Tormenta de Espadas (78 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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«Un barco.» Davos le escudriñó el rostro. Ser Axell tenía las orejas grandes de los Florent, parecidas a las de la reina. De ellas nacían gruesos pelos, igual que de las fosas nasales, así como le asomaban mechones de pelo debajo de la papada. La nariz era ancha; el ceño, prominente; y la mirada de aquellos ojos juntos era hostil. «Antes me arrojaría a la pira que darme un barco, eso está claro, pero si le hago este favor...»

—Por si se os pasa por la cabeza traicionarme —le avisó Ser Axell—, recordad que he sido castellano de Rocadragón durante mucho tiempo. La guarnición me es leal. Quizá no pueda quemaros sin permiso del rey, pero podríais sufrir una caída. —Puso una mano carnosa en la nuca de Davos y le dio un empujón contra la baranda del puente, que sólo llegaba hasta la cintura, para obligarlo a mirar hacia abajo, al patio—. ¿Me habéis oído?

—Os he oído —respondió. «¿Y te atreves a decir que yo soy un traidor?»

—Muy bien. —Ser Axell lo soltó y sonrió—. Su Alteza está esperando. Será mejor que no lo impacientemos.

En lo más alto del Tambor de Piedra, en la gran estancia redonda que todos llamaban Cámara de la Mesa Pintada, encontraron a Stannis Baratheon de pie tras el mueble que daba su nombre a la estancia: una gigantesca tabla de madera pintada y tallada con la forma de Poniente tal como había sido en tiempos de Aegon el Conquistador. Junto al rey había un brasero de hierro con carbones que brillaban entre rojos y anaranjados. Cuatro ventanas altas y puntiagudas daban al norte, al sur, al este y al oeste. Al otro lado se veía el cielo estrellado de la noche. A oídos de Davos llegó el sonido del viento y, más distante, el del mar.

—Alteza —saludó Ser Axell—, os he traído al Caballero de la Cebolla, como habéis ordenado.

—Ya lo veo.

Stannis llevaba una túnica de lana gris, un manto color rojo oscuro y un sencillo cinturón de cuero negro del que le colgaban la espada y la daga. Se ceñía la frente con una corona de oro rojo con puntas en forma de llamas. Verlo fue toda una conmoción. Parecía diez años más viejo que el hombre que Davos había dejado en Bastión de Tormentas cuando puso rumbo hacia el Aguasnegras y hacia la batalla que sería su perdición. La barba recortada del rey era una telaraña gris y negra, y había perdido al menos quince kilos. No había sido nunca corpulento, pero en aquel momento los huesos se le movían bajo la piel como lanzas que lucharan por liberarse. Hasta la corona parecía demasiado grande. Sus ojos eran pozos azules perdidos en profundas hondonadas, y bajo la piel del rostro se adivinaba la forma del cráneo.

Aun así, una tenue sonrisa le pasó por los labios al ver a Davos.

—De modo que el mar me devuelve a mi caballero de los peces y las cebollas.

—Así es, Alteza.

«¿Sabrá que me tenía encerrado en la mazmorra?» Davos se dejó caer sobre una rodilla.

—Levantaos, Ser Davos —ordenó Stannis—. Os he echado de menos. Necesito buenos consejos, y vos siempre me los habéis dado. Decidme, pues, ¿con qué se castiga la traición?

La palabra quedó flotando en el aire. «Una palabra aterradora —pensó Davos. ¿Le estaba pidiendo que condenara a su compañero de celda? ¿O tal vez a sí mismo?—. Los reyes saben mejor que nadie con qué se castiga la traición.»

—¿Traición? —consiguió decir al final con voz débil.

—¿De qué otra manera llamaríais a renegar del rey y tratar de robarle el trono que le corresponde por derecho? Os lo pregunto de nuevo, según la ley, ¿con qué se castiga la traición?

—Con la muerte. —No tuvo más remedio que responder Davos—. Se castiga con la muerte, Alteza.

