Tormenta de Espadas (47 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Ahora mismo.

Se puso en pie de un salto y la espada cobró vida en sus manos cuando le lanzó una estocada. Brienne dio un paso atrás y la detuvo, pero él siguió presionando y atacando. En cuanto detenía un golpe ya tenía encima el siguiente. Las espadas se besaban, se repelían y volvían a besarse. A Jaime le bullía la sangre. Para aquello había nacido; jamás se sentía tan vivo como cuando estaba luchando, cuando la vida y la muerte dependían de cada golpe.

«Y tengo las manos encadenadas, esta moza me puede hacer frente un rato.» Las cadenas lo obligaban a coger la espada larga con ambas manos, pero los golpes no tenían la misma fuerza y alcance que los de un espadón, aunque ¿qué importaba? La espada de su primo tenía longitud suficiente como para poner punto final a la historia de la tal Brienne de Tarth.

Golpes altos, golpes bajos, estocadas... hizo caer sobre ella una lluvia de acero. A la izquierda, a la derecha, de frente... con choques tan violentos que cuando las dos espadas se encontraban saltaban chispas. Hacia arriba, hacia abajo, por encima de la cabeza... atacando sin tregua, avanzando sin cesar, paso y estocada, estocada y paso, cada vez más deprisa, más deprisa...

Hasta que, sin aliento, dio un paso atrás y bajó la punta de la espada hacia el suelo, con lo que le dio un momento de respiro.

—No está mal —reconoció—, sobre todo para ser una moza.

Ella respiró hondo, despacio, mientras lo miraba con desconfianza.

—No os haré daño, Matarreyes.

—Como si pudierais.

Volvió a hacer girar la espada por encima de la cabeza y la atacó de nuevo, acompañado por el tintineo de las cadenas.

Jaime no habría sabido decir durante cuánto tiempo siguió atacando. Tal vez fueron minutos, tal vez horas. Cuando las espadas despertaban, el tiempo se echaba a dormir. La hizo alejarse del cadáver de su primo, la hizo cruzar el camino, la hizo retroceder hacia los árboles... En un momento dado la moza tropezó con una raíz que no había visto y por un instante creyó que ya era suya, pero en vez de desplomarse cayó sobre una rodilla, y paró con la espada el tajo que la tendría que haber abierto desde el hombro hasta la ingle. Luego fue su turno de lanzar una estocada, y otra, y otra, mientras se ponía en pie golpe a golpe.

La danza continuó. La acorraló contra un roble, lanzó una maldición cuando se le escapó y la siguió al cruzar un arroyo medio seco lleno de hojas caídas. El acero brillaba, el acero cantaba, el acero gritaba y resonaba, y la mujer empezó a gruñir como una cerda con cada golpe, pero no conseguía alcanzarla. Era como si estuviera metida en una jaula de hierro que detenía todos los golpes.

—No está nada mal —dijo al hacer la segunda pausa para recuperar el aliento, al tiempo que se movía hacia la derecha de la mujer.

—¿Para ser una moza?

—Digamos que para ser un escudero. Novato. —Dejó escapar una carcajada ronca, jadeante—. Vamos, vamos, querida, la música sigue sonando. ¿Me concedéis este baile, mi señora?

Se abalanzó contra él con un gruñido blandiendo la espada, y de repente era Jaime el que tenía que impedir que el acero le besara la piel. Una de las estocadas le rozó la frente, y la sangre se le metió en el ojo derecho. «Los Otros se la lleven, y también a todo Aguasdulces.» Su habilidad se había oxidado en aquella mazmorra de mierda, y las cadenas tampoco le ponían las cosas fáciles. Tenía un ojo cerrado, los hombros se le empezaban a entumecer por el esfuerzo y las muñecas le dolían por el peso de las cadenas, los grilletes y el acero. La espada larga le pesaba más con cada golpe, y Jaime sabía que no lo blandía tan deprisa como al principio, que no lo levantaba tan alto.

«Es más fuerte que yo.»

