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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

Tratado de la Naturaleza Humana (66 page)

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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La propiedad de un hombre se supone que se halla defendida contra todo mortal en todo caso posible; pero la benevolencia privada es y puede ser más débil en unas personas que en otras, y en varias, o de hecho en muchas, debe faltar absolutamente.

La benevolencia privada, por consiguiente, no es el motivo original de la justicia.

De todo esto se sigue que nosotros no tenemos un motivo real o universal para observar las leyes de la equidad más que la misma equidad y mérito de esta observancia, y como ninguna acción puede ser equitativa o meritoria cuando no puede surgir de algún motivo separado, existe aquí un sofisma evidente y un razonamiento en círculo. Por consiguiente, a menos que concedamos que la naturaleza ha establecido un sofisma y lo ha hecho necesario e inevitable, debemos admitir que el sentido de la justicia e injusticia no se deriva de la naturaleza, sino que surge artificialmente, aunque necesariamente, de la educación y convenciones humanas.

Debo añadir, como un corolario de este razonamiento, que puesto que ninguna acción puede ser laudable o censurable sin algún motivo o pasiones que impelan a ello, distintas del sentido de la moral, estas ocasiones diferentes deben tener una gran influencia sobre este sentido. De acuerdo con su fuerza general en la naturaleza humana, alabamos o censuramos. Al juzgar la belleza de los cuerpos de los animales dirigimos nuestra vista a la disposición de ciertas especies, y cuando los miembros y figura observan la proporción común a esta especie declaramos que es hermosa y bella. De igual manera consideramos siempre la fuerza natural y usual de las pasiones cuando determinamos algo concerniente al vicio y la virtud, y cuando las pasiones se apartan mucho de la medida común, en cualquier sentido, son siempre desaprobadas como viciosas. Un hombre quiere más a sus hijos que a sus sobrinos, a sus sobrinos más que a sus primos y a sus primos más que a los extraños, siendo iguales las restantes circunstancias. De aquí surgen nuestras reglas comunes del deber, prefiriendo los unos a los otros. Nuestro sentido del deber sigue siempre el curso común y natural de nuestras pasiones.

Para evitar ofender, debo observar aquí que cuando niego que la justicia sea una virtud natural hago uso de la palabra natural como contrapuesta a artificial. En otro sentido de la palabra: como ningún principio del espíritu humano es más natural que el sentido de la virtud, ninguna virtud es más natural que la justicia. El género humano es una especie dotada del don de invención, y cuando una invención es clara y absolutamente necesaria puede considerarse tan natural como lo que procede de un modo inmediato de principios originales, sin la intervención del pensamiento o reflexión. Aunque las reglas de la justicia sean artificiales, no son arbitrarias. No es una expresión impropia llamarlas leyes de la naturaleza, si por natural entendemos lo que es común a una especie o aun si designamos por ello lo que es inseparable de las especies.

Sección II - Del origen de la justicia y la propiedad.

Procedamos ahora a examinar dos cuestiones: la que concierne al modo como las reglas de la justicia son establecidas por el artificio del hombre y la concerniente a las razones que nos determinan a atribuir a la observancia o descuido de estas reglas una belleza y deformidad moral. Estas cuestiones aparecerán después como diferentes. Empezaré por la primera.

De todos los animales que pueblan nuestro globo no hay ninguno con el que la naturaleza parece (a primera vista) haberse conducido con más crueldad que el hombre, si se tienen en cuenta las exigencias y necesidades con que le ha dotado y los escasos medios con que ella proporciona la satisfacción de estas necesidades. En otros seres estas dos cosas se compensan entre sí. Si consideramos el león como animal voraz y carnívoro veremos pronto que tiene muchas necesidades; pero si dirigimos nuestra vista a su estructura y temperamento, agilidad, valor, armas y fuerza veremos que estas ventajas compensan sus necesidades. La oveja y el buey se hallan privados de estas ventajas, pero sus apetitos son moderados y su alimento es fácil de buscar. Tan sólo en el hombre este enlace no natural de debilidad y necesidad puede observarse en su mayor perfección. No sólo el alimento que se requiere para su sustento huye ante su busca y proximidad, o por lo menos requiere de su trabajo para ser producido, sino que también debe poseer vestidos y habitación contra las injurias de la intemperie, y considerándole en sí mismo, no se halla provisto ni de armas, ni de fuerza, ni de otras habilidades naturales que pudieran servir en algún grado para obviar tantas necesidades.

Sólo por la sociedad es capaz de suplir estos defectos y alcanzar la igualdad con los restantes seres y hasta adquirir la superioridad sobre ellos. Por la sociedad todas sus debilidades se compensan, y aunque en esta situación sus exigencias se multiplican en cada momento, sus capacidades se aumentan todavía y le dejan en todo respecto más satisfecho y feliz que le es posible estarlo en su condición salvaje y solitaria. Cuando un individuo trabaja aparte y sólo por sí mismo, su fuerza es demasiado escasa para ejecutar una obra considerable; su trabajo, empleándose en satisfacer todas sus diferentes necesidades, no alcanza nunca la perfección en un arte particular, y como su fuerza y éxito no son siempre iguales, la más pequeña falta en una de estas artes particulares debe ir acompañada de la ruina y miseria inevitables. La sociedad aporta un remedio para estos tres inconvenientes. Por la unión de las fuerzas nuestro poder se aumenta; por la división del trabajo nuestra habilidad crece, y por el auxilio mutuo nos hallamos menos expuestos a la fortuna y los accidentes.

