Tormenta de Espadas (22 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Y si fuéramos águilas, podríamos volar —dijo Jojen con brusquedad—, pero no tenemos alas, igual que no tenemos caballos.

—Podríamos conseguirlos —replicó Meera—. Hasta en lo más profundo del Bosque de los Lobos hay cazadores, campesinos, leñadores... Algunos tendrán caballos.

—Y si los tienen ¿qué hacemos, robarlos? ¿Somos ladrones? Lo que menos nos interesa es que nos persigan.

—Podríamos comprarlos —dijo ella—. Ofrecer algo por ellos.

—Míranos, Meera. Un chico tullido con un huargo, un gigante retrasado y dos lacustres a cinco mil kilómetros del Cuello. Nos reconocerán y el rumor se difundirá. Bran está a salvo mientras lo den por muerto. Vivo, se convertirá en una presa para todo el que quiera su muerte. —Jojen fue a la hoguera y removió las ascuas con un palo—. En algún lugar del norte nos aguarda el cuervo de tres ojos. Bran necesita un maestro más sabio que yo.

—Pero ¿cómo llegaremos, Jojen? —le preguntó su hermana—. ¿Cómo?

—Andando —respondió—. Paso a paso.

—El camino desde Aguasgrises a Invernalia fue eterno, y eso que íbamos a caballo. Quieres que hagamos un recorrido más largo a pie, sin saber siquiera dónde termina. Dices que más allá del Muro. No he estado allí, igual que tú, pero sé que es un lugar muy grande, Jojen. ¿Allí hay muchos cuervos de tres ojos o sólo uno? ¿Cómo lo vamos a encontrar?

—Quizá sea él quien nos encuentre.

Antes de que Meera supiera cómo responder, oyeron un sonido: el aullido distante de un lobo en la noche.


¿Verano?
—preguntó Jojen, que escuchaba con atención.

—No. —Bran conocía la voz de su huargo.

—¿Estás seguro? —dijo el pequeño abuelo.

—Seguro. —
Verano
había ido lejos aquel día, a campo traviesa, y no regresaría hasta el crepúsculo.

«Quizá Jojen sea un verdevidente, pero no es capaz de distinguir a un lobo de un huargo.» Se preguntó por qué obedecían tanto a Jojen. No era un príncipe como Bran, ni tampoco fuerte y grande como Hodor, ni tan buen cazador como Meera, aunque, sin entender por qué, siempre era Jojen quien les decía qué había que hacer.

—Deberíamos robar caballos, como dice Meera —apuntó Bran—, y cabalgar hasta donde están los Umber en Último Hogar. —Se detuvo a pensar un instante—. O podríamos robar un bote y navegar Cuchillo Blanco abajo hasta Puerto Blanco. Allí manda ese gordo de Lord Manderly, que se mostró tan amistoso en la fiesta de la cosecha. Quería construir naves. Quizá haya construido algunas y podamos navegar hasta Aguasdulces y traer a casa a Robb con todo su ejército. Entonces no importaría que supieran que estoy vivo. Robb no dejaría que nadie nos hiciera daño.

—¡Hodor! —masculló Hodor—. Hodor, Hodor.

Sólo a él le gustaba el plan de Bran, aunque Meera se limitó a sonreírle y Jojen frunció el ceño. No prestaban atención a sus deseos nunca, ni siquiera por el hecho de que Bran era un Stark, y además un príncipe, y los Reed del Cuello eran vasallos de los Stark.

—Hooodor —dijo Hodor, balanceándose—. Hooooooooodor, Hoooooodor, Hodooor, Hodooor, Hodooor. —A veces le gustaba hacer eso, repetir su nombre de diferentes maneras, una y otra vez. En otras ocasiones se quedaba tan tranquilo que uno olvidaba su presencia. Con él no había manera de saber nada por anticipado—. ¡Hodor, Hodor, Hodor! —gritó.

«No va a parar», se dio cuenta Bran.

