Read Tratado de la Naturaleza Humana Online
Authors: David Hume
Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia
Será fácil ahora llevar este razonamiento a su término y probar que cuando las riquezas producen orgullo o vanidad en sus poseedores, como nunca dejan de hacerlo, es sólo mediante la doble relación de las impresiones e ideas. La verdadera esencia de las riquezas consiste en la facultad de procurar los placeres y conveniencias de la vida. La verdadera esencia de esta facultad consiste en la probabilidad de su ejercicio e impeliéndonos a anticipar por un razonamiento verdadero o falso la existencia real del placer. Esta anticipación del placer es en sí misma un placer muy considerable, y su causa es alguna posesión o propiedad de que gozamos y que está por esto relacionada con nosotros; vemos aquí claramente todas las partes del precedente sistema presentarse más exacta y distintamente ante nosotros.
Por la misma razón que las riquezas causan placer y orgullo y que la pobreza da lugar al desagrado y humildad, debe el poder producir la primera de estas emociones y la esclavitud la segunda. El poder o la autoridad sobre los otros nos hace capaces de satisfacer todos nuestros deseos; la esclavitud, por someternos a la voluntad de los otros, nos expone a mil necesidades y mortificaciones.
Vale aquí la pena de observar que la vanidad del poder o la vergüenza de la esclavitud se aumenta considerablemente por la consideración de las personas sobre quien ejercemos nuestra autoridad o que la ejercen sobre nosotros; pues suponiendo ser posible que fabricásemos estatuas con un mecanismo tan admirable que pudieran moverse y obrar obedeciendo a la voluntad, es evidente que su posesión produciría placer y orgullo, pero no en grado tan grande como la misma autoridad cuando se ejerce sobre criaturas sensibles y racionales, pues su condición, al ser comparada con la nuestra, hace que ésta parezca más agradable y honorable. La comparación es, en todo caso, un método seguro de aumentar nuestra estima con respecto a alguna cosa. Un hombre rico siente mejor la felicidad de su condición oponiéndola a la de un mendigo. Pero existe una ventaja particular en el poder, por el contraste que se nos presenta en cierto modo entre, nosotros y la persona sobre quien mandamos. La comparación es obvia y natural: la imaginación lo halla en el verdadero sujeto: el paso del pensamiento a su concepción, es suave y fácil. Y que esta circunstancia tiene un efecto considerable aumentando su influencia aparece más adelante, al examinar la naturaleza de la malicia y de la envidia.
Pero además de estas causas originarias del orgullo y la humildad existe una causa secundaria que tiene su raíz en la opinión de los otros y que posee una igual influencia sobre las afecciones. Nuestra reputación, carácter y nombre son consideraciones de gran peso e importancia, y hasta las demás causas del orgullo y la humildad, virtud, belleza y riquezas, tienen una pequeña influencia si no están secundadas por las opiniones y los sentimientos de los otros. Para dar razón de este fenómeno será necesario detenernos un poco y explicar primero la naturaleza de la simpatía.
Ninguna cualidad de la naturaleza humana es más notable, ni en sí misma ni en sus consecuencias, que la inclinación que poseemos a simpatizar con los otros y a recibir por comunicación sus inclinaciones y sentimientos aunque sean diferentes o contrarios a los nuestros. Esto no se revela sólo en los niños, que tácitamente an toda opinión que les es propuesta, sino también en hombres de la mayor capacidad de juicio e inteligencia que hallan muy difícil seguir su propia razón o inclinaciones en oposición con la de sus amigos o compañeros acostumbrados. A este principio es posible atribuir la gran uniformidad que podemos observar en los caracteres y los modos de pensar de los individuos de una misma nación, y es mucho más probable que esta semejanza surja de la simpatía que de alguna influencia del suelo o clima, la cual, aunque continúa siempre la misma, no es capaz de conservar el carácter de una nación idéntico durante una centuria. Un hombre de buen natural se encuentra en un instante dado del mismo humor que su compañía, y hasta el más orgulloso y arisco torna en su vida un tinte de sus compatriotas y conocidos. Un aspecto jovial produce una sensible complacencia y serenidad en mi espíritu; del mismo modo, un aspecto irritado o triste me llena de un repentino desaliento. Odio, resentimiento, estima, amor, valor, júbilo y melancolía son pasiones que experimento más por comunicación que por mi temperamento o disposición natural. Un fenómeno tan notable merece nuestra atención y debe ser investigado hasta llegar a sus primeros principios.
Cuando una afección es producida por simpatía, es sólo primeramente conocida por los efectos y por las manifestaciones externas, en el porte y la conversación, que sugieren sil idea. La idea se convierte en aquel momento en una impresión y adquiere un grado tal de fuerza y vivacidad que llega a convertirse en la verdadera pasión y a producir una emoción igual a la de una afección original. Tan instantáneo como sea este cambio de la idea en impresión, procede, sin embargo, de ciertas consideraciones y reflexiones que no escapan a la indagación rigurosa del filósofo, aunque sea él la persona en que tiene lugar.
