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Authors: Mario Vargas Llosa

Travesuras de la niña mala (44 page)

BOOK: Travesuras de la niña mala
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—No tendrás ocasión, porque nunca volveré a vivir contigo. A ti nadie te ha querido como yo, nadie ha hecho todo lo que yo… Bueno, me siento estúpido diciéndote estas tonterías. ¿Qué es lo que quieres de mí?

—Dos cosas —dijo ella—. Que dejes a esa hippy sucia y te vengas a vivir conmigo. Y que firmes esos papeles. No hay ninguna trampa. Te he traspasado todo lo que tengo. