Tormenta de Espadas (52 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—¿Lo ves? —dijo Kraznys al oír la traducción—, la mujer no decide, tiene que acudir al hombre. ¡Como siempre!

—Da las gracias al Bondadoso Amo por su amabilidad y su paciencia —siguió Dany—, y dile que pensaré sobre lo que me ha dicho.

Ofreció el brazo a Arstan Barbablanca para cruzar la plaza en dirección a la litera. Aggo y Jhogo se situaron uno a cada lado de ellos y echaron a andar con la torpeza de todos los señores de los caballos cuando se veían obligados a desmontar y a caminar como el resto de los mortales.

Con el ceño fruncido, Dany se subió a su litera e hizo una señal a Arstan para que subiera junto a ella. Un hombre tan anciano no debía caminar con aquel calor. Cuando se pusieron en marcha no cerró las cortinas. El sol que caía abrasador sobre aquella ciudad de adoquines rojos hacía que hasta la menor brisa fuera un regalo, aunque llegara con un remolino de fino polvillo rojo.

«Además, tengo que ver esto.»

Astapor era una ciudad extraña incluso para los ojos de quien había entrado en el Palacio de Polvo y se había bañado en el Vientre del Mundo, al pie de la Madre de Montañas. Todas las calles estaban pavimentadas con adoquines rojos, igual que la plaza. Del mismo material eran las pirámides escalonadas, los fosos donde estaban las arenas de combate con sus hileras de gradas descendentes, las fuentes sulfurosas y las penumbrosas cavas, así como los muros que lo rodeaban todo.

«Cuántos ladrillos —pensó—. Qué viejos y decrépitos.» El fino polvo rojo estaba por todas partes, se arremolinaba en las cunetas con cada ráfaga de viento. No era de extrañar que tantas mujeres astaporis llevaran velos sobre el rostro; el polvo de adoquín picaba en los ojos más que la arena.

—¡Abrid paso! —gritó Jhogo, que cabalgaba delante de su litera—. ¡Abrid paso a la Madre de Dragones!

Pero cuando desenrolló el gran látigo con mango de plata que Dany le había regalado y lo hizo chasquear en el aire, ella asomó la cabeza y le hizo una señal negativa.

—Aquí no, sangre de mi sangre —dijo en el idioma del jinete—. Estos adoquines ya han oído demasiadas veces el sonido de los látigos.

Aquella mañana, cuando llegaron procedentes del puerto, habían encontrado las calles casi desiertas, y la situación no había cambiado mucho. Pasó junto a ellos un elefante con una litera de celosía sobre el lomo. Un niño desnudo despellejado por el sol estaba sentado en un canal de ladrillo por el que no corría agua; se metía el dedo en la nariz y contemplaba las hormigas de la calle con semblante hosco. Al oír el sonido de los cascos de los caballos alzó la vista y contempló boquiabierto el paso de una columna de guardias montados, que iba al trote en medio de una nube de polvo rojo y risas tensas. Los discos de cobre cosidos a las capas de seda amarilla brillaban como otros tantos soles, las túnicas eran de lino recamado, vestían faldas plisadas también de lino y calzaban sandalias en los pies. No llevaban ningún tipo de casco, y todos se habían aceitado y trenzado las cabelleras rojas y negras para darles formas fantásticas, cuernos, alas, espadas y hasta manos entrelazadas, de modo que más bien parecían una comitiva de demonios escapados del séptimo infierno. El niño desnudo los contempló un rato, igual que Dany, pero en cuanto se perdieron a lo lejos volvió a concentrarse en las hormigas y en el dedo metido en la nariz.

«Es una ciudad antigua —reflexionó ella—, pero menos poblada que en su momento de gloria; no está tan llena de gente como Qarth, Pentos o Lys, ni mucho menos.»

