Tormenta de Espadas (79 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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«Así que lo sabe.» Davos no le podía mentir.

—Cuatro de mis hijos ardieron en el Aguasnegras. Ella los entregó a las llamas.

—La juzgáis mal. Aquel fuego no fue obra suya. Maldecid al Gnomo, a los piromantes, a ese imbécil de Florent que llevó mi flota a las fauces de la trampa... O maldecidme a mí por mi orgullo y obstinación, por apartarla de mi lado cuando más la necesitaba. Pero no a Melisandre. Sigue siendo mi más fiel servidora.

—El maestre Cressen era vuestro fiel servidor, y ella lo mató igual que mató a Ser Cortnay Penrose y a vuestro hermano Renly.

—Ahora el que habla como un bufón sois vos —protestó el rey—. Melisandre vio el final de Renly en las llamas, sí, pero tuvo tan poco que ver con aquello como yo. La sacerdotisa estaba conmigo, vuestro hijo Devan os lo puede confirmar. Si dudáis de mi palabra preguntadle a él. Si hubiera dependido de ella, Renly aún estaría con vida. Fue Melisandre quien me aconsejó con insistencia que me reuniera con él y le diera una última oportunidad de retractarse de su traición. También fue ella quien me dijo que mandara a buscaros cuando lo que quería Ser Axell era entregaros a R'hllor. —Esbozó una sonrisa—. ¿No os sorprende?

—Sí. Sabe muy bien que no soy amigo suyo ni de su dios rojo.

—Pero sois amigo mío, eso también lo sabe. —Hizo un gesto a Davos para que se acercara más—. El chico está enfermo, el maestre Pylos lo ha estado sangrando.

—¿El chico? —Sus pensamientos volaron hacia Devan, el escudero del rey—. ¿Habláis de mi hijo, señor?

—¿De Devan? Buen muchacho, se os parece mucho. No, el que está enfermo es el bastardo de Robert, el muchacho que nos llevamos de Bastión de Tormentas.

«Edric Tormenta.»

—Hablé con él en el Jardín de Aegon.

—Como ella quería. Como ella previó. —Stannis dejó escapar un suspiro—. ¿Os conquistó el muchacho? Es un don que tiene, lo heredó de su padre y lo lleva en la sangre. Sabe que es hijo de un rey, pero prefiere olvidar que es bastardo. Y adora a Robert igual que lo adoraba Renly cuando era pequeño. Mi regio hermano jugaba a hacer de padre amantísimo en sus visitas a Bastión de Tormentas; además estaban los regalos: espadas, ponis, capas ribeteadas en piel... Todo era cosa del eunuco. El chiquillo escribía mensajes de agradecimiento a la Fortaleza Roja, y Robert se reía y preguntaba a Varys qué le había enviado ese año. Renly era igual. Dejó la educación del crío en manos de castellanos y maestres, y él los conquistó a todos. Penrose prefirió morir a entregarlo. —El rey rechinó los dientes—. Aún me pongo furioso cuando me acuerdo. ¿Cómo se le pudo ocurrir que haría daño a ese niño? Elegí a Robert, ¿o no? Cuando llegó el momento duro de la decisión, elegí la sangre por encima del honor.

«Ya no llama al chico por su nombre.» Eso ponía muy nervioso a Davos.

—Espero que el joven Edric se recupere pronto.

—No es más que un resfriado. —Stannis hizo un gesto con la mano como para disipar su preocupación—. Tose, tiene escalofríos y fiebre. El maestre Pylos lo curará enseguida. El chico en sí no es nada, como podéis entender, pero por sus venas fluye la sangre de mi hermano. Y ella dice que la sangre de un rey tiene poder.

Davos no tuvo que preguntar quién era «ella». Stannis puso una mano sobre la Mesa Pintada.

—Mirad esto, Caballero de la Cebolla. Mi reino, mi herencia. Mi Poniente. —La barrió con una mano—. Todo esto de los Siete Reinos es absurdo. Ya lo dijo Aegon hace trescientos años, cuando estaba donde estamos nosotros ahora mismo. Por orden suya pintaron esta mesa. Aquí reflejaron ríos y bahías, colinas y montañas, castillos, ciudades, aldeas, lagos, pantanos y bosques... pero ninguna frontera. Es todo una sola cosa. Un solo reino, sobre el que debe reinar un solo rey.

