Tormenta de Espadas (82 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Os pondréis en marcha cuando Qyburn diga que habéis recuperado las fuerzas y llevaréis una escolta de hombres selectos bajo el mando de mi capitán, Walton. Lo llaman Patas de Acero. Es un soldado de lealtad férrea. Walton se asegurará de que lleguéis sano y salvo a Desembarco del Rey.

—Siempre y cuando las hijas de Lady Catelyn sean entregadas sanas y salvas a su vez —intervino la moza—. Mi señor, agradezco la protección de vuestro hombre, Walton, pero mi misión son las niñas.

—No hay necesidad de que os sigáis preocupando por las niñas, mi señora —dijo el Señor de Fuerte Terror lanzándole una mirada desinteresada—. Lady Sansa es ahora la esposa del enano, sólo los dioses los pueden separar.

—¿Esposa del enano? —se asombró Brienne—. ¿Del Gnomo? Pero... si juró ante toda la corte, ante los ojos de los hombres y los dioses...

«Qué inocente es. —Cierto era que Jaime también se había sorprendido, pero lo ocultó mucho mejor—. Sansa Stark, seguro que Tyrion tiene una sonrisa de oreja a oreja.» Recordaba lo feliz que había sido su hermano con la hija del campesino... durante quince días.

—Lo que jurase o dejase de jurar el Gnomo ya no tiene importancia —dijo Lord Bolton—. Y para vos menos que para nadie. —La moza parecía casi ofendida. Tal vez empezó a notar las fauces de acero de la trampa cuando Lord Bolton llamó a sus guardias—. Ser Jaime proseguirá su camino hacia Desembarco del Rey. En cambio, de vos no he dicho nada. No sería escrupuloso por mi parte arrebatar a Lord Vargo sus dos trofeos. —El señor de Fuerte Terror cogió otra ciruela pasa—. Si yo estuviera en vuestro lugar, mi señora, me preocuparía menos por los Stark y más por los zafiros.

TYRION (5)

Un caballo relinchó impaciente a su espalda entre las filas de los capas doradas que recorrían el camino. Tyrion oía también las toses de Lord Gyles. Él no había solicitado la compañía de Gyles, igual que no había solicitado la de Ser Addam ni la de Jalabhar Xho ni los demás, pero su señor padre pensaba que Doran Martell se ofendería si el único que acudía a escoltarlo para cruzar el Aguasnegras era un enano.

«Debería haber sido Joffrey en persona el que recibiera a los dornienses —pensó mientras aguardaban—, pero claro, se habría manchado de barro. —Últimamente el rey había estado repitiendo los chistecitos de dornienses que oía a la soldadesca de Mace Tyrell—. ¿Cuántos dornienses hacen falta para herrar un caballo? Nueve. Uno para herrarlo y ocho para darle la vuelta al caballo.» Tyrion pensaba que Doran Martell no lo consideraría gracioso.

Divisaba sus estandartes que ondeaban al viento a medida que los jinetes salían del follaje del bosque en una larga columna polvorienta. Desde allí hacia el río sólo quedaban árboles ennegrecidos, la herencia de su batalla. «Demasiados estandartes —pensó con amargura al ver cómo los cascos de los caballos que se acercaban levantaban cenizas del suelo, igual que había sucedido con los caballos de la vanguardia de los Tyrell cuando atacaron el flanco de Stannis—. Por lo visto Martell se ha traído a la mitad de los señores de Dorne.» Trató de deducir alguna consecuencia buena de aquello, pero no lo consiguió.

—¿Cuántos estandartes ves? —preguntó a Bronn.

—Ocho... —contestó el caballero mercenario con una mano sobre los ojos a modo de visera—. No, nueve.

—Acércate aquí, Pod —ordenó girándose en la silla—. Describe las armas que ves y dime a qué casas representan.

Podrick Payne se aproximó a lomos de su caballo. Portaba el estandarte real de Joffrey, el venado y el león, y le costaba mantener alzado su peso. Bronn llevaba el estandarte de Tyrion, el león de los Lannister dorado sobre escarlata.