—Siempre ha sido así. No soy... no soy un hombre cruel, Ser Davos. Vos me conocéis. Me conocéis desde hace mucho. No es un decreto mío, siempre ha sido así, desde antes de los tiempos de Aegon. Daemon Fuegoscuro, los hermanos Toyne, el Rey Buitre, el Gran Maestre Hareth... los traidores siempre han pagado el crimen con sus vidas... incluso Rhaenyra Targaryen. Era hija de un rey y madre de otros dos, pero murió por traidora cuando trató de usurpar la corona de su hermano. Es la ley. La ley, Davos. No es crueldad.

—Sí, Alteza. —«No está hablando de mí.» Por un momento Davos sintió pena por su compañero de celda, envuelto ya en la oscuridad. Sabía que debería callar, pero estaba cansado y harto de todo—. Señor, Lord Florent no pretendía traicionaros —se oyó decir.

—¿Es que los contrabandistas llamáis a la traición de otra manera? Lo nombré Mano y él habría vendido mis derechos por un cuenco de guisantes. Hasta pensaba entregarles a Shireen. ¡Quería casar a mi única hija con un bastardo fruto de un incesto! —La cólera hacía enronquecer al rey—. Mi hermano tenía el don de inspirar lealtad. Sí, hasta en sus enemigos. En Refugio Estival ganó tres batallas en un día y se trajo a Bastión de Tormentas a los señores Grandison y Cafferen como prisioneros. Colgó sus estandartes como trofeos en la sala principal; los cervatillos blancos de Cafferen estaban salpicados de sangre y el león dormido de Grandison estaba desgarrado y casi partido en dos. Pero se sentaron bajo esos estandartes toda una noche para beber y comer con Robert. ¡Hasta se los llevó a cazar! «Estos hombres pretendían entregarte a Aerys para que te quemara vivo», le dije cuando los vi lanzando hachas en el patio. «No deberías ponerles armas en las manos.» Robert se me rió en la cara. Yo habría encerrado a Grandison y a Cafferen en una mazmorra, él en cambio los convirtió en amigos. Lord Cafferen murió en el castillo de Vado Ceniza luchando por Robert, lo mató Randyll Tarly. Lord Grandison recibió tales heridas en el Tridente que murió un año después. Mi hermano consiguió que lo quisieran, pero al parecer yo sólo inspiro traición. Hasta en los de mi sangre, hasta en mi familia. Hermano, abuelo, primos, tío político...

—Alteza —interrumpió Ser Axell—, os lo suplico, dadme ocasión de demostraros que no todos los Florent somos así de débiles.

—Ser Axell quiere que reanude la guerra —dijo el rey Stannis a Davos—. Los Lannister creen que estoy derrotado y acabado, casi todos mis señores vasallos me han abandonado. El propio Lord Estermont, el padre de mi esposa, ha doblado la rodilla ante Joffrey. Los pocos hombres leales que me quedan se están desalentando. Pasan los días bebiendo y jugando, lamiéndose las heridas como cachorros apaleados.

—La batalla volverá a encender el fuego en sus corazones, Alteza —dijo Ser Axell—. La derrota es una enfermedad que se cura con una victoria.

—Una victoria. —El rey frunció los labios—. Hay victorias y victorias, ser. Contad vuestro plan a Ser Davos. Quiero saber qué opina de vuestra propuesta.

Ser Axell se volvió hacia Davos con una expresión en el rostro que debía de ser muy semejante a la que puso el orgulloso Lord Belgrave el día que el rey Baelor el Santo le ordenó lavar los pies llagados a un mendigo. Aun así obedeció.

El plan que Ser Axell había trazado con Salladhor Saan era sencillo. A pocas horas de navegación de Rocadragón se encontraba Isla Zarpa, antiguo asentamiento marino de la Casa Celtigar. Lord Ardrian Celtigar había luchado en el Aguasnegras bajo el estandarte del Corazón Llameante, pero cayó prisionero y no tardó en pasarse al bando de Joffrey. Desde entonces había permanecido en Desembarco del Rey.

—Sin duda teme la ira de Su Alteza y no se atreve a estar cerca de Rocadragón —declaró Ser Axell—. Y hace bien. Ha traicionado a su legítimo rey.