Por esta fuerza, habilidad y seguridad adicionales llega a ser la sociedad ventajosa.

Para formar la sociedad se requiere no solamente que ésta sea ventajosa, sino que los hombres sean sensibles a estas ventajas, y es imposible que en su estado salvaje e inculto puedan, por el estudio y reflexión tan sólo, llegar a alcanzar este conocimiento. Afortunadamente se halla unida a estas necesidades, cuyos remedios son remotos y obscuros, otra necesidad que, teniendo un remedio más presente y claro, debe ser considerada como el principio primero y original de la sociedad humana. Esta necesidad no es otra más que el apetito sexual, que une a los individuos de diferente sexo y mantiene su unión hasta que un nuevo lazo surge con su interés por la prole común. Este nuevo interés es también un principio de unión entre padres e hijos, y forman una sociedad más numerosa, en la que los padres gobiernan por su mayor fuerza y sabiduría y al mismo tiempo son moderados en el ejercicio de esta autoridad por el afecto que profesan a sus hijos. En poco tiempo la costumbre y el hábito, actuando sobre las tiernas almas de los hijos, los hacen sensibles a las ventajas que pueden sacar de la sociedad, al mismo tiempo que los hacen gradualmente también aptos para ella, disminuyendo su rudeza y reprimiendo las afecciones insociales que evitan su unión.

Pues debe reconocerse que aunque las circunstancias de la naturaleza humana puedan hacer la unión necesaria, y aunque las pasiones sexuales y la afección natural parezcan hacerla inevitable, sin embargo, existen otras particularidades en nuestro temperamento natural y en las circunstancias externas que son nocivas y aun contrarias a la unión requerida. Entre las primeras podemos estimar justamente como la más considerable al egoísmo. Me doy cuenta que, hablando en general, las exposiciones de estas cualidades han ido demasiado lejos y que las descripciones que ciertos filósofos gustan hacer del género humano están en este particular tan lejanas de la naturaleza como las noticias de los monstruos que encontramos en las fábulas y narraciones. Muy lejos de pensar que los hombres no sienten afecto por nada que vaya más allá de ellos, opino que, aunque es raro encontrar alguien que quiera más a otra persona que a sí mismo, sin embargo, es difícil no hallar una persona en quien todos los afectos reunidos no equilibren al egoísmo. Consultemos la experiencia común: se verá que aunque los gastos de toda la familia están, en general, bajo la dirección del jefe de la misma, sin embargo, existen pocos de ellos que no concedan la mayor parte de sus fortunas a los placeres de sus mujeres y a la educación de sus hijos, reservando la más pequeña parte para su propio uso y entretenimiento. Esto es lo qué podemos observar con respecto a aquellos que han contraído ciertos lazos, y es de presumir que sucedería lo mismo con los otros si se hallasen en análoga situación.

Aunque esta generosidad debe ser reconocida para el honor del género humano, debemos al mismo tiempo notar que una afección tan noble, en lugar de hacer al hombre apto para las sociedades extensas, es casi tan contrario a ellas como el más estrecho egoísmo, pues mientras que cada persona se ama más a sí misma que a los otros y su amor por los otros encierra el más grande afecto por sus relaciones y próximos, debe producir esto una oposición de pasiones y una consecuente oposición de acciones, que no pueden menos de ser peligrosas para la unión nuevamente establecida.

Sin embargo, merece ser notado que esta oposición de pasiones iría acompañada sólo de un pequeño peligro si no se uniese con ella una particularidad de las circunstancias externas, que aporta la oportunidad para que se ejerza. Existen tres especies de bienes de los que somos poseedores: la satisfacción interna de nuestros espíritus, las ventajas externas de nuestro cuerpo y los goces de las posesiones que hemos adquirido por nuestra industria y buena fortuna. Nos hallamos perfectamente seguros del goce de la primera. La segunda nos puede ser arrebatada, pero no puede ser ventajosa al que nos priva de su uso. La última solamente puede ser expuesta a la violencia y puede ser transferida sin sufrir alguna pérdida o alteración, mientras que al mismo tiempo no existe cantidad suficiente para satisfacer los deseos y necesidades de todo. Del mismo modo que el cultivo de estos bienes es la ventaja capital de la sociedad, son la instabilidad de su posesión y su escasez sus impedimentos capitales.