—Un solo rey —asintió Davos—. Un solo rey es la paz.

—Yo llevaré la justicia a Poniente. De la justicia, Ser Axell entiende tan poco como de la guerra. Con Isla Zarpa no ganaría nada... y, como vos habéis dicho, sería una canallada. Celtigar tiene que pagar el precio de la traición en su persona, y así será cuando yo reine. Todo hombre cosechará lo que haya sembrado, desde el más alto señor a la más ínfima rata de cloaca. Os garantizo que algunos perderán mucho más que las puntas de los dedos. Han hecho sangrar a mi reino, eso no lo voy a olvidar. —El rey Stannis se apartó de la mesa—. Arrodillaos, Caballero de la Cebolla.

—¿Alteza?

—Hace tiempo, por vuestras cebollas y vuestros peces os nombré caballero. Por esto os voy a elevar al rango de señor.

«¿Por esto?» Davos no entendía nada.

—Estoy más que satisfecho con ser caballero a vuestras órdenes, Alteza. No sabría comportarme como un señor.

—Mejor. El comportamiento de los señores es falso. Lo he aprendido por las malas. Arrodillaos de una vez, vuestro rey lo ordena.

Davos se arrodilló y Stannis desenvainó la espada larga. Era
Portadora de Luz
, ese nombre le había puesto Melisandre; la
Espada Roja de los Héroes
, forjada en los fuegos en los que se habían consumido los siete dioses. La estancia pareció iluminarse cuando la hoja salió de su funda. El acero tenía un brillo propio y cambiante, ora anaranjado, ora amarillo, ora rojo. El aire tremolaba a su alrededor, y jamás una piedra preciosa había tenido tanto brillo. Pero cuando Stannis tocó con ella el hombro de Davos el tacto fue igual que el de otra espada cualquiera.

—Ser Davos de la Casa Seaworth —dijo el rey—, ¿seréis mi vasallo leal ahora y por siempre?

—Lo seré, mi señor.

—¿Juráis servirme con lealtad hasta el fin de vuestros días, aconsejarme sinceramente, obedecerme con presteza, defender mis derechos y mi reino contra todos los enemigos en batallas grandes y pequeñas, proteger a mi pueblo y castigar a mis enemigos?

—Lo juro, Alteza.

—Si así es levantaos, Davos Seaworth, y levantaos como señor de La Selva, Almirante del mar Angosto y Mano del Rey.

Por un momento Davos se quedó tan conmocionado que no pudo ni moverse. «Esta mañana me he despertado en sus mazmorras.»

—Alteza, no es posible... No estoy preparado para ser Mano de un rey.

—No hay nadie más preparado. —Stannis envainó la
Portadora de Luz
, tendió la mano a Davos y lo ayudó a ponerse en pie.

—Soy un plebeyo —le recordó Davos—. Soy un contrabandista que ha subido demasiado alto. Vuestros señores no me obedecerán nunca.

—En ese caso nombraremos nuevos señores.

—Pero... no sé leer... ni escribir...

—El maestre Pylos os leerá lo que os haga falta. En cuanto a lo de escribir, mi anterior Mano escribió la carta que le va a costar la cabeza. Lo único que os pido es lo que me habéis dado siempre. Sinceridad. Lealtad. Servicio.

—Tiene que haber alguien más adecuado... algún gran señor.

—¿Bar Emmon, ese crío, por ejemplo? —Stannis soltó un bufido—. ¿Mi desleal abuelo? Celtigar me ha abandonado, el nuevo Velaryon tiene seis años y el nuevo Sunglass embarcó rumbo a Volantis cuando quemé a su hermano. —Hizo un gesto airado—. Aún me quedan algunos hombres decentes, sí. Ser Gilbert Farring defiende para mí Bastión de Tormentas con doscientos leales. Lord Morrigen, el Bastardo de Canto Nocturno, el joven Chyttering, mi primo Andrew... pero no confío en ninguno de ellos tanto como en vos, mi señor de La Selva. Seréis mi Mano. Es a vos a quien quiero tener al lado en la batalla.