Al darse cuenta, se le heló la sangre. Robert había sido más fuerte que él, sí. Y también Gerold Hightower, llamado el Toro Blanco, al menos en sus mejores días, y Ser Arthur Dayne. De los vivos, Gran Jon Umber era más fuerte que él, probablemente también el Jabalí de Crakehall y, sin duda, los dos Clegane. La fuerza de la Montaña era inhumana. Pero no importaba. Con velocidad y habilidad, Jaime los podía derrotar a todos. Pero ella era una mujer. Una mujer enorme como una vaca, sí, pero de todos modos... Debería ser ella la que estuviera ya agotada.

Y en vez de eso lo había hecho retroceder otra vez hasta el arroyo.

—¡Rendíos! —le gritó—. ¡Soltad la espada!

Jaime notó bajo el pie una piedra resbaladiza. Cuando se sintió caer, convirtió el accidente en una estocada baja. La punta de la espada salvó la guardia de la moza y la hirió en la parte superior del muslo. Apareció una flor roja, y Jaime tuvo un instante para saborear la visión de la sangre antes de que la rodilla se le estampara contra una roca. El dolor fue atroz. Brienne chapoteó hacia él y alejó su espada de un puntapié.

—¡Rendíos!

Jaime proyectó un hombro contra sus piernas y la hizo caer encima de él. Rodaron entre patadas y puñetazos, y al final la moza quedó sentada a horcajadas sobre él. Consiguió sacarle la daga de la vaina, pero antes de que pudiera clavársela en el vientre, ella le agarró la muñeca y le golpeó la mano contra una piedra con tanta fuerza que Jaime pensó que le había descoyuntado un hombro. Le puso la otra mano, abierta, sobre el rostro.

—¡Rendíos! —Le metió la cabeza bajo el agua, lo mantuvo así un instante y lo sacó—. ¡Rendíos! —Jaime le escupió agua a la cara. Un empellón, un chapoteo, y volvió a estar sumergido, pataleando impotente, sin poder respirar. Luego, aire otra vez—. ¡Rendíos si no queréis que os ahogue!

—¿Vos? ¿Romper vuestro juramento? —se burló—. ¿Como yo?

Lo soltó y Jaime cayó hacia atrás con un chapuzón.

Y los bosques se llenaron de carcajadas.

Brienne se puso en pie. De cintura para abajo era todo barro y sangre, tenía la ropa echa un desastre y el rostro rojo como la grana. «Parece que nos hayan cogido follando, en vez de peleando.» Jaime se arrastró entre las rocas al tiempo que se limpiaba la sangre del ojo con las manos encadenadas. A ambos lados del arroyo había hombres armados. «No es de extrañar, hemos hecho ruido como para despertar a un dragón.»

—Bienhallados, amigos —les dijo en tono amistoso—. Mil perdones si os he molestado. Me habéis encontrado mientras disciplinaba a mi esposa.

—A mí me parece que era ella la que disciplinaba. —El hombre que había hablado era recio y fuerte, y la barra frontal del yelmo de hierro no ocultaba del todo el hecho de que le faltaba la nariz.

De repente, Jaime comprendió que aquéllos no eran los forajidos que habían matado a Ser Cleos. Estaban rodeados por la escoria de la tierra: dornienses atezados y lysenos rubios, dothrakis con campanas en las trenzas, ibbeneses peludos y también hombres de las Islas del Verano, negros como el carbón, con sus capas emplumadas. Sabía quiénes eran.

«La Compañía Audaz.»

—Tengo un centenar de venados... —comenzó Brienne al recuperar el habla.

—Nos los quedaremos para empezar, mi señora —la interrumpió, mirándola fijamente, un hombre de aspecto cadavérico con la capa de cuero hecha jirones.

—Luego nos quedaremos con vuestro coño —dijo el que no tenía nariz—. No puede ser tan feo como el resto de vos.

—Dale la vuelta y métesela por el culo, Rorge —sugirió un lancero dorniense que llevaba un pañuelo de seda roja atado en torno al yelmo—. Así no le tendrás que ver la cara.