«Cada vez es más alto —advirtió Tyrion cuando Pod se puso en pie sobre los estribos para ver mejor—. Pronto me mirará desde arriba, como todos los demás.» Por orden de Tyrion, el muchacho se había aplicado en el estudio de la heráldica dorniense, pero estaba tan nervioso como de costumbre.

—No se ven bien, el viento las hace ondear.

—Bronn, dile al chico qué ves tú.

Aquel día, Bronn parecía todo un caballero, con el jubón y la capa nuevos, y la cadena llameante cruzada sobre el pecho.

—Un sol rojo sobre naranja con una lanza por detrás —dijo.

—Martell —replicó Podrick Payne al instante; su alivio resultaba evidente—. La Casa Martell de Lanza del Sol, mi señor. El príncipe de Dorne.

—Hasta mi caballo se sabría ésa —dijo Tyrion con tono seco—. Otra, Bronn.

—Hay una bandera púrpura con pelotas amarillas.

—¿Limones? —sugirió Pod, esperanzado—. ¿Un campo púrpura lleno de limones? ¿La Casa Dalt? De... de... de Limonar.

—Es posible. Luego viene un pájaro grande negro sobre amarillo. Tiene algo rosado o blanco entre las garras, con el estandarte ondeando no se ve bien.

—El buitre de los Blackmont tiene un bebé en las garras —dijo Pod—. La Casa Blackmont, ser.

—Así que has estado leyendo libros otra vez, ¿eh? —lo interrumpió Bronn echándose a reír—. Los libros estropean la vista, chico, luego no podrás manejar la espada. También veo un cráneo. Un estandarte negro.

—El cráneo coronado de la Casa Manwoody, hueso y oro sobre negro. —Con cada respuesta acertada, Pod parecía más seguro de sí mismo—. Los Manwoody de Sepulcro del Rey.

—¿Tres arañas negras?

—Son escorpiones, ser. La Casa Qorgyle de Asperón, tres escorpiones negros sobre rojo.

—Rojo y amarillo separados por una línea quebrada.

—Las llamas de Sotoinfierno. La Casa Uller.

«El chico no tiene un pelo de tonto, basta con hacer que se le suelte la lengua.» Tyrion estaba impresionado de verdad.

—Sigue, Pod —lo animó—. Si los aciertas todos te haré un regalo.

—Una empanada con tajadas rojas y negras —dijo Bronn—. En medio tiene una mano de oro.

—La Casa Allyrion, de Bondadivina.

—Un pollo rojo que parece que se está comiendo una serpiente.

—Los Gargalen de Costa Salada. Es un basilisco, ser. Perdón. No un pollo. Rojo, con una serpiente negra en el pico.

—¡Muy bien! —exclamó Tyrion—. Sólo te queda uno más, muchacho.

Bronn escudriñó las filas de los dornienses que se acercaban.

—El último es una pluma dorada sobre cuadros verdes.

—Una plumilla dorada, ser. Jordayne de Tor.

Tyrion soltó una carcajada.

—Los nueve, perfecto. Yo no los habría identificado todos.

Era mentira, pero así imbuía al chico un poco del orgullo que tanta falta le hacía.

«Parece que Martell trae unos compañeros formidables.» Ninguna de las casas que Pod había nombrado era pequeña o insignificante. Nueve de los señores más importantes de Dorne, o tal vez sus herederos, se aproximaban por el camino real, y Tyrion tenía la sospecha de que no habían hecho un viaje tan largo sólo para ver al oso bailarín. Les estaban transmitiendo un mensaje. «Un mensaje que no me gusta.» Una vez más se preguntó si no habría cometido un error al enviar a Myrcella a Lanza del Sol.

—Mi señor —dijo Pod con cierta timidez—, no hay ninguna litera.

Tyrion giró la cabeza bruscamente. El chico tenía razón.

—Doran Martell siembre viaja en una litera —siguió Pod—. Un palanquín con cortinajes de seda adornados con soles.

También Tyrion había oído aquello mismo. El príncipe Doran tenía más de cincuenta años y sufría de gota.