«Otra batalla será nuestro fin —pensó Davos—. En eso Lord Alester estaba en lo cierto.»

—Me habéis pedido un consejo sincero. Entonces, con toda sinceridad os diré... que no tenemos fuerzas suficientes para emprender otra batalla contra los Lannister.

—Su Alteza se refiere a la gran batalla —dijo una voz de mujer con marcado acento oriental. Melisandre estaba en la puerta, con sus sedas rojas y sus satenes brillantes. Llevaba en la mano una bandeja de plata tapada—. Estas guerras sin importancia no son más que riñas de críos antes de lo que se avecina. Las fuerzas de aquel cuyo nombre no debe pronunciarse están tomando posiciones, Davos Seaworth, y son malévolas y poderosas hasta límites inimaginables. Pronto llegará el frío y la noche que no acaba jamás. —Puso la bandeja de plata sobre la Mesa Pintada—. A menos que los hombres buenos tengan el valor de combatirlas. Hombres cuyos corazones sean de fuego.

—Melisandre me lo ha mostrado, Lord Davos —dijo Stannis, contemplando la bandeja de plata—. En las llamas.

—¿Lo visteis vos, señor? —No habría sido propio de Stannis Baratheon mentir en un asunto semejante.

—Con mis propios ojos. Después de la batalla, cuando me había dejado llevar por la desesperación, Lady Melisandre me pidió que mirara el fuego. La chimenea tenía buen tiro, y de las llamas se elevaban cenizas. Me quedé mirándolas aunque me sentía como un idiota, pero ella me pidió que mirara más al fondo y... las cenizas eran blancas, el aire caliente las levantaba, pero de repente pareció como si estuvieran cayendo. Pensé que era como la nieve. Luego las chispas del aire parecieron formar un círculo y convertirse en un cerco de antorchas, y me encontré viendo a través del fuego, como si mirara desde arriba, una colina en medio de un bosque. Las pavesas se habían convertido en hombres de negro detrás de las antorchas, y en medio de la nieve había sombras que se movían. Pese al calor del fuego sentí un frío tan espantoso que me estremecí. Entonces la visión desapareció y el fuego volvió a ser un simple fuego. Pero lo que vi era real, me jugaría mi reino.

—Ya lo habéis hecho —dijo Melisandre.

La seguridad con que hablaba el rey resultaba aterradora para Davos.

—Una colina en un bosque... sombras en la nieve... No sé...

—Significa que la batalla ya ha empezado —dijo Melisandre—. La arena del reloj cae ahora más deprisa, casi ha llegado la hora final del hombre sobre la tierra. Debemos actuar con osadía o no habrá esperanza. Poniente debe unirse bajo el mando de su verdadero rey, el príncipe que nos fue prometido, el Señor de Rocadragón y elegido de R'hllor.

—Las elecciones de R'hllor son extrañas. —El rey hizo una mueca, como si hubiera probado algo desagradable—. ¿Por qué yo y no mis hermanos? Renly y su melocotón... En mis sueños veo cómo le corre el jugo por la boca y la sangre por la garganta. Si hubiera cumplido con su deber como hermano habríamos aplastado a Lord Tywin. Una victoria de la que hasta Robert habría estado orgulloso. Robert... —Rechinó los dientes de un lado al otro—. También sueño con él. Lo veo riendo, bebiendo y fanfarroneando. Eran las cosas que mejor se le daban. Bueno, también pelear. Nunca lo pude superar en nada. El Señor de la Luz tendría que haber elegido como campeón a Robert. ¿Por qué a mí?

—Porque sois un hombre justo —dijo Melisandre.

—Un hombre justo. —Stannis tocó con un dedo la bandeja de plata tapada—. Con sanguijuelas.

—Sí —dijo Melisandre—, pero tengo que deciros una vez más que no es así como debe hacerse.

—Me jurasteis que funcionaría. —El rey se enfureció.

—Funcionará... y no funcionará.

—¿Cuál de las dos cosas?

—Las dos.

