Tormenta de Espadas (48 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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«Aerys —pensó Jaime, resentido—. Siempre igual. Todo se remonta a Aerys.» Se dejó mecer por el movimiento del caballo. Habría dado cualquier cosa por una espada. «O mejor, por dos espadas. Una para la moza y otra para mí. Nos matarían, pero al menos nos llevaríamos con nosotros a la mitad de ellos al infierno.»

—¿Por qué le habéis dicho que Tarth era la Isla Zafiro? —susurró Brienne cuando Urswyck estuvo a distancia suficiente—. Ahora pensará que mi padre posee muchas piedras preciosas...

—Rezad para que así sea.

—¿Es que no decís ni una palabra que no sea mentira, Matarreyes? A Tarth lo llaman la Isla Zafiro por el azul de sus aguas.

—Gritad un poco más alto, moza, creo que Urswyck no os ha oído. Cuanto antes se den cuenta de lo poco que valéis como rehén, antes empezarán las violaciones. Os montarán todos y cada uno de ellos, pero qué os importa, ¿no? Cerrad los ojos, abríos de piernas y haced como si todos fueran Lord Renly.

Por suerte, aquello la dejó callada un buen rato.

Casi había terminado el día cuando encontraron a Vargo Hoat mientras saqueaba un pequeño sept en compañía de una docena de sus Compañeros Audaces. Habían destrozado las vidrieras y sacado al exterior las tallas en madera de los dioses. Cuando llegaron, el dothraki más gordo que Jaime había visto jamás estaba sentado en el pecho de la Madre y le sacaba los ojos de calcedonia con la punta del cuchillo. Cerca de él, un septon flaco y calvo colgaba cabeza abajo de la rama de un castaño. Tres de los Compañeros Audaces utilizaban el cadáver como blanco de entrenamiento. Al menos uno de ellos era buen arquero, el septon tenía flechas clavadas en ambos ojos.

Cuando los mercenarios vieron a Urswyck con sus prisioneros empezaron a gritar en una docena de idiomas. La Cabra estaba sentado junto a una hoguera, comiendo un ave medio asada directamente del espetón, con los dedos y la larga barba llenos de grasa y de sangre. Se limpió las manos en la ropa y se levantó.

—Matarreyez —ceceó—, azí que erez mi prizionero.

—Mi señor, me llamo Brienne de Tarth —lo interrumpió la moza—. Lady Catelyn Stark me ordenó entregar a Ser Jaime a su hermano en Desembarco del rey.

—Hacedla callar —ordenó la Cabra, mirándola sin mucho interés.

—Escuchadme —insistió Brienne con vehemencia mientras Rorge cortaba las cuerdas que la ataban a Jaime—. En nombre del Rey en el Norte, en nombre del rey al que servís, por favor, escuchadme...

Rorge la derribó del caballo y empezó a darle patadas.

—Ten cuidado no le vayas a romper un hueso —le avisó Urswyck—. Esa zorra con cara de caballo vale su peso en zafiros.

El dorniense llamado Timeon y un ibbenés maloliente bajaron a Jaime del caballo y lo empujaron sin miramientos hacia la hoguera. No le habría costado nada agarrar una de sus espadas por la empuñadura, pero eran demasiados y seguía encadenado. Se llevaría a dos o tres por delante, pero al final moriría. Jaime no estaba aún preparado para morir, y menos por alguien como Brienne de Tarth.

—Hoy ez un gran día —dijo Vargo Hoat.

Llevaba en torno al cuello una cadena de monedas entrelazadas, de todas las formas y tamaños, forjadas y acuñadas, con los rostros de reyes, magos, dioses, demonios y todo tipo de bestias fantásticas.

«Monedas de todas las tierras donde ha peleado», recordó Jaime. La codicia era la clave de aquel hombre. Si había traicionado una vez, podía volver a traicionar.

—Lord Vargo, fue una estupidez por vuestra parte abandonar el servicio de mi padre, pero no es demasiado tarde para rectificar. Os pagará bien por mí, ya lo sabéis.