La litera se detuvo de repente en el cruce de calles mientras pasaba una reata de esclavos, espoleados por el restallido del látigo de un capataz. Dany advirtió que no eran Inmaculados, sino hombres comunes con la piel color marrón claro y el pelo negro. También había mujeres entre ellos, pero no niños. Todos iban desnudos. Tras ellos caminaban dos astaporis a lomos de asnos blancos, un hombre con un
tokar
de seda roja y una mujer con velo, vestida de lino azul decorado con hojuelas de lapislázuli y una peineta de marfil en el cabello rojo y negro. El hombre reía mientras le susurraba algo al oído, y no prestó a Dany más atención que a sus esclavos, igual que el capataz del látigo de cinco colas, un dothraki achaparrado y fuerte que lucía orgulloso un tatuaje de la arpía y las cadenas en el pecho musculoso.

—Con adoquines y sangre se construyó Astapor —murmuró Barbablanca, junto a ella—; y con adoquines y sangre, su gente.

—¿Qué es eso? —le preguntó Dany con curiosidad.

—Un antiguo dicho que me enseñó un maestre cuando era niño. No sabía hasta qué punto era cierto. Los adoquines de Astapor están teñidos de rojo por la sangre de los esclavos que los hacen.

—No me lo puedo creer —dijo Dany.

—Entonces, marchaos de este lugar antes de que vuestro corazón se endurezca como esos adoquines. Haceos a la mar esta misma noche, en cuanto suba la marea.

«Ojalá pudiera», pensó Dany.

—Ser Jorah dice que, cuando salga de Astapor, deberá ser con un ejército a mis órdenes.

—Ser Jorah fue traficante de esclavos, Alteza —le recordó el anciano—. En Pentos, en Myr y en Tyrosh hay mercenarios a los que podréis contratar. Los hombres que matan por dinero no tienen honor, pero al menos no son esclavos. Comprad vuestro ejército allí, os lo suplico.

—Mi hermano visitó Pentos, Myr, Braavos y casi todas las Ciudades Libres. Allí los magísteres y los arcontes lo alimentaron con vino y promesas, pero dejaron que su alma muriera de hambre. Un hombre no puede comer toda la vida del cuenco del mendigo y seguir siendo un hombre. Ya lo probé en Qarth y tuve suficiente. No seré una mendiga.

—Mejor mendiga que esclavista —dijo Arstan.

—Sólo habla así quien no ha sido ni una cosa ni otra. —Dany estaba roja de cólera—. ¿Sabéis qué se siente cuando lo venden a uno, escudero? Yo sí. Mi hermano me vendió a Khal Drogo a cambio de la promesa de una corona de oro. Sí, Drogo lo coronó con oro, aunque no tal como él habría querido, y yo... Mi sol y estrellas me convirtió en una reina, pero si no hubiera sido él como era, todo habría resultado muy diferente. ¿Creéis que he olvidado qué es sentir miedo?

—No era mi intención ofenderos, Alteza —se disculpó Barbablanca inclinando la cabeza.

—Lo único que me ofenden son las mentiras, no los consejos sinceros. —Dany dio unas palmaditas tranquilizadoras a Arstan en la mano—. Lo que pasa es que tengo temperamento de dragón. No permitáis que eso os asuste.

—Lo tendré en cuenta —sonrió Barbablanca.

«Su rostro es amable, y tiene mucha fuerza —pensó Dany. No entendía por qué Ser Jorah desconfiaba tanto del anciano—. ¿Tendrá celos porque ahora hay otro hombre con el que puedo hablar? —Sin quererlo, recordó la noche en la
Balerion
, cuando el caballero exiliado la había besado—. No debió hacerlo. Tiene tres veces mi edad y es de origen mucho más humilde que yo; además, no le di permiso. Ningún caballero de verdad besaría a una reina sin su permiso.» Después de aquello se había cuidado bien de no volver a quedarse a solas con Ser Jorah, cuando estaba a bordo siempre la acompañaban sus doncellas Irri y Jhiqui, y a veces también sus jinetes de sangre. «Quiere besarme otra vez, se lo veo en los ojos.»

