hacia el norte, tal como le había dicho Osha en cierta ocasión. Al pensar en Osha, Bran volvió a preguntarse dónde estaría en aquel momento. Se la imaginaba a salvo en Puerto Blanco, con Rickon y
Peludo
, comiendo anguilas, pescado y empanada caliente de cangrejos junto al obeso Lord Manderly. O tal vez estuvieran calentándose en el Último Hogar, ante las chimeneas del Gran Jon. En cambio, la vida de Bran consistía en un día tras otro de frío gélido a las espaldas de Hodor, montaña arriba, montaña abajo, siempre metido en su cesto.

—Arriba y abajo —suspiraba a veces Meera mientras caminaban—. Y abajo y arriba. Y luego arriba y abajo. Príncipe Bran, les estoy cogiendo rabia a estas montañas tuyas.

—Ayer dijiste que te gustaban.

—Y es verdad. Mi señor padre me había hablado de las montañas, pero hasta ahora no había visto ninguna. Me gustan tanto que me quedo sin palabras.

—Si acabas de decir que les estás cogiendo rabia —dijo Bran con una mueca.

—¿Por qué no puedo pensar las dos cosas a la vez? —Meera alzó la mano y le pellizcó la nariz.

—Porque son todo lo contrario —insistió Bran—. Como la noche y el día, o el hielo y el fuego.

—Si el hielo puede arder —intervino Jojen con su voz solemne—, el amor y el odio se pueden emparejar. Montaña o pantano, da igual. La tierra es una.

—Una —asintió su hermana—. Sólo que aquí está muy arrugada.

Los valles angostos de las alturas rara vez tenían la cortesía de discurrir de norte a sur, de modo que en muchas ocasiones tuvieron que recorrer leguas y leguas en direcciones que no les convenían, y a veces se vieron obligados a desandar sus pasos.

—Si hubiéramos ido por el camino real ya estaríamos en el Muro —recordaba Bran constantemente a los Reed.

Quería encontrar al cuervo de tres ojos para aprender a volar. Lo había repetido un centenar de veces, hasta que Meera empezó a tomarle el pelo diciéndolo a la vez que él.

—Si hubiéramos ido por el camino real tampoco tendríamos tanta hambre —empezó a decir entonces.

Abajo, en las colinas, no les había faltado alimento. Meera era buena cazadora y todavía mejor se le daba pescar en los arroyos con su fisga. A Bran le encantaba observarla en acción, admiraba su rapidez, la manera en que lanzaba el arpón tridente y lo volvía a sacar con una trucha plateada retorciéndose en la punta. Y también
Verano
cazaba para ellos. El huargo desaparecía casi todas las noches cuando se ponía el sol, pero siempre regresaba antes del amanecer, por lo general con algo entre las fauces, una ardilla o una liebre.

Pero allí, en lo alto de las montañas, los arroyos eran más pequeños y gélidos, y la caza escaseaba. Meera seguía cazando y pescando siempre que podía, pero era más difícil, y algunas noches ni el propio
Verano
encontraba presas. Muchas veces se tuvieron que acostar con el estómago vacío.

Aun así, Jojen se obstinó en que se mantuvieran lo más lejos posible de los caminos.

—Donde hay caminos, hay viajeros —decía con aquel tono suyo tan característico—, y los viajeros tienen ojos que ven y bocas que contarán historias sobre el chico tullido, su gigante y el lobo que camina con ellos.

Cuando Jojen se ponía testarudo no había manera de que cambiara de opinión, así que tomaron la ruta más complicada, y cada día ascendían un poco más y avanzaban hacia el norte un poco más.

Algunos días llovía, otros hacía viento, y en una ocasión se vieron en medio de una tempestad de nieve tan terrible que hasta Hodor bramó de desfallecimiento. En los días despejados a menudo tenían la sensación de ser los únicos seres vivos del mundo.

—¿Es que aquí arriba no vive nadie? —preguntó en un momento dado Meera, mientras rodeaban un saliente de granito tan grande como Invernalia.

—Sí que hay gente —respondió Bran—. Casi todos los Umber viven al este del camino real, pero en verano traen a sus ovejas a pastar a los prados de las cimas. Al oeste de las montañas, en la bahía de Hielo, están los Wull, y los Harclay, en las colinas por donde vinimos. También viven en las cumbres los Knott, los Liddle, los Norrey y algunos Flint.

La madre de su abuela paterna había sido una Flint de las montañas. En cierta ocasión la Vieja Tata le había dicho que era su sangre la que había hecho que a Bran le gustara tanto trepar antes de la caída. Pero la mujer había muerto muchos, muchos años antes de que naciera él, incluso antes de que naciera su padre.

—¿Los Wull? —dijo Meera—. Jojen, durante la guerra, ¿no había un Wull que cabalgaba con nuestro padre?

—Theo Wull. —Jojen jadeaba por el esfuerzo de la escalada—. Todos lo llamaban «Cubos».

—Es su blasón —dijo Bran—. Tres cubos marrones sobre campo azul, con un ribete de cuadros blancos y grises. Lord Wull fue una vez a Invernalia para jurar fidelidad a mi padre, hablar con él y todo eso, y tenía cubos en el escudo. Pero no es un señor de verdad. Bueno, sí, pero lo llaman el «Wull» a secas, como el Knott, el Norrey y el Liddle. En Invernalia nos dirigimos a todos con el título de lord, pero los suyos, no.

—¿Crees que esos montañeses sabrán que estamos aquí? —preguntó Jojen Reed, deteniéndose un instante para recuperar el aliento.

—Seguro que sí. —Bran los había visto espiarlos; no con sus ojos, sino con los de
Verano
, que no se perdían nada—. No nos molestarán mientras no intentemos robarles las cabras ni los caballos.

Y así fue. Sólo se encontraron con un montañés en una ocasión, cuando un aguacero repentino de lluvia helada los obligó a buscar refugio.
Verano
los guió por el olfato hasta una caverna poco profunda oculta tras las ramas verde grisáceo de un gigantesco árbol centinela, pero cuando Hodor se agachó para entrar en el refugio de piedra Bran vio el brillo anaranjado de una hoguera al fondo y supo que no estaban solos.

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