Es evidente que la idea, o más bien la impresión, de nosotros mismos nos está siempre íntimamente presente y que nuestra conciencia nos da una concepción tan vivaz de nuestra persona que no es posible imaginar que algo pueda en este respecto superarla. Cualquiera, pues, que sea el objeto relacionado con nosotros mismos, debe ser concebido con una vivacidad de concepción semejante, de acuerdo con los anteriores principios, y aunque esta relación no será tan fuerte como la de causalidad, debe tener aún una influencia considerable. Semejanza y contigüidad son relaciones que no deben ser olvidadas, especialmente cuando, por una inferencia de causa y efecto y por la observación de signos externos, nos hallamos informados de la existencia real del objeto que es semejante o contiguo.
Ahora bien: es claro que la naturaleza ha establecido una gran semejanza entre las criaturas humanas y que jamás notamos una pasión o principio en otros sujetos de la que, en algún grado, no podamos hallar en nosotros un análogo. Sucede lo mismo con la estructura del espíritu que con la del cuerpo. Aunque las partes puedan diferir en su figura y tamaño, su estructura y composición son en general las mismas. Existe una notable semejanza que se conserva a pesar de toda la variedad, y esta semejanza debe contribuir mucho a hacernos experimentar los sentimientos de los otros y concebirlos con facilidad y placer. De acuerdo con esto hallamos que cuando, además de la semejanza general de nuestras naturalezas, existe una idad peculiar de nuestros modales, carácter, comarca o lenguaje, se facilita la simpatía. Cuanto más fuerte es la relación entre nosotros y un objeto tanto más fácilmente realiza la imaginación la transición y concede a la idea relacionada la vivacidad de concepción que posea la idea que nos formamos de nuestra propia persona.
Tampoco es la semejanza la única relación que ejerce este efecto, sino que ésta recibe nueva fuerza de otras relaciones que pueden acompañarla. Los sentimientos de los otros sujetos tienen poca influencia si están lejos de nosotros: requieren de la relación de contigüidad para comunicarse enteramente. Las relaciones de sangre, siendo una especie de causación, pueden a veces contribuir al mismo efecto, e igualmente la vecindad, que opera del mismo modo que la educación y costumbre, como veremos más adelante y más detenidamente. Todas estas relaciones, cuando van juntas, llevan la impresión o conciencia de nuestra propia persona hacia la idea de los sentimientos o pasiones de los otros y nos hacen concebirlos de la manera más intensa y vivaz.
Ya se ha hecho notar al comienzo de este TRATADO que todas las ideas provienen de impresiones y que estos dos géneros de percepciones difieren solamente en el grado de fuerza y vivacidad con que se presentan en el alma. Los elementos componentes de las ideas y de las impresiones son los mismos. La manera y el orden de su presentación pueden ser los mismos. Los diferentes grados de su fuerza y vivacidad son, por consiguiente, las únicas particularidades que los distinguen, y ya que esta diferencia puede ser suprimida en cierto modo por una relación entre impresiones e ideas, no es de extrañar que una idea de un sentimiento o pasión pueda por este medio ser vivificada de tal modo que se convierta en el verdadero sentimiento o pasión. La idea vívida de un objeto se aproxima siempre a su impresión, y es cierto que podemos sentir malestar o dolor por la mera fuerza de la imaginación y hacer que sea real una enfermedad sólo por pensar frecuentemente en ella. Esto es más notable en las opiniones y afecciones, y aquí es principalmente donde una idea vivaz se convierte en una impresión. Nuestras afecciones dependen más de nosotros mismos y de las operaciones internas del espíritu que ninguna otra clase de impresiones, razón por la que surgen más naturalmente de la imaginación y de las ideas vivaces que nos formamos de ellas. Esta es la naturaleza y causa de la simpatía, y de este modo experimentamos tan profundamente las opiniones y afecciones de los otros siempre que las descubrimos.
