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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

Tratado de la Naturaleza Humana (65 page)

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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Mientras tanto, no estará fuera de lugar observar, partiendo de estas definiciones de natural y no natural, que nada puede ser menos filosófico que los sistemas que afirman que la virtud es lo mismo que lo natural y el vicio que lo innatural, pues en el primer sentido de la palabra, estando la naturaleza contrapuesta a los milagros, la virtud y el vicio son igualmente naturales, y en el segundo, como opuesta a lo que no es usual, se hallaría quizá que la virtud sería menos natural. En último término debe concederse que la virtud heroica, no siendo usual, es mucho menos natural que la más brutal barbarie. Según el tercer sentido de la palabra, es cierto que tanto el vicio como la virtud son igualmente artificiales y se hallan fuera de la naturaleza. Pues aunque se discuta si la noción de mérito o demérito en ciertas acciones es natural o artificial, es evidente que las acciones mismas son artificiales y realizadas con un cierto designio e intención; de otro modo no podrían comprenderse bajo alguna de estas denominaciones. Es imposible, por consiguiente, que el carácter de natural y no natural pueda, sea en el sentido que sea, determinar los límites del vicio y la virtud.

Así, hemos vuelto a nuestra primera posición de que la virtud se distingue por el placer y el vicio por el dolor que una acción, sentimiento o carácter nos proporciona por su mero examen y consideración. Esta conclusión es sumamente útil porque nos reduce a la simple cuestión de por qué una acción o sentimiento, en su examen general o consideración general, nos proporciona una cierta satisfacción o desagrado, para mostrar el origen de su rectitud o maldad moral sin indagar relaciones o cualidades incomprensibles que jamás han existido en la naturaleza, ni aun en nuestra imaginación en la forma de una concepción clara y distinta. Me vanaglorio de haber realizado gran parte de mi presente designio llegando a un planteamiento de la cuestión que me parece tan libre de ambigüedad y obscuridad.

Parte Segunda - De la Justicia y la Injusticia
Sección I - ¿Es la justicia una virtud natural o artificial?

Ya he indicado que nuestro sentido de la virtud no es siempre natural, sino que hay algunas virtudes que producen placer y aprobación por medio de un artificio o mecanismo que surge de las circunstancias y necesidades del género humano. Afirmo que de esta especie es la justicia, e intentaré defender esta opinión por un argumento breve y, según espero, convincente, antes de que examine la naturaleza del artificio del cual se deriva el sentido de esta virtud.

Es evidente que cuando alabamos una acción consideramos solamente los motivos que la han producido y consideramos la acción como signo o indicación de ciertos principios que residen en el espíritu o temperamento. La realización externa no tiene mérito. Debemos dirigir nuestra vista al interior para hallar la cualidad moral. Esto no podemos hacerlo directamente, y, por consiguiente, fijamos nuestra atención en las acciones como en signos externos; pero estas acciones se consideran aún como signos, y el último objeto de nuestra alabanza y aprobación es el motivo que las ha producido.

Del mismo modo, cuando exigimos la realización de una acción o censuramos a una persona por no realizarla suponemos siempre que en esta situación una persona debe ser influida por el propio motivo de esta acción y estimamos vicioso en ella el que no lo tenga en cuenta. Si hallamos después de una investigación que el motivo virtuoso era aún poderoso en su pecho, aunque impedido en su acción por circunstancias que nos son desconocidas, retiramos nuestra censura y experimentamos la misma estima por aquella persona que si hubiese realizado la acción que exigimos de ella.

Por consecuencia, resulta que todas las acciones virtuosas derivan su mérito de motivos virtuosos y son consideradas meramente como signos de estos motivos. De este principio concluyo que los primeros motivos virtuosos que conceden un mérito a la acción no pueden ser jamás la apreciación de la virtud de esta acción, sino que deben ser algún otro motivo o principio natural. Suponer que la mera consideración de la virtud de la acción puede ser el primer motivo que produce la acción y la hace virtuosa es razonar en un círculo. Antes de que obtengamos una apreciación tal, la acción debe ser realmente virtuosa y esta virtud debe derivarse de algún motivo virtuoso; por consiguiente, el motivo virtuoso debe ser diferente de la consideración de la virtud de la acción. Un motivo virtuoso se requiere para hacer una acción virtuosa. Una acción debe ser virtuosa antes de que tengamos una apreciación de su virtud. Algún motivo virtuoso, por consiguiente, debe ser anterior a esta consideración.

