Read Travesuras de la niña mala Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—¿No tiene compostura? ¿No puedo hacer examen de conciencia, dolor de corazón y propósito de enmienda?
—Ahora ya es tarde, niño bueno. ¿Qué partido puede ser para la esposa de un diplomático francés un pichiruchi traductor de la Unesco? Hablaba sin dejar de sonreír, moviendo su boca con una coquetería más refinada que la que yo le recordaba.
Contemplando sus labios tan marcados y sensuales, arrullado por la música de su voz, tuve unos deseos enormes de besarla. Sentí que se me apuraba el corazón.
—Bueno, si ya no puedes ser mi mujer, queda siempre la posibilidad de que seamos amantes.
—Soy una esposa fiel, la perfecta casada —me aseguró, simulando ponerse seria. Y, sin transición-: ¿Qué fue del camarada Jean? ¿Regresó al Perú a hacer la revolución?
—Hace varios meses. No he sabido nada de él ni de los otros. Ni he leído ni oído que haya guerrillas por allá. A lo mejor todos esos castillos en el aire revolucionarios se hicieron humo. Y todos los guerrilleros se volvieron a sus casas y se olvidaron del asunto.
Conversamos cerca de dos horas. Naturalmente, me aseguró que aquella historia de amor con el comandante Chacón eran puras habladurías de los peruanos de La Habana; en realidad, con el tal comandante sólo habían tenido una buena amistad. No me quiso contar nada sobre su entrenamiento militar y, como siempre, evadió todo comentario político y darme detalles sobre su vida en la isla. Su único amor cubano había sido el encargado de negocios de la embajada francesa, ahora promovido a ministro consejero, Robert Arnoux, su esposo. Muerta de risa y de cólera retrospectiva, me relató los obstáculos burocráticos que debieron vencer para casarse, porque era casi impensable en Cuba que una becada abandonara el entrenamiento. Pero, en esto sí, el comandante Chacón había sido «amoroso» y la había ayudado a derrotar a la maldita burocracia.
—Apuesto lo que quieras a que te acostaste con ese maldito comandante.
—¿Te da celos?
Le dije que sí, muchos. Y que estaba tan linda que vendería mi alma al diablo, cualquier cosa, con tal de hacerle el amor o, siquiera, besarla. Le cogí la mano y se la besé.
—Estate quieto —me dijo, mirando en torno, con falsa alarma—. ¿Te olvidas que soy una señora casada? ¿Y si alguno de éstos conociera a Robert y le fuera con el chisme?
Le dije que sabía perfectamente que su matrimonio con el diplomático era un mero trámite al que había tenido que resignarse para poder salir de Cuba e instalarse en París. Lo que me parecía muy bien, porque yo también creía que por París uno podía hacer todos los sacrificios. Pero que, cuando estuviéramos solos, no me hiciera el número de la esposa fiel y enamorada, porque los dos sabíamos muy bien que eso era un cuento. Sin enojarse lo más mínimo, cambió de tema y me contó que aquí también la burocracia era maldita y que no podría obtener la nacionalidad francesa antes de dos años, pese a estar casada en toda regla con un ciudadano francés. Y que acababan de alquilar un pisito en Passy. Estaba ahora arreglándolo y, una vez que estuviera presentable, me invitaría, para presentarme a mi rival, quien, además de simpático, era un hombre cultísimo.
—Me voy mañana a Lima —le conté—. ¿Cómo haré para verte a mi vuelta?
Me dio su teléfono, la dirección de su casa, y me preguntó si seguía viviendo en ese cuartito, en el que se pasaba tanto frío, en la buhardilla del Hotel du Sénat.
—Me cuesta trabajo dejarlo porque la mejor experiencia de mi vida la tuve allí. Por eso, para mí, ese cuchitril es un palacio.
—¿Esa experiencia es la que me figuro? —me preguntó, adelantando la carita en la que a la curiosidad y a la coquetería se mezclaba siempre la malicia.
—Esa misma.
—Por eso que has dicho, te debo un beso. Hazme recuerdo, la próxima vez que nos veamos.
Pero, un momento después, al despedirnos, olvidando las precauciones maritales, en vez de la mejilla me ofreció sus labios. Los tenía gruesos y sensuales y los segundos que los tuve apoyados en los míos los sentí moverse despacito, en una caricia suplementaria, llenos de incitaciones. Cuando ya había cruzado Saint Germain rumbo a mi hotel, me volví a verla y seguía
allí, en la esquina de Les Deux Magots, una figurita clara y dorada, de zapatos blancos, observándome alejarme. Le hice adiós y ella agitó la mano en que llevaba la sombrilla floreada. Me bastó verla para descubrir que, en estos años, no la había olvidado un solo momento, que estaba tan enamorado de ella como el primer día.