—¿Y privarla del placer de verme la mía? —dijo el desnarigado, en medio de las carcajadas de los demás.

—¿Quién está aquí al mando? —exigió saber Jaime. Por fea y terca que fuera, la moza no se merecía que la violara una pandilla de animales como aquéllos.

—A mí me corresponde ese honor, Ser Jaime. —El cadáver tenía los ojos perfilados en rojo, y el cabello fino y seco. Las venas azules se le veían a través de la piel blanca de la cara y las manos—. Me llaman Urswyck. Urswyck el Fiel.

—¿Sabes quién soy?

—Hace falta algo más que una barba y una cabeza afeitada para engañar a los Compañeros Audaces —dijo el mercenario con un gesto de asentimiento.

«Querrás decir a los Titiriteros Sangrientos.» Jaime no sentía por ellos más afecto que por Gregor Clegane o Amory Lorch. Su padre decía que eran perros, y como perros los utilizaba para cazar a sus presas e inspirar temor.

—Si me conoces, Urswyck, sabes que tendrás una recompensa. Los Lannister siempre pagamos nuestras deudas. En cuanto a la moza, es de noble cuna, os darán un buen rescate por ella.

—¿De veras? —preguntó el otro inclinando la cabeza hacia un lado—. Qué suerte. —En la sonrisa de Urswyck había un matiz taimado que a Jaime no le gustó lo más mínimo.

—Ya me has oído. ¿Dónde está la Cabra?

—A pocas horas de camino. No me cabe duda de que estará encantado de veros, pero yo que vos no lo llamaría «cabra» a la cara. Lord Vargo es muy susceptible en lo relativo a su dignidad.

«¿Y desde cuándo ese salvaje babeante tiene dignidad?»

—Trataré de no olvidarlo cuando esté con él. ¿Has dicho lord? ¿Lord de qué?

—De Harrenhal. Le ha sido prometido.

«¿Harrenhal? ¿Acaso mi padre se ha vuelto loco?»

—Quitadme estas cadenas. —Jaime alzó las manos.

La risita de Urswyck resonó seca como un pergamino.

«Algo falla, algo va muy mal.» Jaime no dejó que trasluciera su inquietud, sino que se limitó a sonreír.

—¿He dicho algo gracioso?

—Sois lo más gracioso que he visto desde que Mordedor le arrancó los pezones a mordiscos a aquella septa —dijo el desnarigado con una sonrisa.

—Vuestro padre y vos habéis perdido demasiadas batallas —lo informó el dorniense—. Nos vimos obligados a cambiar nuestras pieles de león por pieles de lobo.

—Lo que Timeon quiere decir —aclaró Urswyck con un gesto de las manos— es que los Compañeros Audaces ya no trabajan para la Casa Lannister. Ahora servimos a Lord Bolton y al Rey en el Norte.

—Y luego dicen que yo no tengo honor. —Jaime le lanzó una mirada gélida, despectiva.

A Urswyck no le gustó aquel comentario. Hizo una seña, dos de los Titiriteros agarraron a Jaime por los brazos, y Rorge le asestó un puñetazo en el estómago con el guantelete. Mientras se doblaba con un gruñido, oyó las protestas de la moza.

—¡Alto, no se le debe causar daño alguno! Lady Catelyn nos envió, se trata de un intercambio de prisioneros, está bajo mi protección...

Rorge lo golpeó de nuevo, el aire se le escapó de los pulmones. Brienne se lanzó a las aguas del arroyo para buscar su espada, pero los Titiriteros cayeron sobre ella antes de que la encontrara. Era tan fuerte que hicieron falta los golpes de cuatro para someterla.

