Tratado de la Naturaleza Humana (62 page)

Read Tratado de la Naturaleza Humana Online

Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
13.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se puede objetar de hecho que una simpatía remota de este género es un fundamento muy poco sólido para una pasión y que tanta industria y aplicación como observamos frecuentemente entre los filósofos no pueden ser derivadas de un original tan poco considerable. Pero vuelvo aquí a lo que ya he hecho notar, a saber: que el placer del estudio consiste capitalmente en la acción del espíritu, y el ejercicio del genio y el entendimiento, en el descubrimiento y comprensión de la verdad. Si la importancia de la verdad se requiere para completar el placer, no es porque traiga una considerable adición a nuestro goce, sino tan sólo porque se requiere para fijar nuestra atención. Cuando nos hallamos descuidados e inatentos, la misma acción del entendimiento no tiene efecto sobre nosotros ni es capaz de producir la satisfacción que surge de ella cuando nos hallamos en otra disposición.

Sin embargo, además de la acción del espíritu, que es el fundamento principal del placer, se requiere igualmente un grado de éxito en el logro del fin o el descubrimiento de lo verdadero que examinamos. Acerca de este asunto puedo hacer una indicación general que puede ser útil en muchas ocasiones, a saber: que cuando el espíritu persigue un fin con pasión, aunque la pasión no se derive originalmente de este fin, sino tan sólo de la acción y persecución, por el curso natural de nuestras afecciones llegamos a interesarnos por el fin mismo y nos sentimos desagradados por algún desengaño con que tropecemos en su consecución. Esto procede de la relación y dirección paralela de las pasiones antes mencionada.

Para ilustrar todo esto por un ejemplo similar observaré que no puede haber dos pasiones más semejantes entre sí que las de la caza y la filosofía, sea la que sea la desproporción que aparezca a primera vista entre ellas. Es evidente que el placer de la caza consiste en la acción del cuerpo y el espíritu, el movimiento, la atención, la dificultad y la incertidumbre. Es evidente igualmente que estas acciones pueden ir acompañadas de una idea de utilidad para tener un efecto sobre nosotros. Un hombre de gran fortuna y lo menos avaro posible, aunque encuentre un placer cazando perdices y faisanes, no experimenta satisfacción alguna tirando a cuervos y urracas, y esto porque considera a los primeros como buenos para comer y a los últimos como enteramente inútiles. Es cierto que aquí la utilidad o importancia por sí misma no causa una pasión real, sino que se requiere tan sólo para sostener a la imaginación, y la misma persona que no aprecie un provecho diez veces mayor en otros asuntos se divierte llevando a casa una docena de becadas o avefrías después de haber empleado varias horas en su caza. Para hacer el paralelo entre la caza y la filosofía más completo, podemos observar que, aunque en ambos casos el fin de nuestra acción pueda ser en sí mismo desdeñado, en el calor de la acción adquirimos una atención tal por este fin que nos desagradan en extremo las desilusiones y nos entristecemos cuando perdemos nuestra caza o cometemos un error en el razonamiento.

Si deseamos otro paralelo para estas afecciones podemos considerar la pasión del juego, que procura un placer por los mismos principios que la caza y la filosofía.

Se ha hecho ya notar que el placer del juego surge no del interés sólo, puesto que muchos abandonan un provecho seguro por esta diversión, ni tampoco del juego por sí mismo, pues estas mismas personas no hallan satisfacción alguna cuando juegan sin interés de algo, sino que procede de estas dos causas unidas, aunque separadas no tengan ningún efecto. Sucede aquí lo mismo que en ciertas preparaciones químicas, en las que la mezcla de dos líquidos claros y transparentes produce un tercer líquido opaco y coloreado.

El interés que ponemos en un juego domina nuestra atención, sin lo que no podemos hallar ningún placer ni en esta ni en otras acciones. Una vez dominada la atención, la dificultad, la variación y los rápidos cambios de fortuna nos interesan más aún, y de este interés surge nuestra satisfacción. La vida humana es un escenario tan aburrido, y los hombres, en general, de una disposición tan indolente, que todo lo que los distrae, aunque sea mediante una pasión mezclada con dolor, les produce en lo capital un placer apreciable. Este placer se aumenta aquí por la naturaleza de los objetos, que siendo perceptibles y de escasa extensión son comprendidos con facilidad y agradables a la imaginación.

La misma teoría que explica el amor a la verdad en las matemáticas y el álgebra puede hacerse extensiva a la moral, la política, la filosofía natural y otros estudios en los que no consideramos las relaciones abstractas de las ideas, sino sus enlaces reales y su existencia. Junto al amor del conocimiento que se manifiesta en las ciencias existe una cierta curiosidad implantada en la naturaleza humana y que es una pasión derivada de un principio muy diferente. Algunas personas experimentan un deseo insaciable de conocer las acciones y circunstancias de sus vecinos, aunque su interés no se dirija a ellos en lo más mínimo y deban depender de otros en esta información, en cuyo caso no existe lugar para el estudio y aplicación. Busquemos la razón de este fenómeno.