—Dezde luego —dijo Vargo Hoat—. Me entregará la mitad del oro de Roca Cazterly. Pero antez, tengo que hacerle llegar un menzaje.

Añadió algo en un idioma ceceante. Urswyck dio a Jaime un empujón por la espalda, y un bufón con ropas verdes y rosas le dio una patada que lo hizo tropezar. Cuando cayó al suelo, uno de los arqueros le agarró la cadena de las muñecas y tiró con brusquedad para obligarlo a estirar los brazos. El dothraki gordo dejó a un lado el cuchillo para desenvainar un
arakh
, la cimitarra de filo mortífero que tanto gustaba a los señores de los caballos.

«Pretenden asustarme.» El bufón saltó sobre la espalda de Jaime entre risitas, mientras el dothraki avanzaba lentamente hacia él. «La Cabra quiere que me mee en los calzones y le suplique piedad, pero no le daré ese placer.» Era un Lannister de Roca Casterly, Lord Comandante de la Guardia Real. Ningún mercenario lo oiría gritar.

La luz del sol arrancó un destello plateado del filo del
arakh
cuando descendió, casi demasiado deprisa para verlo. Y Jaime gritó.

ARYA (4)

La pequeña fortaleza cuadrangular estaba casi en ruinas, al igual que el corpulento caballero canoso que vivía allí. Era tan viejo que no entendía las preguntas que le hacían.

—Defendí el puente del ataque de Ser Maynard —respondía siempre, sin importar qué le preguntaran—. Qué hombre, pelo rojo y alma negra, pero no pudo conmigo. Me hirió seis veces antes de que lo matara. ¡Seis veces!

Por suerte el maestre que lo atendía era un hombre joven. Cuando el anciano caballero se quedó dormido en su asiento se los llevó aparte para hablar con ellos.

—Mucho me temo que buscáis un fantasma. Recibimos un pájaro hace muchísimo, al menos medio año. Los Lannister atraparon a Lord Beric cerca del Ojo de Dioses. Lo colgaron.

—Sí, lo colgaron, pero Thoros cortó la cuerda antes de que muriera. —La nariz rota de Lim ya no estaba tan enrojecida e hinchada, pero al curarse se le había quedado torcida, con lo que su rostro tenía una apariencia asimétrica—. No es tan fácil matar a su señoría.

—Ni encontrarlo, por lo visto —señaló el maestre—. ¿Habéis preguntado a la Dama de las Hojas?

—Vamos a hacerlo —dijo Barbaverde.

A la mañana siguiente, cuando cruzaron el pequeño puente de piedra que había tras la fortaleza, Gendry preguntó si sería aquél el que había defendido tanto el anciano. Nadie se lo supo decir.

—Lo más seguro es que sí —dijo Jack-con-Suerte—. No se ve ningún otro puente.

—Si hubiera una canción no habría dudas —señaló Tom de Sietecauces—. Con una buena canción sabríamos quién era el tal Ser Maynard y por qué tenía tantas ganas de cruzar este puente. Ese pobre viejo, Lychester, podría ser tan famoso como el Caballero Dragón si hubiera tenido la sensatez de contratar a un bardo.

—Los hijos de Lord Lychester murieron en la Rebelión de Robert —gruñó Lim—. Unos en un bando y otros en otro. Desde entonces no ha estado bien de la cabeza. En eso no hay canción que lo pueda ayudar.

—¿A qué se refería el maestre cuando dijo que habláramos con la Dama de las Hojas? —preguntó Arya a Anguy mientras cabalgaban.

—Ya lo veréis. —El arquero sonrió.

Tres días más tarde, al atravesar un bosque de tonos amarillos, Jack-con-Suerte sacó el cuerno y emitió una señal, una señal diferente a las anteriores. Los ecos no habían muerto cuando unas escalas de cuerda cayeron desenrollándose de las ramas de los árboles.

—A manear las monturas, a subir, a subir —entonó Tom, medio canturreando.

