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Authors: Mario Vargas Llosa

Travesuras de la niña mala (10 page)

BOOK: Travesuras de la niña mala
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Después de nuevos intentos infructuosos de hablar con madame Arnoux, decidí ir a la Unesco a buscar a su marido, con el pretexto de invitarlos a cenar. Pasé antes a saludar al señor Charnés y a los colegas de la oficina de español. Luego subí al sexto piso, el sanctasanctórum, donde estaban los despachos de los jefes. Desde la puerta divisé la cara desmoronada y el bigotito mosca de monsieur Arnoux. Dio un extraño respingo al verme, y lo noté más hosco que nunca, como si mi presencia le desagradara. ¿Estaba enfermo? Parecía haber envejecido diez años en las pocas semanas que no lo veía. Me estiró una mano encogida sin decir una palabra, y esperó que yo hablara, clavándome una mirada perforante con sus ojitos de roedor.

—He estado trabajando fuera de París, en Viena y en Roma, este último mes. Me gustaría invitarlos a cenar una de estas noches que tengan libre.

Me siguió mirando, sin responder. Estaba muy pálido ahora, tenía una expresión desolada y fruncía la boca, como si le costara esfuerzo hablar. Me temblaron las manos. ¿Me iba a decir que su mujer había muerto?

—Entonces, usted no está enterado —murmuró, con sequedad—. ¿O juega una comedia? Desconcertado, no supe qué responderle.

—Toda la Unesco lo sabe —añadió, bajito, con sorna—. Soy el hazmerreír de la organización. Mi mujer me ha dejado, y ni siquiera sé por quién.

Pensé que era por usted, señor Somocurcio.

Se le cortó la voz antes de terminar de decir mi apellido. La barbilla le temblaba y me pareció que le chocaban los dientes. Balbuceé que lo sentía, no estaba al corriente de nada, repetí tontamente que este mes había estado trabajando fuera de París, en Viena y Roma. Y me despedí, sin que monsieur Arnoux me devolviera el hasta luego.

La sorpresa y el disgusto fueron tan grandes que, en el ascensor, me vino una arcada y, en el bañito del pasillo, vomité. ¿Con quién se había ido? ¿Seguiría viviendo en París con su amante? Un pensamiento me acompañó todos los días siguientes: ese fin de semana que me regaló era una despedida. Para que yo tuviera algo especial que añorar. Las sobras que se echan al perro, Ricardito. Unos días siniestros siguieron a aquella brevísima visita a monsieur Arnoux. Por primera vez en mi vida, padecí de insomnio. Me pasaba las noches sudando, con la mente en blanco, apretando la escobillita de dientes de Guerlain que había guardado como un amuleto en mi velador, rumiando mi despecho y mis celos. Al día siguiente estaba hecho una ruina, el cuerpo cortado por escalofríos y sin ánimos para nada, ni ganas de comer. El médico me recetó unos Nembutales que, más que dormirme, me desmayaban. Tenía un despertar desasosegado y con muñecos, como si arrastrara una resaca feroz. Todo el tiempo me maldecía por lo estúpido que fui aquella vez, despachándola a Cuba, anteponiendo mi amistad con Paúl al amor que sentía por ella. Si la hubiera retenido, seguiríamos juntos y la vida no sería este desvelo, este vacío, esta bilis.

El señor Charnés me ayudó a salir de la lenta disolución emocional en que me hallaba, dándome un contrato de un mes. Tuve ganas de agradecérselo de rodillas. Gracias a la rutina del trabajo en la Unesco fui saliendo poco a poco de la crisis en que me dejó la desaparición de la ex chilenita, la ex guerrillera, la ex madame Arnoux. ¿Cómo se llamaba ahora? ¿Qué personalidad, qué nombre, qué historia había adoptado en esta nueva etapa de su vida? Su nuevo amante debía ser muy importante, bastante más que ese asesor del Director de la Unesco, ya muy modesto para sus ambiciones, al que había dejado hecho un trapo. Me lo había advertido claramente aquella última mañana: «Yo sólo me quedaría para siempre con un hombre que fuera muy rico y poderoso. Estaba seguro de que, esta vez sí, no la vería más. Tenías que sobreponerte y olvidar a la peruanita milcaras, convencerte de que ella fue sólo un mal sueño, niño bueno.