Lo que es más notable en este asunto es la decisiva confirmación que estos fenómenos nos proporcionan para el precedente sistema referente al entendimiento y, por consiguiente, para el presente, concerniente a las pasiones, puesto que ambos son análogos. De hecho, es evidente que cuando simpatizamos con las pasiones y sentimientos de los otros estos movimientos de ánimo aparecen primeramente en nuestro espíritu como meras ideas y se consideran como perteneciendo a otra persona de un modo idéntico al que tenemos de concebir cualquiera otra realidad. Es también evidente que las ideas de las afecciones de los otros se convierten en las impresiones que ellas representan, y que la pasión surge en conformidad con la imagen que nos formamos de ella. Todo esto es asunto de la más corriente experiencia y no depende de ninguna hipótesis filosófica. La ciencia puede ser sólo admitida a explicar este fenómeno, aunque al mismo tiempo se debe confesar que es tan claro por sí mismo que hay poca ocasión de emplearla; pues aparte de la relación de causa y efecto, por la cual nos convencemos de la realidad de la pasión con la que simpatizamos, aparte de esto, digo, debemos ser auxiliados por las relaciones de semejanza y contigüidad para sentir la simpatía en su plena perfección. Y puesto que estas relaciones pueden convertir enteramente una idea en una impresión y hacer pasar la vivacidad de la última a la primera tan perfectamente que nada se pierda en la transición, podemos concebir fácilmente hasta qué punto la relación de causa y efecto, por sí sola, sirve para fortalecer y vivificar una idea. En la simpatía existe una conversión evidente de una idea en una impresión. Esta conversión surge de la relación del objeto con nosotros mismos. Nuestro propio yo nos es siempre íntimamente presente. Si comparamos todas estas circunstancias hallaremos que la simpatía corresponde exactamente a las operaciones de nuestro entendimiento y que aun contiene algo más sorprendente y extraordinario.
Ha llegado ya el momento de que volvamos nuestra vista de la consideración general de la simpatía a su influencia sobre el orgullo y la humildad, cuando estas pasiones surgen de la alabanza o censura, reputación o ignominia. Podemos observar que ninguna persona es alabada por otra con motivo de una cualidad que si fuese real no produjese sobre la persona que la posee orgullo. Los elogios se refieren al poder, riquezas, familia o virtud de aquélla, motivos todos de vanidad que ya hemos expuesto y explicado antes. Así, es cierto que si una persona se considera a sí misma bajo el mismo aspecto en que aparece a su admirador, recibirá de ello un placer separado y después experimentará orgullo o satisfacción de sí propia, de acuerdo con la hipótesis antes expuesta. Ahora bien: nada es más natural para nosotros que abrazar las opiniones de los demás en este particular, mediante la simpatía, que hace que sus sentimientos nos sean íntimamente presentes, y mediante el razonamiento, que nos hace considerar su juicio como una especie de argumento para lo que ellos afirman. Estos dos principios de autoridad y simpatía influyen en casi todas nuestras opiniones, pero tienen una peculiar influencia cuando juzgamos acerca de nuestro propio valor y carácter. Tales juicios van siempre acompañados de pasión y nada tiende más a perturbar nuestro entendimiento y a arrastrarnos a opiniones, aun irracionales, que su conexión con la pasión, la que, extendiéndose sobre la imaginación, concede una fuerza adicional a toda idea relacionada. A lo que podemos añadir que, siendo conscientes de la gran parcialidad en nuestro propio favor, nos sentimos particularmente halagados por todo lo que confirma la buena opinión que tenemos de nosotros mismos y molestados por todo lo que se opone a ella.
Todo esto parece muy probable en teoría; pero para lograr plena certidumbre en este razonamiento debemos examinar el fenómeno de las pasiones y ver si está de acuerdo con él.
Entre estos fenómenos podemos considerar como muy favorable para nuestro propósito el de que aunque la gloria en general es agradable, obtenemos una mayor satisfacción de la aprobación de aquellos que estimamos y aprobamos que la de aquellos que odiamos o despreciamos. Del mismo modo nos sentimos principalmente mortificados con el desprecio de las personas cuyo razonamiento consideramos de algún valor, y somos indiferentes en gran medida frente a las opiniones del resto del género humano. Si el espíritu, por un instinto original, obtuviera un deseo de gloria y una aversión de la infamia, la fama y la ignominia nos influirán sin distinción alguna, y toda opinión, según fuera favorable o desfavorable, excitaría igualmente este deseo o aversión. El juicio de un tonto es el juicio de otra persona lo mismo que el de un hombre sabio, y es tan sólo inferior en su influencia sobre nuestro propio juicio.
No sólo nos sentimos más halagados con la aprobación de un hombre sabio que con la de un tonto, sino que recibimos una satisfacción adicional de la primera cuando es obtenida después de un íntimo y largo trato. Esto se explica del mismo modo.
Las alabanzas de los otros jamás nos procuran mucho placer, a no ser cuando coinciden con nuestra propia opinión y nos ensalzan con motivo de aquellas cualidades en las cuales nos distinguimos principalmente. Un mero soldado estima en poco el carácter de elocuencia; un hombre civil, poco el valor; un obispo, el humor, y un comerciante, el saber. Sea la que quiera la estima que un hombre pueda tener por una cualidad considerada abstractamente, cuando es consciente de que no la posee, le causará un placer escaso la opinión del mundo entero en este respecto, y esto porque no será capaz jamás de estar de acuerdo con la opinión de los otros.