Tratado de la Naturaleza Humana (49 page)

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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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El grado de una pasión depende de la naturaleza de su objeto, y una afección dirigida a una persona que es considerada por nosotros como honorable invade y posee el espíritu mucho más que una pasión que tiene por objeto una persona que estimamos menos. Aquí, pues, la contradicción entre la tendencia de la imaginación y la pasión se presenta. Cuando dirigimos nuestro pensamiento desde un objeto grande a uno pequeño la imaginación halla más facilidad para pasar del pequeño al grande que del grande al pequeño; pero la afección, por el contrario, encuentra una mayor dificultad, y como las afecciones son un principio más poderoso que la imaginación, no es de admirar que prevalezcan y conduzcan al espíritu por su propio camino. A pesar de la dificultad de pasar de una idea de lo grande a la de lo pequeño, una pasión dirigida a lo primero produce siempre una pasión similar dirigida a lo segundo cuando lo grande y lo pequeño se hallan relacionados entre sí. La idea del criado, lleva nuestro pensamiento más fácilmente a la del amo, pero el odio del amo produce con mayor facilidad cólera o mala voluntad hacia el criado. La pasión más fuerte en este caso es la que tiene la precedencia, y no produciendo la adición de la más débil un cambio considerable en la disposición, el paso se hace de este modo más fácil y natural entre ellas.

Así como en el experimento precedente hallamos que una relación de ideas que por una particular circunstancia cesa de producir su efecto usual facilitando la transición de las ideas cesa igualmente de actuar sobre las pasiones, en el que sigue hallaremos la misma propiedad con respecto de las impresiones. Dos grados diferentes de la misma pasión se ponen en relación entre sí de un modo seguro; pero si el menor es el primero que se presenta no posee o posee en pequeño grado la tendencia a evacar el mayor, y esto porque la adición del mayor al menor produce una alteración más sensible del estado de ánimo que la adición del pequeño al grande. Estos fenómenos, si se consideran debidamente, serán pruebas convincentes de la hipótesis presente.

Estas pruebas serán confirmadas si consideramos la manera cómo el espíritu concilia la contradicción que yo he observado entre las pasiones y la imaginación.

La fantasía pasa con más facilidad de lo menor a lo mayor que de lo mayor a lo menor. Por el contrario, una pasión violenta produce más fácilmente una débil que una débil una violenta. En esta oposición, la pasión, en último término, prevalece sobre la imaginación; pero esto sucede comúnmente acomodándose la primera a la última y buscando alguna otra cualidad que pueda compensar el principio del que surge la oposición. Cuando amamos a un padre o cabeza de familia casi no pensamos en sus hijos o criados; pero cuando éstos se hallan presentes a nosotros o cuando podemos de algún modo servirlos, la proximidad y contigüidad en este caso aumenta su importancia o al menos suprime la oposición que la fantasía hace para la transición de los afectos. Si la imaginación halla una dificultad para pasar de lo grande a lo pequeño halla una igual facilidad para pasar de lo remoto a lo contiguo, lo que reduce el problema a una igualdad y deja la vía libre para el tránsito de una pasión a otra.

Octavo experimento. -He hecho observar que la transición del amor o el odio al orgullo o humildad es más fácil que la del orgullo o la humildad al amor u odio, y que la dificultad que la imaginación halla al pasar de lo contiguo a lo remoto es la causa de por qué sólo raramente tenemos un ejemplo de la transición últimamente citada de estas afecciones. Debo, sin embargo, hacer una excepción, a saber: cuando la verdadera causa del orgullo o la humildad se halla en alguna otra persona, pues en este caso la imaginación se ve obligada a considerar la persona y no imitar su consideración a nosotros mismos. Así, nada produce más rápidamente cariño o afección por una persona que su aprobación de nuestra conducta y carácter, como, por otra parte, nada inspira un odio tan grande como su censura o desprecio. Aquí es evidente que la pasión original es orgullo o humildad, cuyo objeto es el yo, y que esta pasión se transforma en amor u odio, cuyo objeto es alguna otra persona, a pesar de la regla que yo he establecido de que la imaginación pasa con dificultad de lo contiguo a lo remoto. La transición en este caso no se hace meramente por la relación existente entre nosotros y la otra persona, sino porque la otra persona es la causa real de nuestra primera pasión, y, en consecuencia, se halla ligada íntimamente con ella. Su aprobación es la que produce orgullo, su desaprobación la que produce humildad. No es, pues, de extrañar que la imaginación ande a la inversa su camino acompañada con las pasiones relacionadas del amor y el odio. Esto no es una contradicción, sino una excepción de la regla, y una excepción que surge de la misma razón que la regla misma.