No es esto meramente una sutilidad metafísica, sino que entra en todos nuestros razonamientos de la vida corriente, aunque quizá no somos capaces de exponerlos en términos filosóficos tan claros. ¿Por qué censuramos a un padre cuando descuida a su hijo? Porque, muestra una carencia de la afección natural que es el deber de todo padre. Si no fuese el deber una afección natural, el cuidado de los hijos no sería un deber y resultaría imposible que pudiéramos tener presente el deber para producirle. En este caso, por consiguiente, todos los hombres suponen un motivo de la acción distinto del sentido del deber.

Hay un hombre, por ejemplo, que hace muchas acciones buenas: ayuda a los desgraciados, consuela a los afligidos y extiende su bondad hasta los extranjeros más remotos. Ningún carácter puede ser más amable y virtuoso. Consideramos estas acciones como pruebas de la más grande humanidad. Esta humanidad concede un mérito a las acciones. La apreciación de este mérito, por consiguiente, es una consideración secundaria y que deriva de los principios anteriores de humanidad que son meritorios y laudables.

En breve puede ser establecido como una máxima indudable que ninguna acción puede ser virtuosa o moralmente buena, a menos que no exista en la naturaleza humana algún motivo que la produzca distinto del sentido de su moralidad.

Sin embargo, ¿el sentido de la moralidad no puede producir una acción sin ningún otro motivo? Respondo: puede; pero esto no constituye una objeción para la presente doctrina. Cuando un motivo o principio virtuoso es corriente en la naturaleza humana, una persona que siente su corazón privado de este motivo puede odiarse a sí misma por esto y puede realizar la acción sin el motivo, por un cierto sentido del deber, para adquirir por práctica este principio virtuoso o al menos para ocultar tanto como es posible su carencia de él. A un hombre que realmente no experimenta gratitud en su alma le agrada, sin embargo, realizar acciones de gracia y piensa que por este medio ha cumplido su deber. Las acciones son al principio consideradas como signos de motivos, pero es usual en este caso, como en todos los otros, fijar nuestra atención por signos y olvidar en cierta medida la cosa significada. Sin embargo, aunque en algunas ocasiones una persona, pueda realizar una acción meramente por su apreciación de su obligación moral, esto mismo supone la existencia en la naturaleza humana de diferentes principios que son capaces de producir la acción y cuya belleza moral hace la acción meritoria.

Ahora bien: para aplicar todo esto al caso presente, supongo que una persona me ha prestado una cantidad de dinero a condición de ser devuelta en pocos días, y supongo también que después de la expiración del plazo concedido me pide la suma.

Pregunto: ¿Por qué razón o motivo tengo que devolver el dinero? Se me dirá que mi consideración de la justicia y odio de toda villanía y canallada son razones suficientes para mí si yo conservo algo de honradez o sentido del deber u obligación. Esta respuesta, no lo dudo, es justa y satisfactoria para un hombre en un estado civilizado y cuando ha sido formado de acuerdo con cierta disciplina y educación; pero en una condición ruda y más natural, si se permite llamar a esta condición natural, esta respuesta sería rechazada como perfectamente ininteligible y sofística, puesto que una persona en esta situación preguntaría inmediatamente ¿En qué consiste la honradez y la justicia que encontráis en la devolución de un préstamo y en no tocar a la propiedad de los otros? No está, seguramente, en la acción externa. Debe, por consiguiente, hallarse en el motivo del que la acción externa se deriva. Este motivo no puede considerarse nunca como la apreciación de la honradez de la acción, pues es una clara falacia decir que se requiere un motivo virtuoso para hacer una acción honrada y al mismo tiempo que la apreciación de la honradez es el motivo de la acción. No podemos jamás apreciar la virtud de una acción a menos que la acción no haya sido antes virtuosa. Ninguna acción puede ser virtuosa sino en cuanto que procede de un motivo virtuoso. Un motivo virtuoso, por consiguiente, debe preceder a la apreciación de la virtud, y es imposible que el motivo virtuoso y la apreciación de la virtud sean lo mismo.

Se requiere, pues, hallar algún motivo para conducirse según la justicia y honradez, diferente de nuestra apreciación de la honradez, y en esto consiste la gran dificultad, pues si decimos que la preocupación de nuestros intereses privados o reputación es el motivo legítimo de todas las acciones honradas, se sigue que siempre que esta preocupación cese, la honradez no podrá tener lugar. Es cierto que el amor de sí mismo, cuando actúa en libertad, en lugar de llevarnos a acciones honradas es el manantial de toda injusticia y violencia y que ningún hombre puede corregirse de estos vicios sin corregir y restringir los movimientos naturales de este apetito.