Ha sido probado extensamente que la influencia de la creencia consiste en vivificar y fijar una idea en la imaginación y evitar todo género de duda o incertidumbre acerca de ella. Estas dos circunstancias son ventajosas. Por la vivacidad de la idea interesamos a la fantasía y producimos, aunque en menor grado, el mismo placer que surge de una pasión moderada. Del mismo modo que la vivacidad de la idea produce placer, su certeza impide el dolor, por fijar una idea particular en el espíritu y evitar que oscile en la elección de sus objetos. Es una propiedad de la naturaleza humana, notable en muchas ocasiones y común al cuerpo y al espíritu, que los cambios demasiado repentinos y violentos nos son desagradables y que aunque algunos objetos puedan ser en sí mismos indiferentes su alteración produce dolor. Como la esencia de la duda es causar una variación en el pensamiento y transportarnos repentinamente de una idea a otra, debe, por consiguiente, producir dolor. Este dolor se presenta capitalmente cuando el interés, la relación o la grandeza y novedad de un suceso nos hace interesarnos por él. No es cualquier asunto lo que nos inspira curiosidad, sino tan sólo aquellos que tenemos interés por conocer. Es suficiente que una idea nos impresione con tanta fuerza y nos preocupe tan inmediatamente que nos produzca un dolor por su instabilidad e inconstancia. A un extranjero, cuando llega por primera vez a una ciudad debe serle enteramente indiferente conocer la historia y las aventuras de los habitantes; pero cuando los conoce más y ha vivido un tiempo considerable entre ellos adquiere la misma curiosidad que sus naturales. Cuando leemos la historia de una nación podemos tener un deseo ardiente de aclarar una duda o dificultad que se presente en ella; pero no nos importan estas investigaciones si las ideas de estos sucesos están muy olvidadas.

Libro Tercero - De la Moral

Rara temporum felicitas, ubi sentire
quae velis et quae sentias dicere licet.
TÁCITO.

Parte Primera - De la virtud y el vicio en general
Sección I - Las distinciones morales no se derivan de la razón.

Existe un inconveniente que acompaña a todo razonamiento abstruso, a saber: que puede hacer callar a su antagonista sin convencerle y que requiere el mismo intenso estudio para hacernos sensible su fuerza que el que fue preciso para su invención. Cuando abandonamos nuestro gabinete y entramos en los asuntos de la vida corriente, sus conclusiones parecen desvanecerse lo mismo que los fantasmas de la noche cuando llega la mañana, y nos es difícil hasta retener la conclusión que hemos alcanzado con dificultad. Esto es aún más notable en una larga cadena de razonamientos, donde debemos conservar hasta el fin la evidencia de las primeras proposiciones y donde frecuentemente perdemos de vista las máximas más generalmente admitidas, ya en la filosofía, ya en la vida común. Sin embargo, no pierdo la esperanza de que el presente sistema de filosofía adquiera nueva fuerza al mismo tiempo que avanza y de que nuestros razonamientos referentes a la moral corroboren lo que ha sido dicho acerca del entendimiento y las pasiones. La moralidad es un asunto que nos interesa más que ningún otro; imaginamos que la paz de la sociedad se halla en riesgo en toda decisión que concierne a aquélla, y es evidente que este interés debe hacer que nuestras especulaciones aparezcan más reales y sólidas que si el asunto nos fuese en gran medida indiferente. Lo que nos afecta, concluimos, no puede ser una quimera, y como nuestra pasión se halla comprometida en uno u otro lado de la cuestión, pensamos, naturalmente, que ésta se halla dentro de los límites de la comprensión humana, lo que en otros casos de la misma naturaleza podría sugerir alguna duda. Sin esta ventaja jamás me hubiese aventurado a escribir un tercer volumen de una filosofía tan abstrusa en una época en que la mayor parte de los hombres parecen convenir en convertir la lectura en una diversión y en rechazar todo lo que requiere algún grado considerable de atención para ser comprendido.

Se ha hecho observar que nada se halla siempre presente al espíritu más que sus percepciones y que todas las acciones de ver, oír, juzgar, amar, odiar y pensar caen bajo esta denominación. El espíritu no puede desenvolverse en una acción que no pueda ser comprendida bajo el nombre de percepción, y, por consiguiente, este término no es menos aplicable a los juicios por los que distinguimos el bien del mal que a toda otra actividad del espíritu. El aprobar un carácter y el condenar otro son sólo diferentes percepciones.