Cuando llegué a Lima, en marzo de 1965, poco antes de cumplir treinta años, las fotos de Luis de la Puente, Guillermo Lobatón, el gordo Paúl y otros dirigentes del MIR estaban en todos los periódicos y en la televisión —ahora ya había televisión en el Perú—, y todo el mundo hablaba de ellos. La rebelión del MIR tenía un semblante romántico a más no poder. Las fotos las habían enviado los mismos miristas a los medios anunciando que el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, en vista de las condiciones inicuas de explotación de que eran víctimas los campesinos y los obreros, y el sometimiento del gobierno de Belaunde Terry al imperialismo, había decidido pasar a la acción. Los dirigentes del MIR mostraban sus caras y aparecían con los cabellos largos y la barba crecida, con fusiles en las manos y unos uniformes de campaña de chompas negras de cuello subido, pantalón caqui y botas. Noté a Paúl tan gordo como siempre. En la foto que
Correo
publicaba en primera página, él, rodeado de otros cuatro, era el único que sonreía.
—Estos loquitos no durarán ni un mes —pronosticó el Dr. Ataúllfo Lamiel, en su estudio del centro de Lima, en la calle Boza, la mañana que fui a verlo—. ¡Convertir al Perú en una segunda Cuba! A mi pobre tía Alberta le hubiera dado un patatús al ver las caras de forajidos de nuestros flamantes guerrilleros.
Mi tío no tomaba muy en serio el anuncio de las acciones armadas y este sentimiento parecía muy extendido. La gente pensaba que era una iniciativa descabellada, que terminaría en un dos por tres. Las semanas que pasé en el Perú estuve abatido por una sensación opresiva y sintiéndome un huérfano en mi propio país. Viví en el departamento de mi tía Alberta, en la calle Colón, de Miraflores, impregnado de ella todavía, donde todo me la recordaba, así como a mis años universitarios y mi adolescencia sin padres. Me emocionó encontrar en su velador, ordenadas cronológicamente, todas las cartas que le escribí desde París. Vi a algunos de mis viejos amigos miraflorinos del Barrio Alegre y con media docena de ellos fuimos un sábado a comer al chifa Kuo Wha, junto a la Vía Expresa, a rememorar los viejos tiempos. Salvo los recuerdos no teníamos ya mucho en común, pues sus vidas de jóvenes profesionales y hombres de negocios —dos de ellos trabajaban en las empresas de sus padres— no tenían nada que ver con lo que yo hacía allá, en Francia. Tres se habían casado, uno había comenzado ya a reproducirse, y los otros tres tenían unas enamoradas que pronto se convertirían en sus novias. En las bromas que intercambiábamos —una manera de llenar los vacíos de la conversación— todos fingían envidiarme por vivir en la ciudad de los placeres, tirándome a esas francesas que tenían fama de ser unas fieras en la cama. La sorpresa que se llevarían si les confesara que, en mis años en París, la única muchacha con la que me había acostado había sido una peruana, y nada menos que Lily, la falsa chilenita de nuestra infancia. ¿Qué pensaban de las guerrillas que se anunciaban en los periódicos? Como el tío Ataúlfo, no les daban importancia. Esos castristas enviados por Cuba no durarían mucho. ¿Quién se podía creer que en el Perú iba a triunfar una revolución comunista? Si el gobierno de Belaunde no era capaz de pararlos, vendrían otra vez los militares a poner orden, algo que tampoco les hacía mucha gracia. Eso era también lo que temía el Dr. Ataúlfo Lamiel:
Estos idiotas lo único que van a conseguir jugando a las guerrillas es servir en bandeja a los militares el pretexto para un golpe de Estado. Y enchufarnos otros ocho o diez años de dictadura militar. A quién se le ocurre hacerle una revolución a un gobierno civil y democrático al que, por lo demás, toda la oligarquía peruana, empezando por
La Prensa
y
El Comercio
, acusan de comunista por querer hacer una reforma agraria. El Perú es la confusión, sobrino, has hecho bien en irte a vivir al país de la claridad cartesiana.
El tío Ataúlfo era un cuarentón alargado y bigotudo que vestía siempre con chaleco y corbatita michi, casado con la tía Dolores, una señora bondadosa y pálida, que llevaba inválida cerca de diez años y a la que él cuidaba con devoción. Vivían en una casita simpática, con libros y discos, en el Olivar de San Isidro, adonde me invitaron a almorzar y a comer. La tía Dolores sobrellevaba su enfermedad sin amargura y se distraía tocando el piano y viendo telenovelas. Cuando recordamos a la tía Alberta, se echó a llorar. No tenían hijos y él, además de su estudio de abogado, daba clases de Derecho Mercantil en la Universidad Católica. Tenía una buena biblioteca y se interesaba mucho por la política local, sin ocultar sus simpatías por el reformismo democrático que a sus ojos encarnaba Belaunde Terry. Se portó muy bien conmigo, acelerando todo lo que pudo los trámites de la sucesión y negándose a cobrarme un centavo por sus servicios: «No faltaba más, yo quería mucho a Alberta y a tus padres, sobrino». Fueron unos días pesados, con sórdidas comparecencias ante notarios y jueces, llevando y trayendo documentos al laberíntico Palacio de Justicia, que, en las noches, me dejaban desvelado y cada vez más impaciente por regresar a París. En los huecos libres, releía
La educación sentimental
, de Flaubert, porque, ahora, la madame Arnoux de la novela tenía para mí no sólo el nombre, también la cara de la niña mala. Una vez deducidos los impuestos a la sucesión y hechos los pagos pendientes que dejó la tía Alberta, el tío Ataúlfo me anunció que, vendido el departamento y rematados los muebles, yo podría disponer de unos sesenta mil dólares, acaso algo más. Una linda suma, que no pensé llegar a tener nunca. Gracias a la tía Alberta podría comprarme un pisito en París.