Pero a los pocos días de haber retomado el trabajo en la Unesco, monsieur Arnoux se presentó en el cubículo que era mi oficina, mientras yo traducía un informe sobre la educación bilingüe en los países del África subsahariana.

—Lamento haber sido brusco con us ted el otro día —me dijo, incómodo—. Estaba en muy mal estado de ánimo en aquel momento.

Me propuso que cenáramos juntos. Y, aunque sabía que aquella cena sería catastrófica para mi estado de ánimo, la curiosidad, oír hablar de ella, saber qué pasó, fueron más fuertes, y acepté.

Fuimos a Chez Eux, un restaurante en el VIIéme, no lejos de mi casa.

Fue la cena más tensa y difícil a la que he asistido nunca. Pero, también, fascinante, porque en ella descubrí muchas cosas de la ex madame Arnoux, y supe, asimismo, lo lejos que había llegado ya en su búsqueda de esa seguridad que ella identificaba con la riqueza.

Pedimos un whisky con hielo y Perrier como aperitivo y, luego, vino tinto, con una comida que apenas probamos. Chez Eux tenía un menú fijo, compuesto de exquisiteces que venían en unos cazos hondos, y nuestra mesa se fue llenando de patés, caracoles, ensaladas, pescados y carnes, que los sorprendidos camareros se iban llevando casi intactos para hacer sitio a una gran variedad de postres, uno bañado en chocolate hirviendo, sin entender por qué desairábamos todos esos manjares.

Robert Arnoux me preguntó desde cuándo la conocía. Le mentí que sólo desde 1960 o 1961, en París, cuando pasó rumbo a Cuba como una de las becadas del MIR para recibir entrenamiento guerrillero.

—Es decir, no sabe usted nada de su pasado, de su familia —asintió el señor Arnoux, como hablando solo—. Yo siempre supe que me mentía. Respecto a su familia y a su infancia, quiero decir. Pero, la excusaba. Me parecían mentiras piadosas, para disimular una niñez y una juventud que la avergonzaban. Porque ella debe ser de una clase social muy modesta, ¿no es verdad?

—No le gustaba hablar de eso. Nunca me contó nada de su familia. Pero, sin duda, sí, de una clase muy modesta.

—A mí me daba pena, adivinaba toda esa montaña de prejuicios de la sociedad peruana, los grandes apellidos, el racismo —me interrumpió—. Que había estado en el Sophianum, el mejor colegio de monjas de Lima, donde se educaban las chicas de la alta sociedad. Que su padre era dueño de una hacienda algodonera. Que había roto con su familia por idealismo, para hacerse revolucionaria. ¡Nunca le interesó la revolución, estoy seguro! Jamás le oí una sola opinión política desde que la conocí. Hubiera hecho cualquier cosa para salir de Cuba. Hasta casarse conmigo. Cuando salimos, le propuse un viaje al Perú, para conocer a su familia. Me contó otras fábulas, por supuesto. Que, por haber estado en el MIR y en Cuba, si ponía los pies en el Perú la meterían presa. Yo le perdonaba esas fantasías. Comprendía que nacían de su inseguridad. Le habían contagiado esos prejuicios sociales y raciales, tan fuertes en los países sudamericanos. Por eso me inventó esa biografía de niña aristócrata que nunca fue.

A ratos tenía la impresión de que monsieur Arnoux se olvidaba de mí. Incluso su mirada se perdía en algún punto del vacío y bajaba tanto la voz que sus palabras se volvían un murmullo inaudible. Otras veces, volviendo en sí, me miraba con desconfianza y odio y me urgía a decirle si yo estaba enterado de que ella tenía un amante. Yo era su compatriota, su amigo, ¿no me había hecho nunca confidencias?

—Jamás me dijo una palabra. Nunca lo sospeché. Yo creía que ustedes se llevaban muy bien, que eran felices.