Ahora bien: como las percepciones se dividen en dos géneros, a saber: impresiones e ideas, esta distinción da lugar a la cuestión de con cuáles de ellas empezaremos nuestra presente investigación referente a la moral, de si es por medio de nuestras ideas o de nuestras impresiones como distinguimos entre vicio y virtud y proclamamos una acción censurable o meritoria. Esto evitará inmediatamente todos los discursos vacíos y vanas declamaciones y nos reducirá a algo preciso y exacto en el presente asunto.

Todos los sistemas que afirman que la virtud no es más que la conformidad con la razón, que existe una adecuación e inadecuación eterna de las cosas, que es la misma para todo ser racional que la considera, que la medida inmutable de lo justo y lo injusto impone una obligación no sólo a las criaturas humanas, sino a la divinidad, coinciden en la opinión de que la moralidad, lo mismo que la verdad, es conocida meramente por las ideas y por su yuxtaposición y comparación. Por consiguiente, para juzgar estos sistemas necesitamos tan sólo considerar si es posible distinguir sólo por la razón entre bien y mal o si es necesario que concurran otros principios para permitirnos hacer esta distinción.

Si la moralidad no tuviese naturalmente influencia sobre las pasiones y acciones humanas sería inútil tomarse tantos trabajos para inculcarla, y nada sería más estéril que la multitud de reglas y preceptos en que todos los moralistas abundan. La filosofía se divide comúnmente en especulativa y práctica, y como la moralidad se comprende siempre en la última parte, se supone que influye sobre nuestras pasiones y acciones y va más allá de los tranquilos e indolentes juicios del entendimiento. Esto se halla confirmado por la experiencia corriente, que nos informa de que los hombres están frecuentemente gobernados por sus deberes y se apartan de algunas acciones por la idea de la injusticia, mientras que son impelidos a otras por la de obligación.

Puesto que la moral tiene una influencia sobre las acciones y afecciones, se sigue que no puede derivarse de la razón, y esto porque la razón por sí sola, como ya hemos probado, no puede tener esta influencia. La moral excita las pasiones y produce o evita acciones. La razón por sí misma es completamente impotente en este respecto. Las reglas de la moralidad, por consiguiente, no son conclusiones de nuestra razón.

Creo que nadie negará la exactitud de esta inferencia; no existe, además, otro medio de evadirla que negar el principio en el cual se funda. Mientras se conceda que la razón no tiene influencia sobre nuestras pasiones y acciones es en vano pretender que la moralidad se descubre solamente por una deducción de la razón. Un principio activo no puede fundarse jamás en uno inactivo, y si la razón es inactiva por sí misma debe permanecer siéndolo en todas sus formas y apariencias, ya se ejerza en asuntos naturales o morales, ya considere las propiedades de los cuerpos externos o las acciones de los seres racionales.

Sería pesado repetir aquí todos los argumentos por los que he probado que la razón es perfectamente inerte y no puede ni prevenir ni producir una acción o afecto.

Sería fácil recordar lo que ha sido dicho acerca de este asunto. Solamente indicaré en esta ocasión uno de los argumentos, que intentaré hacer aún más concluyente y más aplicable al presente asunto.

La razón es el descubrimiento de la verdad y falsedad. La verdad o falsedad consiste en la concordancia o discordancia con las relaciones reales de las ideas o con la existencia real y los hechos. Todo lo que, por consiguiente, no es susceptible de esta concordancia o discordancia es incapaz de ser verdadero o falso y no puede ser nunca un objeto de nuestra razón. Ahora bien: es evidente que nuestras pasiones, voliciones y acciones no son susceptibles de una concordancia o discordancia tal por ser los hechos y realidades originales completos en sí mismos y no implicar referencia a otras pasiones, voliciones y acciones. Es imposible, por consiguiente, que puedan ser estimadas como verdaderas o falsas y que sean contrarias a la razón o conformes con ella.

Este argumento tiene una doble ventaja para nuestro presente propósito, pues prueba directamente que las acciones no pueden derivar su mérito de la conformidad con la razón ni su demérito de una oposición con ella, y prueba la misma verdad indirectamente, mostrándonos que la razón no puede de un modo inmediato evitar o producir una acción oponiéndose a ella o aprobándola, y que, por lo tanto, no puede ser la fuente del bien y el mal moral, que vemos que tienen esta influencia. Las acciones pueden ser laudables o censurables; pero no pueden ser razonables o irracionales: laudable y censurable, por consiguiente, no es lo mismo que razonable e irracional. El mérito y demérito de las acciones contradicen frecuentemente y a veces se oponen a nuestras inclinaciones naturales. Pero la razón no tiene una influencia tal. Las distinciones morales, por consiguiente, no son un producto de la razón. La razón es completamente inactiva y no puede ser jamás la fuente de un principio activo, como la conciencia o el sentido moral.

Other books

Majoring In Murder by Jessica Fletcher
The Scarlet Sisters by Myra MacPherson
Time's Echo by Pamela Hartshorne
Diamond Revelation by Sheila Copeland
The White Schooner by Antony Trew