—Hodor, ¿por qué no vas fuera y te entrenas con tu espada? —le propuso. El mozo de cuadra había olvidado su espada, pero en aquel momento la recordó.

—¡Hodor! —gruñó.

Fue a buscar su arma. Tenían tres espadas que habían cogido de varias tumbas en las criptas de Invernalia cuando Bran y su hermano Rickon se escondieron de los hombres del hierro de Theon Greyjoy. Bran había cogido la espada de su tío Brandon, y Meera se quedó con la que halló sobre las rodillas del abuelo de Bran. La hoja de Hodor era mucho más antigua, una enorme y pesada pieza de hierro, embotada por siglos de olvido y marcada por el óxido. Podía pasarse horas blandiéndola sin parar. Cerca de las piedras caídas había un árbol arrancado, que había golpeado con la hoja hasta casi hacerlo trocitos.

Podían oírlo a través de las paredes incluso cuando estaba fuera.

—¡Hodor! —gritaba mientras daba espadazos al árbol. Por suerte el Bosque de los Lobos era enorme y, probablemente, no habría nadie cerca que pudiera oírlo.

—Jojen, ¿qué dijiste de un maestro? —preguntó Bran—. Tú eres mi maestro. Sé que no marqué el árbol, pero la próxima vez lo haré. Mi tercer ojo está abierto, como tú querías.

—Tan abierto que temo que te caigas dentro y vivas el resto de tu vida como un lobo del bosque.

—No lo haré, lo prometo.

—El niño lo promete. ¿Lo recordará el lobo? Tú corres con
Verano
, cazas con él, matas con él... pero te sometes a su voluntad más que él a la tuya.

—Es que se me olvidó, nada más —se quejó Bran—. Sólo tengo nueve años. Lo haré mejor cuando sea mayor. Ni siquiera Florian el Bufón o el príncipe Aemon, el Caballero Dragón, eran grandes guerreros cuando tenían nueve años.

—Eso es verdad —dijo Jojen—, y sería sabio decirlo si los días fueran cada vez más largos... pero no es el caso. Sé que eres un hijo del verano. Dime el lema de la Casa Stark.

—Se acerca el Invierno. —Sólo de decirlo, Bran comenzó a sentir frío.

Jojen asintió con solemnidad.

—Soñé con un lobo alado, sujeto a la tierra con cadenas de piedra, y vine a Invernalia para liberarlo. Ahora, las cadenas han desaparecido, pero no quieres volar aún.

—Enséñame entonces. —Bran temía al cuervo de tres ojos que lo acosaba a veces en sus sueños, picoteando sin parar su entrecejo y diciéndole que volara—. Eres un verdevidente.

—No —replicó Jojen—, sólo soy un chico que sueña. Los verdevidentes eran más que eso. Eran también wargs, como lo eres tú, y el más grande de ellos podía vestir la piel de cualquier bestia que volara, nadara o se arrastrara, y también podía mirar a través de los ojos de los arcianos, y ver la verdad que subyace bajo el mundo.

»Los dioses conceden muchos tipos de dones, Bran. Mi hermana es cazadora. Le ha sido concedido el don de correr muy deprisa y de quedarse tan quieta que parece que no esté. Tiene oído fino, vista aguda y una mano firme con la red y la lanza. Puede respirar cieno y volar entre los árboles. Yo no puedo hacer nada de eso, ni tú tampoco. A mí, los dioses me han dado la videncia verde, y a ti... podrías ser mucho más que yo, Bran. Eres el lobo alado y no hay manera de decir cuán lejos y cuán alto podrás volar... si tienes a alguien que te enseñe. ¿Cómo puedo ayudarte a dominar un don que no comprendo? En el Cuello recordamos a los primeros hombres y a los hijos del bosque que eran sus amigos... pero hemos olvidado muchas cosas, y otras no las hemos sabido nunca.