—Decidme algo que tenga sentido, mujer.

—Cuando las llamas hablen con más claridad también lo haré yo. En el fuego hay verdad, pero no siempre es fácil de ver. —El gran rubí de su garganta parecía absorber el fuego del brasero—. Entregadme al muchacho, Alteza. Es la manera más segura. La mejor. Entregadme al muchacho y yo despertaré al dragón de piedra.

—Os he dicho que no.

—No es más que un bastardo, ¿qué vale su vida comparada con la de todos los niños y niñas de Poniente? ¿Contra la de todos los niños que podrían nacer en todos los reinos del mundo?

—El chico es inocente.

—El chico profanó vuestro lecho nupcial, de lo contrario tendríais hijos varones. Os humilló.

—Eso lo hizo Robert, no el chico. Mi hija se ha encariñado con él; además, es de mi sangre.

—Es de la sangre de vuestro hermano —dijo Melisandre—. La sangre de un rey. Sólo la sangre de un rey puede despertar al dragón de piedra.

Stannis rechinó los dientes.

—No quiero oír una palabra más. No hay dragones. Los Targaryen trataron de devolverles la vida media docena de veces, y en todas las ocasiones hicieron el ridículo o acabaron muertos. Para ridículo ya tenemos a Caramanchada en esta roca olvidada de los dioses. Tenéis las sanguijuelas, empezad de una vez.

—Como ordene mi rey. —Melisandre inclinó la cabeza con gesto rígido.

Se metió la mano derecha en la manga izquierda y arrojó un puñado de polvo al brasero. Los carbones rugieron. Mientras las llamas claras se retorcían sobre ellos la mujer roja cogió la bandeja de plata y la puso ante el rey. Davos la observó mientras levantaba la tapa. Debajo había tres sanguijuelas negras, grandes, hinchadas de sangre.

«Sangre del muchacho —supo al momento—. Sangre de rey.»

Stannis extendió una mano y cerró los dedos en torno a una de las sanguijuelas.

—Decid el nombre —ordenó Melisandre.

La sanguijuela se retorcía en la mano del rey y trataba de pegarse a uno de los dedos.

—El usurpador —dijo—. Joffrey Baratheon.

Cuando tiró la sanguijuela al fuego, el animal se retorció como una hoja de otoño entre los carbones antes de arder. Stannis cogió la segunda.

—El usurpador —dijo, esta vez más alto—. Balon Greyjoy.

La tiró al brasero, donde la carne se abrió y chisporroteó. La sangre salió siseando humeante.

La última estaba en la mano del rey. A aquélla la examinó un momento mientras se retorcía en sus dedos.

—El usurpador —dijo por fin—. Robb Stark.

También la tiró a las llamas.

JAIME (5)

La sala de baños de Harrenhal estaba en penumbra y llena de vapor; era una estancia de techo bajo con grandes bañeras de piedra. Cuando llevaron allí a Jaime se encontró a Brienne en una de ellas. Se estaba frotando el brazo casi con rabia.

—No tan fuerte, moza —le gritó—. Os vais a arrancar la piel a tiras.

Brienne soltó el cepillo y se tapó las tetas con unas manos tan grandes como las de Gregor Clegane. Los pequeños capullos puntiagudos que tanto trataba de ocultar habrían resultado más naturales en una niña de diez años que en su pecho fuerte y musculoso.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó con brusquedad.

—Lord Bolton se ha empeñado en que cenara con él, pero por desgracia no ha tenido la consideración de invitar a mis pulgas. —Jaime dio un tirón al guardia con la mano izquierda—. Ayúdame a quitarme estos harapos apestosos. —Con una mano ni siquiera podía desatarse los calzones. El hombre obedeció, de mala gana, pero obedeció—. Déjanos a solas —dijo Jaime cuando sus ropas estuvieron amontonadas en el húmedo suelo de piedra—. A mi señora de Tarth no le gusta que la gentuza como tú le mire las tetas. —Señaló con el muñón a la mujer de cara chupada que se ocupaba de Brienne—. Tú también. Esperad afuera. Sólo hay una puerta, y la moza es demasiado grande para escaparse por la chimenea.

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