Una excepción como ésta es más, por consiguiente, una confirmación de la regla. Y de hecho, si consideramos los ocho experimentos que hemos expuesto, hallaremos que el mismo principio aparece en todos ellos y que por medio de una transición que surge de una doble relación de impresiones e ideas se producen orgullo y humildad y amor y odio. Un objeto sin relación alguna o con una sola no produce jamás una de estas pasiones, y hallamos que la pasión varía siempre en conformidad con la relación. Es más, podemos observar que siempre que la relación, por alguna circunstancia particular, no tiene su efecto usual, produciendo una transición de ideas o impresiones, cesa de actuar sobre las pasiones y da lugar al orgullo o el amor, humildad u odio. Hallamos aún que esta regla se mantiene como buena a pesar de la apariencia de su contrario, y del mismo, modo que sabemos por experiencia que una relación no tiene efecto cuando el examen nos muestra ciertas circunstancias particulares que evitan la transición, en los casos en que esta circunstancia, aunque presente, no evita la transición se encuentra que este hecho surge de alguna otra circunstancia que compensa aquélla. Así, no sólo las variaciones se reducen por sí mismas en un principio general, sino las variaciones de las variaciones.

Sección III - Dificultades resueltas.

Ante tantas y tan evidentes pruebas, tomadas de la experiencia diaria y de la observación, parece superfluo entrar en el examen particular de todas las causas del amor y el odio. Emplearé, pues, el final de esta parte: primero, resolviendo algunas dificultades concernientes a causas particulares de estas pasiones, y segundo, examinando las afecciones compuestas que surgen de la combinación del amor y el odio con otras emociones.

Nada es más evidente que una persona adquiere nuestro cariño o está expuesta a nuestra mala voluntad según el placer o dolor que recibimos de ella, y que las pasiones acompañan exactamente a las sensaciones en todos sus cambios y variaciones.

Sean los que quieran los medios empleados, sus servicios, su belleza, su adulación para hacerse útil o agradable a nosotros, puede estar segura de nuestra afección, y del mismo modo, sean los que quieran los agravios o desagrados, jamás dejará de excitar nuestra cólera u odio. Cuando nuestra nación se halla en guerra con otra detestamos a ésta como poseyendo el carácter de cruel, pérfida, injusta y violenta; pero siempre nos estimamos, tanto a nosotros, como a nuestros aliados, como equitativos, moderados y clementes. Si el general de nuestros enemigos tuvo éxito, sólo con dificultad le concedemos la figura, y el carácter de un hombre. Es un hechicero, tiene comunicación con los demonios, como se dice de Oliverio Cromwell y del duque de Luxemburgo; es sangriento, y se complace en la muerte y la destrucción.

Si el éxito cae de nuestra parte, nuestro jefe tiene todas las cualidades opuestas, y es un modelo de virtud, de valor y de noble conducta. A su perfidia llamamos sagacidad; su crueldad es un mal inseparable de la guerra. En resumen: tendemos a hacer desaparecer o a dignificar cada una de sus faltas, dotándolas con el nombre de la virtud que se les aproxima. Es evidente que el mismo modo de pensar reina en la vida corriente.

Hay algunos que añaden otra condición y exigen no solamente que el dolor y el placer surjan de una persona, sino también que surjan a sabiendas y con un particular designio e intención. Un hombre que nos hiere y ofende por accidente no llega a ser nuestro enemigo por esto, ni nos sentimos ligados por lazos de gratitud con el que nos hace un servicio de la misma manera. Por la intención juzgamos de las acciones, y según ésta es buena o mala, llegan a ser aquéllas causas de amor u odio.

Aquí debemos hacer una distinción. Si la cualidad de otro que agrada o desagrada es constante e inherente a la persona y carácter, causará amor u odio independiente de la intención; de otro modo se requieren un conocimiento y designio para originar estas pasiones. Una persona que sea desagradable por su fealdad o insensatez es objeto de nuestra aversión, aunque nada es más cierto que dicha persona no tiene la menor intención de desagradarnos por estas cualidades; pero si el desagrado procede de una acción, no de una cualidad, que es producida y desaparece en un momento, es necesario, para producir alguna relación y enlazar esta acción suficientemente con la persona, que se derive de un particular pensamiento y designio previo. No es suficiente que la acción surja de la persona y la tenga como su inmediata causa y autor. Esta relación sola es demasiado débil e inconstante para ser el fundamento de estas pasiones. No alcanza a la parte sensible y pensante, y ni procede de algo durable en ella ni deja algo tras de sí, sino que pasa en un momento y como si nunca hubiera existido. Por el contrario, una intención muestra ciertas cualidades, que aneciendo después que la acción ha sido realizada la enlazan con la persona y facilitan la transición de ideas de la una a la otra. Jamás podemos pensar en ella sin reflexionar sobre estas cualidades, a menos que el arrepentimiento y un cambio de vida hayan producido una alteración en este respecto, caso en el que la pasión se halla en cierto modo alterada. Esto es, por consiguiente, una razón de por qué se requiere una intención para excitar amor u odio.

