Read Tormenta de sangre Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
También Urial se levantó y avanzó, cojeando.
—Aún estáis todos protegidos por la égida del Dios de Manos Ensangrentadas —dijo en voz baja—. Pero el poder del enemigo será mucho más potente dentro del campamento. No toquéis nada más que lo imprescindible, o ni siquiera mi poder podría bastar para protegeros.
—Lo siguiente que dirás es que no podemos matar a nadie —comentó Hauclir con acritud.
Urial sonrió fríamente.
—No tengas miedo de que lo haga. Derramad sangre en nombre de Khaine, y su bendición se mantendrá fuerte.
—En ese caso, vayamos a cumplir con nuestro deber sagrado —gruñó Malus, y asintió con la cabeza para que los hombres lo siguieran cuando comenzó a ascender por la escalerilla.
En cubierta, la brisa marina era fresca y fuerte, pero Malus apenas dispuso de un momento para disfrutarla. Tanithra lo esperaba en lo alto de la escalerilla, con una de las fétidas pieles de los enemigos encima. Por debajo de la tosca capucha de la sobrevesta sólo le veía la mitad inferior de la cara, pero percibió que estaba preocupada.
—Tenemos un problema —le susurró, y señaló por encima de un hombro del noble.
Malus se volvió. La ensenada de la isla se extendía ante ellos; las aguas destellaban a la pálida luz lunar. Había seis barcos de los skinriders anclados en el fondeadero, todos incursores marinos del doble del tamaño de la pequeña nave. Era casi medianoche, y sin embargo Malus veía tripulantes que pululaban por los grandes barcos y, claramente, los preparaban para zarpar. Largas canoas iban y venían entre la escuadra y la orilla, para transportar suministros hasta los barcos. El noble reprimió una maldición.
—Están planeando una incursión a gran escala —gruñó.
—Y apuesto a que esta vieja barca había salido a buscarlos —dijo Tanithra—. No tenemos mucho tiempo antes de que quienquiera que esté al mando se dé cuenta de que no deberíamos estar aquí y envíe a alguien a hacer un montón de preguntas incómodas.
—En ese caso, tendremos que darnos prisa —replicó Malus, deteniendo la pregunta que leyó en los ojos de la corsaria—. No he llegado hasta tan lejos para marcharme con las manos vacías. Estad preparados para zarpar en cuanto regresemos.
Malus recorrió con los ojos la costa rocosa hasta hallar el sitio en que los skinriders estaban cargando de suministros las canoas que habían arrastrado sobre la orilla. Desde allí, miró tierra adentro, siguiendo el camino de hormigas de los trabajadores, hasta distinguir una torre cuadrada, casi invisible, contra un telón de fondo de oscuros abetos, situada a unos ochocientos metros de la orilla. Señaló la torre.
—Allí es donde guardarán las cartas de navegación —les dijo a los druchii reunidos—. Tendremos que ir por el interior; la orilla está demasiado expuesta.
Malus avanzó rápida y silenciosamente hacia la borda de estribor, donde un grupo de marineros habían arriado una canoa hasta las plácidas aguas de la ensenada. Sin echar una sola mirada atrás, Malus pasó las piernas por encima de la borda y descendió por una escalerilla de cuerda hasta la canoa. Acababa de instalarse en la proa cuando Hauclir llegó a la embarcación; llevaba la ballesta cargada en una mano. El guardia le entregó el arma a Malus y se instaló junto a él. El resto de los miembros del grupo de desembarco ocuparon sus puestos de prisa y en silencio. Cuando Malus asintió con la cabeza, el remero de babor los apartó del casco de la nave con el remo, y al cabo de poco, remaban hacia la costa, en un rumbo ampliamente disimulado por la mole del barco anclado.
El recorrido hasta la costa pareció eterno. Malus escuchaba los débiles sonidos de los skinriders que trabajaban en los barcos lejanos, esperando oír un agudo grito de alarma en cualquier momento. Tenía la atención tan concentrada en los sonidos que transportaba el aire de la noche que el raspar repentino del casco de la canoa contra el fondo de los bajíos lo pilló por sorpresa. Dos marineros saltaron de la embarcación y cayeron al agua casi sin salpicar siquiera, para estabilizar la canoa mientras los otros desembarcaban. Malus pasó por encima de la regala y avanzó en silencio hacia las sombras, y los corsarios arrastraron la barca hasta tierra firme.
Debajo de los árboles había poca luz, pero en comparación con los enmarañados bosques del lejano norte, el de la isla estaba casi desprovisto de maleza. El grupo de desembarco avanzó en silencio bajo los altos árboles en dirección a los sonidos procedentes de las cuadrillas de aprovisionamiento. A Malus le sorprendió no hallar centinelas ni patrullas en las boscosas inmediaciones; probablemente, casi todos los hombres prescindibles habían sido obligados a trabajar en la preparación de los barcos que zarparían.