Dany no habría sabido decir qué quería ella, pero el beso de Jorah había despertado algo en su interior, una sensación que llevaba dormida desde el día en que murió Drogo, que había sido su sol y estrellas. Tumbada en el estrecho catre, se descubrió pensando cómo sería yacer junto a un hombre en vez de al lado de su doncella, y la sola idea le resultó más excitante de lo que debería. A veces cerraba los ojos y soñaba con él, pero no se trataba nunca de Jorah Mormont. Su amante era siempre más joven y más apuesto, aunque el rostro era una sombra cambiante.

En cierta ocasión, tan atormentada que no conseguía conciliar el sueño, Dany se deslizó una mano entre las piernas y se sorprendió de lo húmeda que estaba. Casi sin atreverse a respirar, movió los dedos adelante y atrás entre los labios menores, despacio para no despertar a Irri, que dormía junto a ella, hasta que encontró un punto sensible y allí se demoró, se tocó con suavidad, al principio tímidamente, luego más deprisa, pero el alivio que buscaba parecía esquivarla. En aquel momento sus dragones se agitaron, uno de ellos chilló en el camarote, Irri se despertó y vio qué estaba haciendo.

Dany sabía que se había sonrojado, pero en la oscuridad Irri no podía darse cuenta. Sin decir nada, la doncella le puso una mano en el seno, se inclinó y le lamió un pezón. La otra mano descendió por la suave curva del vientre, acarició el monte de fino vello plateado, y empezó a trabajar entre los muslos de Dany. Apenas unos momentos más tarde se le tensaron las piernas, curvó la espalda y todo su cuerpo se estremeció. Entonces fue ella la que gritó. O tal vez fuera
Drogon
. Irri no dijo nada en ningún momento, se limitó a acurrucarse y se durmió nada más terminar.

Al día siguiente todo parecía un sueño. ¿Y qué tenía que ver Ser Jorah con aquello?

«A quien quiero tener es a Drogo, mi sol y estrellas —se recordó Dany—. No a Irri, ni a Ser Jorah, sólo a Drogo. —Pero Drogo estaba muerto. Creía que aquellos sentimientos habían muerto con él en el desierto rojo, pero un beso traicionero, sin saber por qué, los había resucitado—. No debería haberme besado. Fue presuntuoso por su parte, y yo se lo permití. Esto no puede repetirse.» Apretó los labios y sacudió la cabeza, y la campanilla de su trenza tintineó con suavidad.

En las cercanías de la bahía la ciudad presentaba un aspecto más hermoso. Las grandes pirámides de adoquines se alineaban a lo largo de la orilla; la más alta debía de medir más de ciento veinte metros de altura. En las amplias terrazas crecían todo tipo de árboles, enredaderas y flores, y el viento que soplaba en torno a ellas tenía un aroma fresco e intenso. Otra arpía gigante se alzaba sobre la puerta de la verja; era de arcilla cocida y se estaba desintegrando a ojos vista; de su cola de escorpión apenas si quedaba un muñón. La cadena que tenía entre las garras de arcilla era de hierro viejo, casi podrida de óxido. Pero cerca del agua la temperatura era más fresca. Las olas lamían los viejos pilones, y el sonido resultaba extrañamente sosegador.

Aggo ayudó a Dany a bajarse de la litera. Belwas el Fuerte estaba sentado en un enorme pilón, devorando un pernil de carne asada.

—Perro —dijo con tono alegre al ver a Dany—. Buen perro en Astapor, pequeña reina. ¿Comer? —preguntó ofreciéndole la carne con una sonrisa grasienta.

—Sois muy amable, Belwas, pero no, gracias.

Dany había comido perro en otros lugares y en otras ocasiones, pero en aquel momento sólo podía pensar en los Inmaculados y en sus cachorritos. Pasó junto al corpulento eunuco y subió por la plancha que llevaba a la cubierta de la
Balerion
.

Ser Jorah Mormont la estaba esperando.