Ser Axell proponía utilizar la flota de Salladhor Saan y a los hombres que habían escapado del Aguasnegras. Stannis todavía tenía unos mil quinientos en Rocadragón, más de la mitad de ellos soldados de los Florent, para castigar la deserción de Lord Celtigar. Isla Zarpa contaba con una guarnición ligera y se decía que su castillo estaba abarrotado de alfombras myrienses, cristalerías volantinas, vajillas de oro y plata, copas enjoyadas, magníficos halcones, un hacha de acero valyrio, un cuerno capaz de invocar monstruos marinos de las profundidades, cofres de rubíes y más vinos de los que nadie podría beber en cien años. Aunque Celtigar se mostraba tacaño ante el resto del mundo, para su comodidad no reparaba en gastos.

—Propongo que quememos su castillo y pasemos a su gente por la espada —concluyó Ser Axell—. Convirtamos Isla Zarpa en una desolación de cenizas y huesos donde sólo vivan las aves carroñeras, así todo el reino verá qué destino aguarda a los que se acuestan con los Lannister.

Stannis escuchó la explicación en silencio mientras movía la mandíbula de un lado a otro.

—Creo que es factible —dijo cuando Ser Axell terminó su exposición—. Hay pocos riesgos. Joffrey no tendrá ningún poder en el mar hasta que Lord Redwyne zarpe del Rejo. El saqueo serviría para garantizar durante un tiempo la lealtad de ese pirata lyseno, Salladhor Saan. Por sí sola, Isla Zarpa no vale nada, pero su caída serviría para decirle a Lord Tywin que mi causa no está perdida. —El rey se volvió hacia Davos—. Decid la verdad, ser, ¿qué pensáis de la propuesta de Ser Axell?

«Decid la verdad, ser.» Davos recordó la celda oscura que había compartido con Lord Alester, recordó a Lamprea y a Gachas. Pensó en lo que le había prometido Ser Axell en el puente que cruzaba sobre el patio. «¿Qué quiero, un barco o un empujón?» Pero era Stannis quien se lo preguntaba.

—Alteza —empezó—, me parece una locura. Sí, y una cobardía.

—¿Cobardía? —casi gritó Ser Axell—. ¡Nadie me llama cobarde delante de mi rey!

—Silencio —ordenó Stannis—. Seguid, Ser Davos, quiero oír vuestras razones.

—Decís que tenemos que mostrar al reino que no estamos acabados —dijo Davos dándose la vuelta para quedar cara a cara con Ser Axell—. Que tenemos que atacar, que hacer la guerra, sí... pero ¿contra qué enemigo? En Isla Zarpa no encontraréis a ningún Lannister.

—Pero encontraremos a muchos traidores —replicó Ser Axell—. Aunque a lo mejor hay alguno más cerca. En esta misma habitación.

—No dudo —siguió Davos sin hacer caso de la pulla— de que Lord Celtigar doblara la rodilla ante el joven Joffrey. Es un viejo sin esperanzas, no quiere más que acabar sus días en su castillo, bebiéndose sus buenos vinos en sus copas de piedras preciosas. —Se volvió hacia Stannis—. Pero acudió cuando lo llamasteis, señor. Vino con sus barcos y sus espadas. Estuvo a vuestro lado en Bastión de Tormentas cuando Lord Renly cayó sobre nosotros, y sus barcos subieron por el Aguasnegras. Sus hombres lucharon por vos, mataron por vos y ardieron por vos. Isla Zarpa está mal defendida, sí. La defienden mujeres, niños y ancianos. Y eso ¿por qué? Porque sus esposos, padres e hijos murieron en el Aguasnegras, por eso. Murieron en los remos o empuñando las espadas mientras luchaban bajo nuestros estandartes. Y Ser Axell propone que arrasemos los hogares que dejaron atrás, que violemos a sus viudas y pasemos a sus hijos por la espada. Esos súbditos no son traidores...

—Son traidores —insistió Ser Axell—. No todos los hombres de Celtigar murieron en el Aguasnegras. Cientos de ellos cayeron prisioneros junto con su señor y doblaron la rodilla cuando él lo hizo.

—Cuando él lo hizo —repitió Davos—. Eran sus hombres, le fueron leales. No tenían elección.