En vano esperaremos encontrar en la naturaleza inculta un remedio para este inconveniente o hallar un principio natural del espíritu humano que pueda controlar estas afecciones parciales y hacernos vencer las tentaciones que surgen de las circunstancias. La idea de la justicia no podrá nunca servir para este propósito o ser tomada por un principio natural capaz de inspirar a los hombres una conducta equitativa con respecto de sus semejantes. Esta virtud, tal como ahora se entiende, no fue ni aun soñada entre los hombres rudos y salvajes, pues la noción de daño o injusticia implica una inmoralidad o vicio cometido contra otra persona, y como toda inmoralidad se deriva de algún defecto o corrupción de las pasiones, y como este defecto debe ser apreciado en gran medida según el curso ordinario y naturaleza de la constitución del espíritu, será fácil conocer si somos culpables de una inmoralidad para con los otros, considerando las fuerzas naturales y usuales y las varias afecciones que se refieren a ellas. Ahora bien: resulta que, en la estructura original de nuestro espíritu, nuestra más intensa atención se halla confinada a nosotros mismos; la que le sigue, a nuestras relaciones y próximos, y solamente la más débil es la que alcanza a los extranjeros y las personas que nos son indiferentes. Esta parcialidad, así, pues, afección desigual, no sólo debe tener influencia en nuestra vida y conducta en la sociedad, sino también sobre nuestras ideas de vicio y de virtud de modo que nos haga considerar una notable transgresión de un grado tal de parcialidad, ya sea por una mayor extensión o restricción de estas afecciones, como viciosa o inmoral. Podemos observar esto en nuestros juicios comunes concernientes a las acciones por las que censuramos a una persona que o concentra todas sus afecciones en la familia, o le interesa ésta tan poco que da la preferencia a un extraño o a un conocimiento casual. De todo lo que se sigue que nuestras ideas naturales, no cultivadas, de la moralidad, en lugar de aportar un remedio para la parcialidad de nuestras afecciones, se conforman más bien con esta parcialidad y le conceden una fuerza e influencia adicional.

El remedio, por consiguiente, no se deriva de la naturaleza, sino del artificio, o, propiamente hablando, la naturaleza aporta un remedio en el juicio y el entendimiento para lo que es irregular y nocivo en las afecciones, pues cuando los hombres por su temprana educación en la sociedad han llegado a ser sensibles a las ventajas que resultan de ella y además han adquirido una nueva afección por la compañía y conversación, y cuando han observado que las principales perturbaciones en la sociedad surgen de los bienes que podemos llamar externos y de su fácil desligamiento y transición de una persona a otra, deben buscar un remedio colocando estos bienes, en tanto que es posible, sobre el mismo pie que las ventajas fijas y constantes del espíritu y el cuerpo. Esto no puede suceder más que por una convención realizada entre todos los miembros de la sociedad, con el fin de conceder estabilidad a los bienes externos y permitir a cada uno el disfrute pacífico de lo que puede adquirir por su fortuna e industria. Por este medio todo el mundo conoce lo que puede poseer seguramente y las pasiones son dominadas en sus movimientos parciales y contradictorios. Este dominio no es contrario a estas pasiones, pues si lo fuese no se hubiera establecido ni mantenido nunca, y sólo es contrario a los movimientos del ánimo precipitados e impetuosos. En lugar de apartarnos de nuestro propio interés o del de nuestros más próximos amigos, absteniéndonos de apoderarnos de lo que poseen los otros, no podemos tener en cuenta mejor estos intereses que por una convención tal, ya que por medio de ella hacemos que subsista la sociedad, que es tan necesaria para su bienestar y existencia como para la nuestra.

Esta convención no es del género de la promesa, pues hasta las promesas mismas, como veremos más adelante, surgen de las convenciones humanas. Es solamente un sentido general del interés común, sentido que todos los miembros de la sociedad expresan mutuamente y que los induce a regular su conducta por ciertas normas. Yo observo que convendrá para mi interés dejar a otro en la posesión de sus bienes, suponiendo que él se conduzca de la misma manera con respecto a mí. Este es sensible de un interés igual en la regulación de su conducta. Cuando este sentido común del interés se expresa mutuamente y es conocido por ambas partes produce una resolución y conducta consecuente. Esto puede llamarse de un modo bastante exacto convención o acuerdo entre nosotros, aunque sin la interposición de una promesa, puesto que las acciones de cada uno de nosotros poseen una relación con la de los otros y son realizadas bajo el supuesto de que algo se realiza de su parte. Dos hombres que mueven los remos de un bote lo hacen por un acuerdo o convención, aunque ellos no se han prestado jamás una promesa mutua. La regla que concierne a la estabilidad de nuestras posiciones no se deriva menos de las convenciones humanas, que surgen gradualmente y adquieren fuerza en una lenta progresión por nuestra experiencia repetida de los inconvenientes de no cumplirla. Por el contrario, esta experiencia nos asegura más que el sentido del interés se ha hecho común entre nuestros conciudadanos y nos proporciona la confianza de la regularidad futura de su conducta; solamente en la espera de ésta se fundan nuestra moderación y abstinencia. Del mismo modo todas las lenguas se establecen gradualmente, aunque sin promesa. De igual modo el oro y la plata llegan a ser los tipos comunes de cambio y son estimados como un pago suficiente para lo que vale cien veces más.

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