—Alteza —dijo al tiempo que inclinaba la cabeza—. Los traficantes de esclavos han venido y se han marchado. Eran tres, acompañados por una docena de escribas y otros tantos esclavos. Recorrieron nuestras bodegas palmo a palmo y tomaron nota de todo lo que teníamos. —Caminó con ella hacia popa—. ¿Cuántos hombres tienen en venta?

—Ninguno. —¿Estaba furiosa con Mormont, o con aquella ciudad, con su calor tétrico, su hedor, su sudor y sus adoquines erosionados?—. Venden eunucos, no hombres. Eunucos hechos de adoquines, igual que el resto de Astapor. ¿He de comprar ocho mil eunucos de ojos muertos que no se mueven nunca, que matan bebés de pecho para conseguir un casco con púa y estrangulan a sus perros? Ni siquiera tienen nombres. Así que no los llaméis «hombres», ser.


Khaleesi
—empezó, desconcertado ante tanta ira—, a los Inmaculados los eligen de niños, los entrenan...

—Ya he oído todo lo que quería oír sobre su entrenamiento. —Dany sintió que las lágrimas le desbordaban los ojos, repentinas, involuntarias. Alzó la mano y abofeteó a Ser Jorah en la mejilla. O hacía eso o empezaba a sollozar.

—Si he disgustado a mi reina... —Mormont se tocaba la mejilla abofeteada.

—Pues sí. Me habéis disgustado mucho, ser. Si fuerais mi leal caballero jamás me habríais traído a esta pocilga vil.

«Si fuerais mi leal caballero jamás me habríais besado, ni me habríais mirado de esa manera los pechos, ni...»

—Como Su Alteza ordene. Diré al capitán Groleo que se disponga a hacerse a la mar con la marea de esta noche, rumbo a una pocilga menos vil.

—No —replicó Dany. Groleo los miraba desde el castillo de proa, al igual que su tripulación. Barbablanca, sus jinetes de sangre, Jhiqui... todos se habían detenido al oír el restallido de la bofetada—. Quiero que nos hagamos a la mar ahora mismo, no con la marea, quiero que nos vayamos a toda prisa y no volver la vista atrás. Pero no es posible, ¿verdad? Hay ocho mil eunucos de adoquín en venta, y tengo que encontrar la manera de comprarlos.

Sin añadir una palabra, se alejó de él y bajó a su camarote.

Tras la madera tallada de la puerta de las estancias del capitán, los dragones estaban inquietos.
Drogon
alzó la cabeza y chilló; un humo blancuzco le salió de las fosas nasales.
Viserion
aleteó hacia ella y trató de posarse sobre su hombro, como hacía cuando era más pequeño.

—No —dijo Dany al tiempo que trataba de sacudírselo con suavidad—. Ya eres demasiado grande para eso, cariño.

Pero el dragón le enroscó en torno al brazo la cola blanca y dorada, y le clavó las garras en la tela de la manga para afianzarse. Dany, impotente, se dejó caer en el sillón de cuero de Groleo entre risas.

—Han estado como locos desde que os marchasteis,
khaleesi
—le dijo Irri—.
Viserion
ha arrancado astillas de la puerta, ¿veis? Y
Drogon
trató de escapar cuando los traficantes de esclavos vinieron a verlos. Lo agarré por la cola para retenerlo y me mordió. —Mostró a Dany las marcas de los dientes que tenía en la mano.

—¿Alguno de los tres trató de lanzar fuego para escapar? —Aquello era lo que más temía.

—No,
khaleesi
.
Drogon
lanzó fuego, pero al aire. A los traficantes de esclavos les dio miedo acercarse a él.

Dany besó la mano de Irri allí donde el dragón la había mordido.

—Siento que te haya hecho daño. Los dragones no nacieron para que los encerraran en un camarote tan pequeño.

—En eso los dragones son como los caballos —dijo Irri—. Y también los jinetes. Los caballos relinchan en la bodega,
khaleesi
, y dan coces en los mamparos de madera. Los oigo todo el tiempo. Además, Jhiqui dice que, cuando estáis ausente, las ancianas y los niños lloran. No les gusta este carro de las aguas. No les gusta el mar de sal negra.

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