El campamento de los skinriders era, de hecho, un pequeño fuerte con una torre de madera de tres plantas de alto, que se alzaba en medio de un apiñamiento de edificaciones también de madera, rodeadas por una empalizada. Los corsarios permanecieron acuclillados en la linde del bosque y observaron la constante corriente de hombres que empujaban carretillas a través de las puertas abiertas de la empalizada. A lo largo de la ruta habían clavado altas antorchas a intervalos regulares para proporcionarles suficiente luz a los estibadores y los guardias apostados en la entrada.
Malus sintió que Hauclir se acuclillaba silenciosamente junto a él.
—Todo este ajetreo nos irá bien —dijo el guardia—. Es probable que en el interior de ese complejo haya más actividad que dentro de una colmena; no creo que un grupo más de estibadores atraiga la atención. Y los guardias estarán concentrados en el tráfico de la entrada. —Señaló la torre con un gesto de la cabeza—. Echemos una mirada a la parte posterior de la empalizada para ver si se puede pasar por encima.
Los corsarios se irguieron en silencio y avanzaron como sombras entre los gigantescos abetos para rodear el perímetro del campamento, hasta hallarse ante la parte directamente opuesta a las puertas. Allí se tumbaron boca abajo y se arrastraron entre la escasa maleza y helechos, hasta tener una visión clara de la empalizada y la torre cuadrada que se alzaba al otro lado. Tras largos minutos de observación, Malus y Hauclir intercambiaron miradas. No se veían centinelas. La pasmosa ausencia de defensas hizo que a Malus se le pusiera el pelo de punta. Allí había algo que no veía, pero no podía imaginar de qué se trataba y no había tiempo para adivinarlo. Finalmente, se encogió de hombros y les hizo una señal a dos corsarios para que avanzaran.
Los hombres se levantaron y atravesaron corriendo el espacio abierto que llevaba hasta la empalizada, en cuyas sombras desaparecieron, y luego Malus oyó un silbido quedo. Los exploradores habían determinado que se podía pasar por encima de la muralla de madera. El noble se levantó y corrió, y el resto del grupo incursor hizo lo mismo.
Los maderos estaban hechos con troncos de abeto de la zona, gruesos y robustos, unidos por grandes clavos de hierro. En las grietas que mediaban entre los maderos crecía moho blanco, y enjambres de insectos caminaban por las incontables fisuras de la madera. El noble hizo un esfuerzo para no prestar atención a la hirviente alfombra de vida que cubría la empalizada, y se concentró en los rostros de los exploradores.
—La empalizada no es demasiado alta —dijo uno de ellos—. Podemos alzar a un hombre hasta lo alto y luego subir por turnos.
Malus asintió con la cabeza.
—Muy bien. Hauclir, tú primero.
Hauclir le lanzó a su señor una mirada impertinente.
—Vivo para servirte —susurró.
El capitán de la guardia apoyó una bota en las manos entrelazadas de uno de los exploradores. Con un débil gruñido, el corsario impulsó a Hauclir hacia arriba, donde halló inmediatamente un buen asidero en la parte superior de la empalizada. Afianzó su cuerpo acorazado entre los puntiagudos extremos de dos maderos, y luego se inclinó para tenderle la mano al siguiente hombre. Momentos después, un segundo corsario se situó a horcajadas sobre la empalizada, y entre ambos comenzaron a izar al resto del grupo incursor y pasarlo al otro lado a la máxima velocidad posible.
Malus fue el último en subir. Los dos druchii lo cogieron de las manos y lo subieron sobre la empalizada como si fuera un muñeco de paja. Sin detenerse, pasó las piernas por encima y cayó al otro lado al mismo tiempo que sacaba la ballesta. Desde donde estaba, Malus vio que la torre cuadrada estaba construida al final de un gran salón de banquetes similar a los que les gustaba erigir a los autarii, e incluso a los bárbaros del norte. Se veían arder luces a través de las estrechas saeteras de las paredes del gran salón, y un humo nauseabundo y dulzón salía por dos chimeneas. Más cerca de la empalizada había dos edificios cuadrados, de madera, con las ventanas oscuras y cerradas. El grupo incursor se hallaba a cubierto entre las sombras de esos edificios, y Malus corrió hacia él. Poco después, Hauclir y el último de los corsarios bajaron de la empalizada y se acuclillaron detrás del edificio opuesto al de Malus.
Observaron y atendieron durante varios minutos. No había ninguna señal de actividad cerca. Malus esperó tanto como se atrevió a hacerlo, y luego rodeó la esquina del pequeño edificio y condujo al grupo hacia la torre.
Cuanto más se aproximaban, más percibía Malus una tensión en el aire, como la del cielo justo antes de una tormenta estival. «Brujería», pensó con amargura. Estaba familiarizándose demasiado con esa sensación.