Si se afirma que la razón o motivo de tales acciones es la consideración del interés público, al que nada es más contrario que los ejemplos de injusticia y falta de honradez, propondré las tres siguientes consideraciones como dignas de tenerse en cuenta: Primero: el interés público no se halla naturalmente unido a la observancia de las reglas de justicia, sino que solamente se halla enlazado con ellas después de una convención artificial para el establecimiento de estas reglas, como se expondrá más adelante extensamente. Segundo; si suponemos que el préstamo era secreto y que es necesario para el interés de la persona que el dinero sea devuelto del mismo modo (como cuando el que presta desea ocultar sus riquezas), en esta ocasión el caso cambia, y el público no se halla ya interesado en las acciones del deudor, aunque yo supongo que no existirá moralista que pretenda afirmar que el deber y la obligación cesan. Tercero: la experiencia prueba de un modo suficiente que los hombres, en el curso habitual de la vida, no consideran algo tan remoto como el interés público cuando pagan a sus acreedores, realizan sus compromisos y se abstienen de robo, pillaje e injusticia de cualquier género. Aquél es un motivo demasiado remoto y sublime para afectar a la generalidad del género humano y operar con fuerza en acciones tan contrarias al interés privado como son frecuentemente las de justicia y honradez común.

En general, puede ser afirmado que no existe una pasión en el espíritu humano que consista en el amor al género humano meramente como tal, independiente de las cualidades personales, servicios o relación con nosotros. Es cierto que no existe criatura humana, ni de hecho sensible, cuya felicidad o desgracia no nos afecte en alguna medida si nos está próxima y nos es expuesta en vivos colores; pero esto procede meramente de la simpatía y no es prueba de una afección universal para con el género humano, puesto que el interés se extiende más allá de nuestra especie. Una afección entre los dos sexos es una pasión innata de la naturaleza humana, y esta pasión no sólo aparece en sus síntomas peculiares, sino también inflamando los otros principios de afección y produciendo un mayor amor a la belleza, ingenio, ternura que los que habrían surgido de otro modo de ellos. Si existiese un amor universal entre las criaturas humanas se presentaría de la misma manera. Un grado de una buena cualidad produciría una afección más fuerte que el odio producido por el mismo grado de una mala cualidad, lo que es contrario a lo que hallamos en la experiencia. Los temperamentos de los hombres son diferentes y algunos tienen una tendencia a las afecciones tiernas, mientras que otros la poseen hacia las pasiones acres; pero en lo capital podemos afirmar que el hombre en general o la naturaleza humana no es más que el objeto del amor y el odio y requiere de alguna otra causa que por una doble relación de impresiones e ideas pueda excitar estas pasiones. En vano intentaremos eludir esta hipótesis. No existe fenómeno alguno que ponga de relieve una tal afección hacia los hombres independiente de su mérito y de toda otra circunstancia. Amamos la compañía en general como amamos toda otra diversión.

Un inglés en Italia es un amigo nuestro, y lo es un europeo en China, y quizá un hombre sería apreciado como tal si lo encontrásemos en la Luna. Pero esto procede sólo de las relaciones con nosotros mismos, que en estos casos concentran en sí mayor fuerza por hallarse confinadas a pocas personas.

Si la benevolencia pública o la consideración de los intereses de la humanidad no pueden ser el motivo original de la justicia, mucho menos pueden serlo la benevolencia privada o la consideración de los intereses de la parte interesada. ¿Por qué debo pagarle si es mi enemigo y me da un justo motivo para odiarle? ¿Por qué si es un hombre vicioso y merece el odio de la humanidad entera? ¿Por qué si es un desgraciado y no puede hacer uso de lo que le arrebato? ¿Por qué si es un perdido y recibirá más daño que beneficio de su posesión? ¿Por qué si yo me hallo en la necesidad y tengo motivos urgentes para adquirir algo para mi familia? En todos estos casos el motivo original de la justicia faltaría, y por consiguiente la justicia misma, y con ella la propiedad, el derecho y la obligación.

Un hombre rico está sometido a la obligación de dar a los que se hallan necesitados un cúmulo de cosas que le son superfluas. Si la benevolencia privada fuese el motivo original de la justicia, un hombre no estaría obligado a abandonar a la posesión de los otros más que lo que le agradase darles. En último término, la diferencia sería muy poco considerable. Los hombres fijan sus afecciones más sobre lo que poseen que sobre aquello de lo que jamás disfrutan; por esta razón sería una mayor crueldad desposeer a un hombre de alguna cosa que no dársela. Pero ¿quién puede afirmar que ésta es la sola fundamentación de la justicia?

Además debemos considerar que la razón capital de por qué los hombres se sienten tan unidos a sus posesiones es que las consideran como su propiedad y aseguradas para ellos de un modo inviolable por las leyes de la sociedad; pero ésta es una consideración secundaria y dependiente de las nociones precedentes de justicia y propiedad.

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