Al final, la moza acabó con el rostro tan tumefacto y ensangrentado como debía de estar el de Jaime. Le habían saltado dos dientes, cosa que no mejoraba su aspecto. Cubiertos de sangre, los dos prisioneros se vieron arrastrados a trompicones entre los árboles hacia los caballos. Brienne cojeaba por la herida del muslo que le había hecho en el arroyo. Jaime sentía lástima por ella. No le cabía duda de que iba a perder la virginidad aquella noche. El cabrón desnarigado la violaría, seguro, y lo más probable era que algunos de los otros se apuntaran también.

El dorniense los montó espalda contra espalda a lomos del caballo de tiro de Brienne, mientras el resto de los Titiriteros desnudaban a Cleos Frey para repartirse sus posesiones. Rorge se quedó el jubón ensangrentado con los orgullosos emblemas de Lannister y de Frey. Las flechas habían perforado leones y torres por igual.

—Estaréis contenta, moza —susurró Jaime a Brienne. Tosió y escupió sangre—. Si me hubierais dado un arma, no nos habrían cogido prisioneros. —Ella no respondió. «Es una zorra testaruda —pensó—. Pero valiente, desde luego.» Eso no lo podía negar—. Esta noche, cuando acampemos, os van a violar, y más de una vez —le advirtió—. Lo mejor será que no os resistáis. Si tratáis de resistiros, perderéis algo más que un par de dientes.

Sintió cómo la espalda de Brienne se tensaba junto a la suya.

—¿Eso haríais vos si fuerais una mujer?

«Si yo fuera una mujer, sería Cersei»

—Si fuera una mujer los obligaría a matarme. Pero no lo soy. —Jaime puso el caballo al trote—. ¡Urswyck! ¡Hablemos!

El cadavérico mercenario de la capa de cuero hecha jirones tiró de las riendas un instante para ponerse al paso de Jaime.

—¿Qué queréis de mí, ser? Y cuidado con lo que decís o haré que os castiguen de nuevo.

—Oro —dijo Jaime—. ¿Te gusta el oro?

—Reconozco que resulta útil. —Urswyck lo miraba con los ojos enrojecidos.

—Todo el oro de Roca Casterly —dijo Jaime con una sonrisa cómplice—. ¿Por qué lo va a disfrutar la Cabra? ¿Por qué no nos llevas a Desembarco del Rey y te quedas tú con mi rescate? Y también con el de ella si quieres. Una vez una doncella me dijo que a Tarth la llamaban la Isla Zafiro.

Al oír aquello la moza se retorció, pero no dijo nada.

—¿Me tomáis por un cambiacapas?

—Desde luego. ¿Acaso no lo sois?

—Desembarco del Rey está muy lejos —respondió Urswyck tras sopesar la proposición un instante—, y vuestro padre se encuentra allí. Lord Tywin nos tendrá inquina por haber vendido Harrenhal a Lord Bolton.

«Es más listo de lo que parece.» Jaime había albergado la esperanza de ahorcar a aquel miserable con los bolsillos a reventar de oro.

—De mi padre me encargaré yo. Os conseguiré el indulto real por todos los crímenes que hayáis cometido, y para ti el honor de caballero.

—Ser Urswyck —paladeó el hombre—. Qué orgullosa estaría mi mujer. Ojalá no la hubiera matado. —Suspiró—. ¿Y qué será del valiente Lord Vargo?

—¿Queréis que os cante alguna estrofa de «Las lluvias de Castamere»? Cuando mi padre le ponga las manos encima, la Cabra no será tan valiente.

—¿Y cómo lo va a hacer? ¿Acaso vuestro padre tiene los brazos tan largos como para pasar por encima de las murallas de Harrenhal y sacarnos de allí?

—Si hace falta... —La monstruosa locura del rey Harren había caído en el pasado y podía volver a caer—. ¿Eres tan estúpido como para creer que una cabra puede derrotar al león?

Urswyck se inclinó hacia él y le dio una bofetada despectiva, desganada. La pura insolencia fue mucho peor que el golpe en sí.

—Ya os he escuchado suficiente, Matarreyes. Muy idiota tendría que ser para creer en las promesas de quien con tanta facilidad rompe sus juramentos. —Espoleó al caballo y se adelantó.

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