Desde más cerca, la torre parecía presentar abundantes puntos de apoyo para un escalador diestro. Estaba construida con los mismos troncos de abeto que la empalizada, aunque sobre la superficie habían tensado una especie de membrana destellante. Cuando Malus la tocó con una mano, la membrana se rajó como pergamino podrido y dejó escapar un hedor espantoso, como el de un intestino reventado. Del agujero salieron insectos que corrieron por el suelo. Debajo de la membrana, la madera estaba rajada, con zonas cubiertas por una especie de arcilla roja y húmeda.
Malus contempló la torre con una mueca.
—No es de extrañar que no tengan guardias aquí —susurró—. ¿Quién, en su sano juicio, querría tomar un sitio semejante?
Alzó la mirada para calcular la altura del ascenso. Finalmente, suspiró y tendió una mano hacia un asidero, con lo que rajó aún más la membrana e inundó el aire de gas pestífero.
Los corsarios, habituados a trepar día y noche por aparejos mojados, escalaron por la torre con facilidad. Malus y Hauclir no tardaron en quedar rezagados, ya que subían moviendo una mano y un pie por vez. En cada planta había una ventana estrecha, y los incursores tomaron la precaución de pasar lejos de ellas.
Malus y Hauclir se encontraban casi en la segunda planta cuando, de repente, una silueta se asomó por la ventana abierta y miró a derecha e izquierda. El noble quedó petrificado y se apretó contra la madera infestada de insectos, al mismo tiempo que le imploraba a la Madre Oscura para que a la enferma criatura no se le ocurriera mirar hacia abajo. Llevaba la ballesta, aún tensada y cargada, colgada a la espalda; a todos los efectos, era como si la tuviese a miles de kilómetros de distancia.
El noble observó cómo el skinrider contemplaba por última vez los muros de la torre, y luego se detenía, pensativo. ¿Estaba intentando explicarse los extraños ruidos que había oído? Pasado un momento, se retiró..., y luego volvió a asomarse bruscamente y miró hacia abajo. Malus se encontró mirando un par de enfermos ojos grises situados a apenas un metro y medio de los suyos.
Se oyó un susurro de metal fino, como si alguien desenredara una cadena de cuello, y luego Malus sintió que Hauclir, situado a su derecha, hacía un repentino y veloz movimiento. Una cadena delgada salió disparada por el aire como un látigo, y se enroscó apretadamente en torno al cuello del skinrider. El hombre encapuchado apenas dispuso de un momento para inspirar antes de que el guardia tirara de la cadena y lo hiciera caer de la ventana. El cuerpo pasó en silencio entre ellos e impactó contra el suelo con un sonido pastoso.
Malus miró a Hauclir y le dedicó un gesto de aprobación, y ambos reemprendieron el ascenso. Minutos más tarde se reunieron con el resto del grupo de incursión.
La parte superior de la torre estaba rodeada de almenas y permitía una visión general de todo el campamento. Los cuatro corsarios yacían boca abajo en medio del terrado, fuera de la vista. Malus se arrastró hasta ellos. Uno de los druchii señaló hacia una esquina, donde el noble distinguió una trampilla provista de una anilla de oscuro hierro.
Mientras Hauclir se detenía junto a los corsarios, jadeante, Malus se arrastró hasta el otro lado de la torre y se incorporó lo suficiente para asomarse por encima de las almenas y espiar la actividad de abajo. Justo al otro lado de la puerta principal del campamento había un amplio terreno abarrotado de cajones y barriles, muchos protegidos de los elementos por grandes pieles engrasadas. El terreno iluminado por antorchas hervía de skinriders, probablemente todos los miembros del campamento y una buena cantidad de los tripulantes de los barcos anclados.
Un movimiento que se produjo cerca de la entrada atrajo la atención de Malus. Un skinrider había llegado corriendo a la entrada, con las manos vacías, y les decía algo a los centinelas, evidentemente alterado. Pasado un momento, el superior de los guardias pareció llegar a una decisión y señaló la torre. Sin vacilar ni un instante, el hombre continuó corriendo. Tenía noticias para alguien.
Malus se volvió a mirar a los otros.
—Parece que alguien de la ensenada ha reparado en el barco —dijo en voz baja—. Nos hemos quedado sin tiempo.
Malus retrocedió con cautela para alejarse de las almenas mientras pensaba a toda velocidad. ¿Era posible que los barcos de la ensenada hubiesen atacado a la nave y que Tanithra estuviese muerta, o estaban solicitando permiso para desafiar al recién llegado? Peor aún: ¿y si algún vigía de agudos ojos había reparado en la canoa?
«Por otra parte, quizá no tenga nada que ver con nosotros», pensó el noble, enfadado. No había manera de saberlo con certeza, pero parecía razonable esperar lo peor.
Se arrastró hasta la trampilla que había en la esquina nordeste, al mismo tiempo que con la ballesta les hacía un gesto a Hauclir y a otro druchii para que se reunieran con él. Malus señaló a Hauclir y luego la anilla de hierro, y se acuclilló para apuntar hacia la puerta con la ballesta. El segundo druchii imitó sus movimientos al otro lado de la trampilla.