Apenas regresé a Francia, luego de subir a mi buhardilla del Hotel du Sénat y aun antes de desempacar, lo primero que hice fue llamar por teléfono a madame Robert Arnoux.
Me dio cita al día siguiente y me dijo que, si quería, podíamos almorzar juntos. La recogí a la salida de la Alliance Française, en el boulevard Raspail, donde estaba siguiendo un curso acelerado de francés, y fuimos a almorzar un
curry d'agneau
a La Coupole, en el boulevard Montparnasse. Estaba vestida con sencillez, pantalones y sandalias y una casaca ligera. Llevaba unos pendientes de colores que hacían juego con su collar y su pulsera y un bolso colgado al hombro, y cada vez que movía la cabeza sus cabellos ondeaban con alegría. La besé en las mejillas y en las manos y ella me saludó con un «Creí que vendrías más quemadito del verano limeño, Ricardito». Se había vuelto una mujercita muy elegante, en verdad: combinaba los colores con gusto y se maquillaba con mucha gracia. Yo la observaba, todavía estupefacto con su mudanza. «No quiero que me cuentes nada del Perú», me advirtió, de modo tan categórico que no le pregunté por qué. Más bien, le conté lo de mi herencia. ¿Me ayudaría a buscar un pisito donde mudarme?
Aplaudió, entusiasmada:
—Me encanta la idea, niño bueno.Y te ayudaré a amueblarlo y decorarlo. Ya tengo práctica, con el mío. Está quedando lindo, verás.
Luego de una semana de trajines, en las tardes, después de sus clases de francés, que nos llevaban a recorrer agencias y pisos en el Barrio Latino, Montparnasse y el Xivéme, encontré un departamento de dos cuartos, baño y cocina en la rue Joseph Granier, en un edificio art déco de los años treinta, con dibujos geométricos —rombos, triángulos y círculos— en la fachada, por las vecindades de la École Militaire, en el Viiéme, muy cerca de la Unesco. Estaba en buen estado y, aunque daba a un patio interior y por ahora había que subir a pie los cuatro pisos del edificio —el ascensor estaba en construcción—, tenía mucha luz, pues, además de dos ventanales, una gran claraboya cóncava lo exponía al cielo de París. Costaba cerca de setenta mil dólares pero no tuve dificultad en que la Société Générale, el banco donde tenía mi cuenta, me concediera un préstamo por lo que me faltaba. Aquellas semanas, buscando piso y, luego, mientras lo hacía vivible, limpiándolo, pintándolo y amueblándolo con cuatro cachivaches comprados en La Samaritaine y en el Marché aux Puces, veía a madame Robert Arnoux todos los días, de lunes a viernes —sábados y domingos ella los pasaba con su marido, en el campo—, desde la salida de sus clases hasta las cuatro o cinco de la tarde. Se divertía ayudándome en mis trajines, practicando su francés con corredores inmobiliarios y porteras, y mostraba tan buen humor que —se lo dije— parecía que aquel departamentito al que estaba dando vida fuera para que lo compartiéramos.
—Es lo que te gustaría, ¿no, niño bueno?
Estábamos en un
bistrot
de l'avenue de Tourville, junto a les Invalides, y yo le besaba las manos y le buscaba la boca, loco de amor y de deseo. Asentí, varias veces.
—El día que te mudes, lo estrenaremos —me prometió.
Cumplió su promesa. Fue la segunda vez que hicimos el amor, esta vez a plena luz de un día que entraba a chorros por la ancha claraboya desde la cual unas palomas curiosas nos observaban desnudos y abrazados sobre el colchón sin sábanas, recién liberado del plástico en que lo había traído envuelto el camión de La Samaritaine. Las paredes olían a pintura fresca. Su cuerpo seguía tan delgadito y bien formado como en mi memoria, con su estrecha cintura que parecía caber en mis manos y su pubis de ralos vellos, más blanco que el terso vientre o los muslos donde la piel se oscurecía y matizaba con un viso verdoso pálido. Toda ella despedía una fragancia delicada, que se acentuaba en el nido tibio de sus axilas depiladas, detrás de sus orejas y en su sexo pequeñito y húmedo. En sus arqueados empeines la piel dejaba traslucir unas venitas azul y a mí me enternecía imaginar la sangre fluyendo despacito por ellas. Como la vez anterior, se dejó acariciar con total pasividad y escuchó callada, fingiendo una exagerada atención o como si no oyera nada y pensara en otra cosa, las palabras intensas, atropelladas, que yo le decía al oído o a la boca mientras pugnaba por separarle los labios.
—Hazme venir, primero —me susurró, con un tonito que escondía una orden—. Con tu boca. Después, será más fácil que entres. No te vayas a venir todavía. Me gusta sentirme irrigada.