—Siempre se puede elegir. Pudieron negarse a arrodillarse. Fue lo que hicieron algunos y murieron. Pero murieron leales y con dignidad.

—Algunos hombres son más fuertes que otros.

Era una respuesta poco convincente, Davos lo sabía bien. Stannis Baratheon tenía una voluntad de hierro, no comprendía ni perdonaba la debilidad en los demás.

«Estoy perdiendo», pensó desesperado.

—Todo hombre tiene el deber de permanecer leal a su legítimo rey, aunque el señor al que sirve lo traicione —declaró Stannis en un tono que no admitía discusión.

Una insensatez desesperada se apoderó de Davos, una imprudencia cercana a la locura.

—¿Cómo vos permanecisteis leal al rey Aerys cuando vuestro hermano alzó sus estandartes? —soltó con brusquedad.

Se hizo un silencio tenso.

—¡Traición! —gritó Ser Axell al tiempo que desenvainaba la daga—. ¡Alteza, se atreve a deciros semejantes infamias a la cara!

Davos oyó cómo Stannis rechinaba los dientes. En la frente del rey palpitaba una vena azul, hinchada. Sus ojos se encontraron.

—Guardad el cuchillo, Ser Axell. Dejadnos a solas.

—Si Su Alteza desea...

—Deseo que nos dejéis a solas —repitió Stannis—. Salid de mi presencia y decidle a Melisandre que venga.

—Como ordenéis. —Ser Axell guardó el cuchillo, hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta. Sus pisadas resonaban furiosas contra el suelo.

—Siempre os habéis aprovechado de mi autocontrol —advirtió Stannis a Davos cuando estuvieron a solas—. Os puedo cortar la lengua con la misma facilidad con la que os corté los dedos, contrabandista.

—Mi vida es vuestra, Alteza. Mi lengua también, podéis hacer con ella lo que queráis.

—Así es —dijo, ya más tranquilo—, y lo que quiero es que me sigáis diciendo la verdad. Aunque a veces la verdad es un trago amargo. ¿Aerys, decís? Ojalá supierais... Fue una decisión muy difícil. Mi sangre o mi señor. Mi hermano o mi rey. —Hizo una mueca—. ¿Habéis visto alguna vez el Trono de Hierro? Hay púas en el respaldo y, por todos lados, fragmentos de acero retorcido y puntas serradas de espadas y cuchillos, todo mezclado y fundido. No es una silla cómoda, ser. Aerys se cortó tantas veces que empezaron a llamarlo el Rey Costra. Allí mismo fue donde asesinaron a Maegor el Cruel. A decir de algunos, nadie que se siente en él descansa tranquilo. A veces me pregunto por qué lo desearon tanto mis hermanos.

—Entonces, ¿por qué lo queréis vos? —le preguntó Davos.

—No se trata de que lo quiera o no. El trono me corresponde como heredero de Robert. Es la ley. Después de mí deberá pasar a mi hija, a menos que Selyse me dé por fin un hijo varón. —Pasó tres dedos por la superficie de la mesa, por las capas de barniz suave y duro oscurecido por los años—. Soy el rey. No tiene nada que ver con lo que quiera. Tengo un deber para con mi hija. Para con el reino. Hasta para con Robert. No me tenía ningún cariño, lo sé, pero era mi hermano. La Lannister le puso los cuernos y lo convirtió en un bufón. Puede que hasta lo matara, igual que mató a Jon Arryn y a Ned Stark. Esos crímenes claman justicia, empezando por Cersei y sus abominaciones. Pero eso es sólo el principio. Estoy decidido a limpiar esa corte como debió hacer Robert después del Tridente. En cierta ocasión, Ser Barristan me dijo que toda la podredumbre del reinado de Aerys empezó con Varys. No se debería haber perdonado nunca a ese eunuco. Igual que al Matarreyes. Como mínimo, Robert tendría que haberle quitado la capa blanca y enviado al Muro, como le insistía Lord Stark. Pero hizo caso a Jon Arryn. Yo estaba en Bastión de Tormentas, sometido a asedio, nadie me consultó. —Se volvió bruscamente y clavó en Davos una mirada dura—. Decidme la verdad, ¿por qué queríais matar a Lady Melisandre?

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