Debemos además considerar que una intención, además de fortalecer la relación de ideas, es necesaria frecuentemente para producir una relación de impresiones y dar origen al placer y al dolor, pues se puede observar que el elemento principal de una injuria es el desprecio y odio que se revela en la persona que nos injuria, y sin esto la mera afrenta nos produce un dolor menos sensible. Del mismo modo, un favor es agradable capitalmente porque halaga nuestra vanidad y es una prueba de cariño y estima por parte de la persona que lo realiza. Al desaparecer la intención hace desaparecer la mortificación en un caso y la vanidad en el otro, y debe así, en consecuencia, producir una notable disminución en las pasiones de amor y odio.

Concedo que estos efectos, que provienen de la supresión del designio y que consisten en disminuir la relación de las impresiones y las ideas, no son totales y que tampoco son capaces para suprimir totalmente estas relaciones; pues puedo arme ahora si la supresión del designio es capaz de suprimir la pasión de amor u odio. La experiencia, estoy seguro de ello, nos muestra lo contrario, y nada es más cierto que los hombres frecuentemente caen en una cólera violenta por injurias que ellos mismos deben confesar que han sido involuntarias y accidentales. Esta emoción, sin embargo, no puede ser de larga duración, pero es bastante para mostrar que existe una conexión natural entre dolor y cólera y que la relación de impresiones operará sobre la base de una débil relación de ideas. Sin embargo, cuando la violencia de la impresión se halla algo atenuada el defecto de la relación comienza a ser mejor notado, y como el carácter de la persona no se halla de ningún modo incluido en tales injurias, que son casuales e involuntarias, sucede rara vez que experimentemos con respecto de ella una enemistad duradera.

Para ilustrar esta doctrina con un ejemplo correspondiente podemos hacer notar que no sólo el dolor que procede de otra persona por accidente tiene poca fuerza para excitar una pasión, sino que también sucede lo mismo con aquel que procede de una necesidad o deber reconocido. Uno que tenga el designio real de dañarnos, no naciendo éste de odio ni de mala voluntad, sino de la justicia y equidad, no provoca por nuestra parte odio hacia él si somos en algún grado razonables; sin embargo, él es la causa, y la, causa conocida, de nuestro sufrimiento. Examinemos un poco este fenómeno.

Es evidente, en primer lugar, que esta circunstancia no es decisiva, y aunque pueda ser capaz de disminuir las pasiones rara vez puede suprimirlas. ¡Qué pocos criminales existen que no experimenten mala voluntad por los que los acusan o por el juez que los condena, aunque son conscientes de que son merecedores de ello! De igual modo, nuestro antagonista en un pleito o nuestro competidor para un empleo son considerados habitualmente como enemigos, aunque debemos reconocer, si reflexionamos un momento, que sus motivos son tan justificables como los nuestros.

Además, podemos considerar que cuando recibimos daño por parte de una persona nos inclinamos a imaginarla como criminal, y sólo con extrema dificultad reconocemos su justicia o inocencia. Esta es una prueba clara de que, independientemente de la opinión de la intención dañina, todo daño o dolor tiene la tendencia natural a excitar nuestro odio y que después buscamos las razones que puedan justificar y fundamentar la pasión. Aquí la idea del daño no produce la pasión, sino que surge de ella.

No es de extrañar que la pasión produzca la opinión de la injuria, pues de otro modo tendría que sufrir una considerable disminución, lo que todas las pasiones evitan tanto como es posible. La supresión del daño puede suprimir la cólera sin probar que la cólera surge sólo de la injuria. El daño y la justicia son dos objetos contrarios, de los cuales uno tiene la tendencia a producir odio y otro amor, y según sus diferentes grados y nuestro particular modo de pensar prevalece uno de los objetos y excita la pasión que le es propia.

Sección IV - Del amor producido por las relaciones.

Habiendo dado una razón de por qué varias acciones que causan un placer o dolor real no excitan ningún grado o excitan un grado mínimo de las pasiones de amor u odio hacia sus autores, será necesario mostrar en qué consiste el placer o desagrado de varios objetos que por experiencia sabemos que producen estas pasiones.

De acuerdo con el precedente sistema, se requiere siempre una doble relación de impresiones e ideas entre la causa y el efecto para producir amor u odio. Pero aunque esto es universalmente válido es de notar que la pasión del amor puede ser producida por una relación sola de un género diferente, a saber: la existente entre nosotros y el objeto, o, hablando más propiamente, que esta relación va acompañada siempre de las otras dos. Todo lo que se halla unido a nosotros por algún lazo puede seguramente ser el objeto de nuestro amor, de un modo proporcional a esta relación, sin necesidad de indagar sus otras propiedades. Así, la relación de sangre produce el lazo más fuerte de que el espíritu es capaz en el amor de los padres a los hijos, y en menor grado, la misma afección cuando la relación disminuye. No sólo la uinidad tiene este efecto, sino cualquier otra relación, sin excepción. Amamos a nuestros compatriotas, a nuestros vecinos, a los que hacen un trabajo análogo al nuestro, a los que ejercen nuestra misma profesión y hasta aquellos que llevan nuestro nombre. Cada una de estas relaciones se estima como un lazo y tiene un reducido derecho a requerir nuestra afección.

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