—Yo también lo creía —murmuró, cabizbajo. Pidió otra botella de vino.

Y añadió, con la vista velada y la voz ácida-: No tenía necesidad de hacer lo que hizo. Fue feo, fue sucio, fue desleal actuar así conmigo. Yo le había dado mi nombre, me desvivía por hacerla feliz. Puse en peligro mi carrera para sacarla de Cuba. Aquello fue un verdadero viacrucis. La deslealtad no puede llegar a esos extremos. Tanto cálculo, tanta hipocresía, es inhumano.

Se calló de golpe. Movía los labios sin emitir sonido y su bigotito cuadriculado se retorcía y estiraba. Había empuñado el vaso vacío y lo estrujaba como si quisiera hacerlo añicos. Tenía los ojitos inyectados y húmedos.

No sabía qué decirle, cualquier frase de consuelo me saldría falsa y ridícula. De pronto, comprendí que tanta desesperación no sólo se debía al abandono. Había algo más que quería contarme, pero le costaba trabajo.

—Los ahorros de toda mi vida —susurró monsieur Arnoux, mirándome de manera acusadora, como si yo fuera culpable de su tragedia—. ¿Usted se da cuenta? Soy un hombre mayor, no estoy en condiciones de rehacer toda una vida. ¿Lo comprende? No sólo engañarme vaya usted a saber con quién, un gángster con el que debió planear la fechoría. Además, eso: mandarse mudar con todo el dinero de la cuenta que teníamos en Suiza. Yo le había dado esa prueba de confianza, ¿lo ve usted? Una cuenta conjunta. Por si tenía yo un accidente, una muerte súbita. Para que los impuestos a la sucesión no se llevaran todo lo que había ahorrado en una vida de trabajo y sacrificio. ¿Se da cuenta qué deslealtad, qué vileza? Fue a Suiza a hacer un depósito y se llevó todo, todo, y me dejó en la mina. Chapeau, un coup de maître! Ella sabía que no podía denunciarla sin delatarme, sin arruinar mi reputación y mi cargo. Sabía que si la denunciaba sería el primer perjudicado, por tener cuentas secretas, por evadir impuestos. ¿Se da cuenta qué bien planeado? ¿Cree usted posible tanta crueldad, con alguien que sólo le dio amor, devoción?

Iba y volvía sobre el mismo tema, con intervalos en los que bebíamos vino, callados, cada uno absorto en sus propios pensamientos. ¿Era perverso preguntarme qué le dolía más, el abandono o el robo de su cuenta secreta en Suiza? Yo sentía lástima por él, y remordimientos de conciencia, pero no sabía cómo animarlo. Me limitaba a intercalar frases breves, amistosas, de tiempo en tiempo. En realidad, no quería conversar conmigo. Me había invitado porque necesitaba que alguien lo escuchara, decir en voz alta ante un testigo cosas que desde la desaparición de su mujer le quemaban el corazón.

—Disculpe usted, necesitaba desahogarme —me dijo al fin, cuando, partidos todos los comensales, quedamos solitarios, observados con miradas impacientes por los mozos de Chez Eux—. Le agradezco su paciencia. Espero que esta catarsis me haga bien.

Le dije que, dentro de un tiempo, todo esto quedaría atrás, que no había mal que durara cien años. Y, mientras hablaba, me sentí completamente hipócrita, tan culpable como si yo hubiera planeado la fuga de la ex madame Arnoux y el saqueo de su cuenta secreta.

—Si se la encuentra alguna vez, dígaselo, por favor. No necesitaba hacer eso. Yo le hubiera dado todo. ¿Quería mi dinero? Se lo hubiera dado. Pero, no así, no así.

Nos despedimos en la puerta del restaurante, bajo el resplandor de las luces de la Torre Eiffel. Fue la última vez que vi al maltratado monsieur Robert Arnoux.