—Si nos quedamos aquí —dijo Meera, cogiéndole la mano a Bran—, sin molestar a nadie, estarás a salvo hasta que termine la guerra. Sin embargo, únicamente podrás aprender lo que mi hermano sea capaz de enseñarte, y ya has oído qué ha dicho. Si dejamos este lugar para buscar refugio en Último Hogar o más allá del Muro, nos arriesgamos a que nos atrapen. Sé que sólo eres un niño, pero también eres nuestro príncipe, el hijo de nuestro señor y el legítimo heredero de nuestro rey. Te hemos jurado fidelidad por la tierra y el agua, el bronce y el hierro, el hielo y el fuego. Eres tú el que se arriesga, Bran, al igual que eres tú el que posee el don. Y creo que también eres tú el que debe tomar una decisión. Somos tus servidores y acatamos tus órdenes. —Sonrió—. Al menos, en esto.

—¿Quieres decir que haréis lo que os diga? —preguntó Bran—. ¿De verdad?

—De verdad, mi príncipe —replicó la chica—, así que medítalo bien.

Bran intentó analizar el asunto de la manera en la que lo habría hecho su padre. Hother Mataputas y Mors Carroña, los tíos del Gran Jon, eran hombres fieros, pero creía que serían leales. Y los Karstark también. Bastión Kar era un castillo resistente, su padre siempre lo había dicho.

«Estaremos a salvo con los Umber o los Karstark.»

O podían dirigirse al sur, en busca del gordo Lord Manderly. En Invernalia se había reído mucho y no había mirado a Bran con tanta lástima como los otros señores. El Castillo Cerwyn estaba más cerca que Puerto Blanco, pero el maestre Luwin había dicho que Cley Cerwyn estaba muerto.

«También podrían estar muertos los Umber, los Karstark o los Manderly», comprendió. Como lo estaría él si lo atrapaban los hombres del hierro o el Bastardo de Bolton.

Si se quedaban allí, ocultos bajo la Torre Derruida, nadie los encontraría. Seguiría con vida.

«Y tullido.»

Bran se dio cuenta de que estaba llorando.

«Niño idiota», pensó de sí mismo. No importaba adónde fuera, a Bastión Kar, a Puerto Blanco o a la Atalaya de Aguasgrises, seguiría siendo un tullido. Cerró los puños con fuerza.

—Quiero volar —les dijo—. Llevadme con el cuervo.

DAVOS (2)

Cuando subió a cubierta, la larga punta de Marcaderiva desaparecía a popa, mientras a proa Rocadragón se elevaba del mar. De la cima de la montaña salía una fina columna de humo para marcar el sitio donde se encontraba la isla.

«Montedragón está inquieto esta mañana —pensó Davos—, o será que Melisandre está quemando a alguien más.»

Melisandre había ocupado un lugar prioritario en sus pensamientos mientras la
Baile de Shayala
atravesaba la bahía del Aguasnegras y dejaba atrás el Gaznate, avanzando con dificultad con el viento en contra. La gran hoguera que había ardido en la cima del puesto de vigía de Punta Aguda, al final del Garfio de Massey, le recordó el rubí que ella llevaba en la garganta, y cuando el mundo se tornaba rojo a la salida y la puesta de sol las nubes pasajeras adquirían el mismo color que las sedas y satenes de sus vestidos susurrantes.

Seguramente lo estaría esperando en Rocadragón, esperándolo con toda su belleza y su poder, con su dios y sus sombras y con el rey de Davos. Hasta ese momento, parecía que la sacerdotisa roja siempre había sido leal a Stannis.

«Lo ha destrozado como un jinete revienta a un caballo. Si pudiera, cabalgaría sobre él hasta el poder; por conseguirlo entregó a mis hijos al fuego. Le arrancaré el corazón del pecho para ver cómo arde.» Palpó la empuñadura de la fina y larga daga lysena que el capitán le había dado.