«Puede que haya querido viajar más deprisa —se dijo—. Tal vez tenía miedo de que su litera fuera un objetivo demasiado tentador para los bandoleros o de que resultara demasiado aparatosa en los pasos altos de la Sendahueso. O quizá esté mejor de la gota.»

Entonces, ¿por qué aquello le daba tan mala espina? La espera se le hacía insoportable.

—Arriba los estandartes —decidió—. Iremos a su encuentro.

Picó espuelas. Bronn y Pod lo siguieron, cada uno a un lado. Cuando los dornienses los vieron acercarse, también ellos espolearon sus monturas e hicieron ondear los estandartes al cabalgar. De las ornamentadas sillas de los caballos colgaban los escudos redondos de metal que usaban por tradición; muchos llevaban haces de lanzas cortas y otros los arcos recurvos con los que eran tan diestros incluso montando al galope.

Como había observado el primer rey Daeron, había tres tipos de dornienses. Estaban los dornienses de la sal, que vivían a lo largo de la costa; los dornienses de la arena, que habitaban en los desiertos y en los valles de los ríos, y los dornienses de la piedra, que tenían sus moradas en los pasos y las cumbres de las Montañas Rojas. Los dornienses de la sal eran los que tenían más sangre de los rhoynar, y los de la piedra, los que menos.

En el séquito de Doran había una nutrida representación de todos ellos. Los dornienses de la sal era morenos y esbeltos, con la piel olivácea y largas cabelleras negras ondeando al viento. Los dornienses de la arena eran más morenos todavía, con los rostros bronceados por el ardiente sol de sus tierras. Se envolvían los yelmos con largas pañoletas de colores vivos para evitar las insolaciones. Los dornienses de la piedra eran los más corpulentos y de piel más clara, hijos de los ándalos y de los primeros hombres, con cabelleras castañas o rubias y rostros que el sol llenaba de pecas o quemaba en vez de broncear.

Los señores llevaban túnicas de seda y satén con cinturones enjoyados y mangas amplias. Sus armaduras tenían esmaltes e incrustaciones de cobre bruñido, plata reluciente y oro rojizo. Sus caballos eran unos castaños y otros dorados, aunque también había algunos blancos como la nieve, todos rápidos y de estampa fina con el cuello largo y hermosas cabezas finas. Los legendarios corceles de la arena de Dorne eran más pequeños que los caballos de guerra y no podrían cargar con armaduras muy pesadas, pero de ellos se decía que podían galopar un día, una noche y un día más sin llegar a cansarse.

El líder de los dornienses cabalgaba a lomos de un garañón negro como la noche, con las crines y la cola del color del fuego. Se erguía en la silla como si hubiera nacido allí, alto, esbelto y grácil. Una capa de seda color rojo claro le ondeaba a la espalda, y llevaba una camisa reforzada con hileras superpuestas de discos de cobre que al cabalgar centelleaban como un millar de monedas recién acuñadas. Se adornaba el yelmo alto y dorado con un sol de cobre que le quedaba sobre la frente, y el escudo redondo que llevaba colgado lucía en la pulida superficie de metal el sol y la lanza de la Casa Martell.

«Un sol Martell, pero le faltan diez años como poco —pensó Tyrion al tiempo que tiraba de las riendas—. Por no mencionar que está demasiado en forma y parece demasiado aguerrido. —Para entonces ya sabía a quién se enfrentaba—. ¿Cuántos dornienses hacen falta para empezar una guerra? —se preguntó—. Sólo uno.» Pero no le quedaba más remedio que sonreír.

—Sed bienvenidos, mis señores. Nos llegó noticia de que estabais próximos y Su Alteza el rey Joffrey me ordenó acudir a vuestro encuentro en su nombre. Mi señor padre, la Mano del rey, también os envía sus saludos. —Se fingió un poco confuso—. ¿Quién de vosotros es el príncipe Doran?