La columna Túpac Amaru del MIR comandada por Guillermo Lobatón duró unos cinco meses más que la que tenía su cuartel general en Mesa Pelada. Como había ocurrido con Luis de la Puente, Paúl Escobar y los miristas que perecieron en el valle de La Convención, tampoco el Ejército dio precisiones sobre la manera como aniquiló a todos los miembros de esa guerrilla. A lo largo de todo el segundo semestre de 1965, ayudados por los ashaninka del Gran Pajonal, Lobatón y sus compañeros estuvieron eludiendo la persecución de las fuerzas especiales del Ejército que se movilizaban en helicópteros y por tierra y escarmentaban con ferocidad a los caseríos indígenas que los escondían y alimentaban. Al final, la columna en ruinas, doce hombres destrozados por los mosquitos, la fatiga y las enfermedades, el 7 de enero de 1966 cayó en las cercanías del río Sotziqui. ¿Murieron en combate o los capturaron vivos y ejecutaron? Nunca se encontraron sus tumbas. Según rumores inverificables, Lobatón y su segundo fueron subidos a un helicóptero y arrojados a la selva para que los animales desaparecieran sus cadáveres. La compañera francesa de Lobatón, Jacqueline, intentó a lo largo de varios años, a través de campañas en el Perú y en el extranjero, que el gobierno revelara dónde estaban las tumbas de los alzados de esa guerrilla efímera, sin conseguirlo. ¿Hubo sobrevivientes? ¿Llevaban una existencia clandestina en ese Perú convulsionado y dividido de los últimos tiempos de Belaunde Terry? Yo, mientras poquito a poquito me reponía de la desaparición de la niña mala, seguía aquellos lejanos sucesos a través de las cartas del tío Ataúlfo. Lo notaba cada vez más pesimista sobre la posibilidad de que no se desplomara la democracia en el Perú. «Los mismos militares que derrotaron a las guerrillas se preparan ahora para derrotar al Estado de Derecho y dar otro cuartelazo», me aseguraba.

Un buen día, de la manera más inesperada, me di de bruces en Alemania con un sobreviviente de Mesa Pelada: nada menos que Alfonso el Espiritista, aquel muchacho enviado a París por un grupo teosófico de Lima al que el gordo Paúl arrebató a los espíritus y a la ultratumba para hacer de él un guerrillero. Yo estaba en Frankfurt, trabajando en una conferencia internacional sobre comunicaciones, y, en un descanso, escapé a un almacén a hacer unas compras. Junto a la caja, alguien me cogió del brazo. Lo reconocí al instante. En los cuatro años que no lo veía había engordado y se había dejado el pelo muy largo —la nueva moda en Europa—, pero su cara blancona, de expresión reservada y algo triste, era la misma. Estaba en Alemania desde hacía unos meses. Había obtenido el estatuto de refugiado político y vivía con una chica de Frankfurt a la que había conocido en París, en los tiempos de Paúl. Fuimos a tomar un café en la misma cafetería del almacén, llena de señoras con niños regordetes y atendida por turcos.

Alfonso el Espiritista se salvó de milagro del ataque de los comandos del Ejército que arrasaron Mesa Pelada. Había sido enviado a Quillabamba pocos días antes por Luis de la Puente; las comunicaciones no estaban funcionando bien con las bases de apoyo urbanas y en el campamento no se tenía noticias de un grupo de cinco muchachos ya entrenados cuya venida estaba prevista para semanas atrás.

—La base de apoyo cusqueña estaba infiltrada —me explicó, hablando con la misma calma que yo le recordaba—. Capturaron a varios, y, en la tortura, alguno habló. Así llegaron a Mesa Pelada. Nosotros no habíamos empezado las operaciones, en verdad. Lobatón y Máximo Velando se adelantaron a los planes, allá en Junín. Y, luego de esa emboscada de Yahuarina en que mataron a tantos policías, nos echaron al Ejército encima. Nosotros, en el Cusco, todavía no habíamos empezado a movernos. La idea de De la Puente no era quedarse en el campamento, sino ir de un lado al otro. «El foco guerrillero es el movimiento perpetuo», la enseñanza del Che. Pero no nos dieron tiempo y quedamos encerrados en la zona de seguridad.

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