El capitán había sido muy amable con él. Se llamaba Khorane Sathmantes, un lyseno como Salladhor Saan, a quien pertenecía la nave, aunque había pasado muchos años comerciando en los Siete Reinos. Tenía los ojos de aquel color azul claro tan frecuente en Lys, hundidos en un rostro curtido por la intemperie. Cuando supo que el hombre que había sacado del mar era el famoso Caballero de la Cebolla le cedió su camarote y su ropa, y le dio un par de botas nuevas que casi le quedaban bien. Insistió también en que Davos compartiera su comida, aunque eso tuvo un final poco feliz. Su estómago no toleraba los caracoles, lampreas y otros platos con salsas fuertes que tanto adoraba el capitán Khorane, y la primera vez que compartió la mesa del capitán, pasó el resto del día con la cabeza o el trasero asomados por la borda.

Rocadragón se hacía más grande con cada golpe de los remos. Davos podía distinguir ya el contorno de la montaña y, a su lado, la gran ciudadela negra con sus gárgolas y torres en forma de dragón. El mascarón de bronce en la proa de la
Baile de Shayala
levantaba salpicaduras saladas al cortar las olas. Recostó el cuerpo sobre la borda, agradeciendo el apoyo. Su terrible experiencia lo había debilitado. Si estaba demasiado tiempo de pie, le temblaban las piernas, y a veces era presa de ataques de tos incontenibles, que le hacían escupir una flema sanguinolenta.

«No es nada —se dijo a sí mismo—. Seguro que los dioses no me han salvado del fuego y el mar para matarme después de tos.»

Mientras escuchaba el batir del tambor del cómitre, los chasquidos de la vela, los rítmicos crujidos de los remos y el chapoteo que hacían al entrar en el agua, recordó sus días de juventud, cuando esos mismos sonidos lo aterrorizaban en muchas mañanas brumosas. Anunciaban que se aproximaba la guardia del mar del viejo Ser Tristimun, y la guardia del mar significaba la muerte para los contrabandistas en la época en que Aerys Targaryen ocupaba el Trono de Hierro.

«Pero aquello ocurrió en otra vida —pensó—. Antes de la nave cebolla, antes de Bastión de Tormentas, antes de que Stannis me recortara los dedos. Eso fue antes de la guerra o del cometa rojo, antes de que yo fuera caballero. En aquellos tiempos era un hombre diferente, antes de que Lord Stannis me encumbrara.»

El capitán Khorane le había contado el final de las esperanzas de Stannis el día que el río había ardido. Los Lannister habían atacado sus flancos y sus inconstantes vasallos lo habían abandonado a centenares en la hora de mayor necesidad.

—También se vio la sombra del rey Renly —dijo el capitán—, dando espadazos a diestra y siniestra, al mando de la vanguardia del señor del león. Se dice que su armadura verde tomó el fulgor fantasmal del fuego valyrio y que en su cornamenta bailaban llamas doradas.

«La sombra de Renly.» Davos se preguntó si sus hijos también regresarían como sombras. Había visto demasiadas cosas extrañas en el mar para asegurar que los fantasmas no existían.

—¿Ninguno se mantuvo fiel? —preguntó.

—Unos pocos —respondió el capitán—. Los parientes de la reina sobre todo. Retiramos a muchos que llevaban el zorro y las flores, aunque muchos más quedaron en la orilla con todo tipo de blasones. Ahora Lord Florent es la Mano del Rey en Rocadragón.

La montaña se hacía más grande, coronada por un humo tenue. La vela cantaba, el tambor sonaba, los remos se movían acompasados y, al poco tiempo, la boca de la bahía se abrió ante ellos.

«Qué desierta está», pensó Davos recordando cómo había sido antes, con multitud de naves atracadas en todos los muelles y otras más allá del rompeolas que se mecían con el ancla echada. Veía la nave insignia de Salladhor Saan, la
Valyria
, amarrada en el mismo muelle donde la
Furia
y sus hermanas lo estuvieron una vez. Las naves que se encontraban a ambos lados de ella tenían también cascos lysenos a franjas. Buscó en vano una señal de la
Lady Marya
o de la
Espectro
.

Arriaron la vela cuando entraron en la bahía para llegar al muelle sólo con ayuda de los remos. El capitán acudió junto a Davos cuando estaban amarrando la nave.

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