Al subir por las escalas se encontraron en un pueblo oculto entre las ramas altas de los árboles, un laberinto de pasarelas de cuerda y casitas cubiertas de musgo ocultas entre las hojas rojizas y doradas. Los llevaron ante la Dama de las Hojas, una mujer de pelo blanco, flaca como un palo y vestida con ropa de lana basta.

—Se nos viene encima el otoño, no podremos seguir aquí mucho tiempo más —les dijo—. Hace nueve noches pasó una docena de lobos por el camino de Hayford; iban de caza. Si se les hubiera ocurrido mirar hacia arriba nos habrían encontrado.

—¿No habéis visto a Lord Beric? —preguntó Tom de Sietecauces.

—Está muerto —dijo la mujer con tanta aflicción que parecía enferma—. La Montaña lo cogió y le clavó una daga en el ojo. Nos lo contó un hermano mendicante. Se lo había contado un hombre que lo vio todo.

—Ese cuento es viejo, y además falso —dijo Lim—. No es tan fácil matar al señor del relámpago. Puede que Ser Gregor le sacara un ojo, pero de eso no se muere nadie. Y si no, que os lo diga Jack.

—Bueno, yo no morí —dijo el tuerto Jack-con-Suerte—. A mi padre lo ahorcó uno de los terratenientes de Lord Piper, a mi hermano Wat lo enviaron al Muro y los Lannister mataron a mis otros hermanos. Un ojo no es nada.

—¿Me juráis que no está muerto? —La mujer se aferró al brazo de Lim—. Bendito seáis, Lim, es la mejor noticia que hemos recibido en medio año. Que el Guerrero lo proteja y el sacerdote rojo, también.

Al día siguiente encontraron refugio entre las ruinas ennegrecidas de un sept, en un pueblo arrasado por el fuego llamado Danza de Sally. Sólo quedaban fragmentos de las vidrieras de colores, y el anciano septon que los recibió les dijo que los saqueadores se habían llevado hasta las ricas vestiduras de la Madre, el farolillo dorado de la Vieja y la corona de plata del Padre.

—También le cortaron los pechos a la Doncella, y eso que eran sólo de madera —les contó—. Y claro, los ojos, que eran de azabache, lapislázuli y madreperla, se los sacaron con los cuchillos. Que la Madre se apiade de ellos.

—¿Quiénes eran? —preguntó Lim Capa de Limón—. ¿Titiriteros?

—No —respondió el anciano—. Eran norteños. Esos salvajes que adoran a los árboles. Decían que buscaban al Matarreyes.

Arya, que lo estaba oyendo, se mordió el labio. Notaba la mirada de Gendry clavada en ella. Estaba furiosa y avergonzada.

En la cripta del sept vivía una docena de hombres, entre telarañas, raíces y barriles de vino destrozados, pero ellos tampoco tenían ninguna noticia de Beric Dondarrion. Ni siquiera su jefe, que llevaba una armadura cubierta de hollín y un rudimentario adorno en forma de rayo en la capa. Cuando Barbaverde vio que Arya lo estaba mirando se echó a reír.

—El señor del relámpago está en todas partes y en ninguna, ardillita.

—No soy ninguna ardilla —replicó—. Ya soy casi una mujer. Voy a cumplir once años.

—¡Pues tened cuidado, no vaya a ser que me case con vos!

Fue a hacerle cosquillas bajo la barbilla, pero Arya apartó al muy idiota de un manotazo.

Aquella noche, Lim y Gendry jugaron a los dados con sus anfitriones, mientras Tom de Sietecauces cantaba una cancioncilla tonta sobre Ben Barrigas y el ganso del Septon Supremo. Anguy dejó que Arya probara su arco largo, pero por mucho que se mordió el labio no consiguió tensar la cuerda.

—Necesitáis un arco más ligero, mi señora —le dijo el arquero pecoso—. Si hay buena madera en Aguasdulces, os intentaré hacer uno.