—La salud de mi hermano lo ha obligado a quedarse en Lanza del Sol. —El príncipe se quitó el yelmo. El rostro que había debajo era taciturno y estaba surcado de finas arrugas, tenía unas cejas estrechas y arqueadas sobre unos ojos grandes y brillantes, tan negros como el carbón. Apenas unas cuantas hebras plateadas surcaban la lustrosa melena negra que formaba sobre la frente un pico afilado en dirección a la nariz. «Dorniense de la sal de los pies a la cabeza»—. El príncipe Doran me ha enviado para ocupar su lugar en el Consejo del rey Joffrey, si a Su Alteza le place.

—Para Su Alteza será un honor tener entre sus consejeros a un guerrero tan reputado como el príncipe Oberyn de Dorne —dijo Tyrion. «Esto va a hacer que corra sangre»—. Y vuestros nobles compañeros también son bienvenidos.

—Permitidme que os los presente, mi señor de Lannister. Ser Deziel Dalt, de Limonar. Lord Tremond Gargalen. Lord Harmen Uller y su hermano, Ser Ulwyck. Ser Ryon Allyrion y su hijo natural, Ser Daemon Arena, el Bastardo de Bondadivina. Lord Dagos Manwoody, su hermano Ser Myles y sus hijos Mors y Dickon. Ser Arron Qorgyle. Y por supuesto no me olvido de las damas. Myria Jordayne, heredera de Tor. Lady Larra Blackmont, su hija Jynessa, su hijo Perhos. —Extendió una mano esbelta hacia una mujer de pelo negro que cabalgaba más atrás y le hizo gestos para que se acercara—. Y ésta es Ellaria Arena, mi amante.

Tyrion tuvo que contenerse para no gemir.

«Su amante, y encima bastarda. A Cersei le dará un ataque si pretende ir con ella a la boda. —Si su hermana relegaba a aquella mujer a cualquier rincón oscuro entre los invitados de menor rango incurriría en las iras de la Víbora Roja. Pero si la sentaba a su lado en la mesa principal, el resto de las damas del estrado lo tomaría como una ofensa—. ¿Es que el príncipe Doran pretende provocar una pelea?»

El príncipe Oberyn hizo dar la vuelta a su caballo para dirigirse a sus acompañantes dornienses.

—Ellaria, damas, caballeros, señores, mirad cuánto nos aprecia el rey Joffrey. Su Alteza ha tenido la generosidad de enviarnos a su tío el Gnomo para que nos acompañe a la corte.

Bronn soltó una carcajada y Tyrion también se vio obligado a forzar una sonrisa.

—No sólo a mí, mis señores. Sería una tarea demasiado grande para un hombre tan pequeño como yo. —Su grupo ya les había dado alcance, de manera que le correspondió el turno de hacer las presentaciones—. Permitid que os presente a Ser Flement Brax, heredero de Valdelcuerno. Lord Gyles de Rosby. Ser Addam Marbrand, Lord Comandante de la Guardia de la Ciudad. Jalabhar Xho, príncipe del Valle de la Flor Roja. Ser Harys Swyft, suegro de mi tío Kevan. Ser Merlon Crakehall. Ser Philip Foote y Ser Bronn del Aguasnegras, dos héroes de nuestra reciente batalla contra el rebelde Stannis Baratheon. Y por último mi escudero, el joven Podrick de la Casa Payne.

A medida que Tyrion los recitaba los nombres sonaban bien, pero sus dueños no eran ni la mitad de distinguidos y grandiosos que los de los que acompañaban al príncipe Oberyn, como ambos sabían de sobra.

—Mi señor de Lannister —dijo Lady Blackmont—, hemos recorrido un largo camino lleno de polvo, nos agradaría mucho descansar y asearnos. ¿Sería posible que siguiéramos hacia la ciudad?

—De inmediato, mi señora.

Tyrion hizo dar la vuelta a su caballo y dio una orden a Ser Addam Marbrand. Los capas doradas que conformaban la mayor parte de su guardia de honor hicieron girar también a sus monturas con movimiento solemne por instrucción de Ser Addam, y la columna emprendió la marcha hacia el río y hacia Desembarco del Rey.

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