—Tú eres tonto, Arquero —dijo Tom cuando lo oyó, interrumpiendo su canción—. Si alguna vez vamos a Aguasdulces será para que nos paguen un rescate por ella, no habrá tiempo para que te pongas a hacer arcos. Darás gracias si sales vivo y coleando. Lord Hoster ya ahorcaba criminales antes de que empezaras a afeitarte. En cuanto a su hijo... es lo que digo siempre, no se puede uno fiar de un hombre que detesta la música.

—No detesta la música —apuntó Lim—. Te detesta a ti, idiota.

—Pues no tiene por qué. Aquella moza estaba deseando acostarse con un hombre, ¿es culpa mía que bebiera tanto que no pudo hacer nada con ella?

—¿Quién compuso una canción sobre el tema? ¿Tú o fue otro imbécil enamorado de su propia voz? —Lim soltó un bufido de desprecio.

—Sólo la canté una vez —se quejó Tom—. ¿Y quién dice que la canción era sobre él? Iba sobre un pescado.

—Un pescado flácido —rió Anguy.

A Arya no le importaba sobre qué iban las canciones del idiota de Tom. Se volvió hacia Harwin.

—¿Qué ha dicho de un rescate?

—Estamos muy necesitados de caballos, mi señora. Y también de armas y armaduras. Escudos, espadas, lanzas... Todas esas cosas que se compran con monedas. Sí, y también semillas para cultivar. Se acerca el invierno, ¿recordáis? —Le pellizcó debajo de la barbilla—. No sois la primera persona noble por la que hemos pedido un rescate. Y espero que tampoco seáis la última.

Arya sabía que era verdad. A los caballeros los capturaban constantemente y pedían rescates por ellos. A veces a las mujeres también. «Pero ¿qué pasa si Robb no les paga lo que le pidan?» Ella no era un caballero famoso, y los reyes tenían que anteponer el reino a sus hermanas. ¿Y qué diría su señora madre? ¿Querría recuperarla, después de todas las cosas que había hecho? Arya se mordió el labio. No lo sabía.

Al día siguiente cabalgaron hasta un lugar llamado Alto Corazón, una colina tan alta que a Arya le pareció que desde allí arriba se podía ver medio mundo. En la cima había un círculo de grandes tocones blanquecinos, lo único que quedaba de lo que otrora fueran poderosos arcianos. Arya y Gendry rodearon la cima para contarlos. Había treinta y uno, y algunos eran tan anchos que le habrían servido de cama.

Según le contó Tom de Sietecauces, Alto Corazón había sido un lugar sagrado para los niños del bosque y parte de su magia permanecía en aquel lugar.

—A quien duerma aquí no le puede suceder nada malo —dijo el bardo.

Arya pensó que debía de ser verdad; la colina era tan alta y los terrenos circundantes tan despejados, que ningún enemigo se podría acercar sin que lo vieran.

Según le dijo Tom, los lugareños evitaban aquel lugar; se decía que estaba hechizado por los fantasmas de los niños del bosque que habían muerto allí cuando el rey ándalo llamado Erreg el Matarreyes había talado su bosque. Arya sabía quiénes eran los niños del bosque y los ándalos, pero los fantasmas no le daban miedo. Cuando era pequeña solía esconderse en las criptas de Invernalia y jugaba a «ven a mi castillo» o a «monstruos y doncellas» entre los reyes de piedra sentados en sus tronos.

Aun así, aquella noche se le pusieron los pelos de punta. Estaba durmiendo, pero la tormenta la despertó. El viento le arrebató la manta y la lanzó volando contra los arbustos. Al ir a buscarla, oyó unas voces.

Junto a las brasas de la hoguera vio a Tom, Lim y Barbaverde, que hablaban con una mujer diminuta, un palmo más baja que la propia Arya, más vieja que la Vieja Tata, toda encorvada y arrugada, y apoyada en un nudoso bastón negro. Tenía el cabello blanco tan largo que casi le llegaba al suelo. Cuando el viento se lo agitaba, le rodeaba la cabeza como una nube tenue. Tenía la piel aún más blanca, del color de la leche, y a Arya le pareció que sus ojos eran rojos, aunque desde su escondite entre los arbustos no habría podido jurarlo.

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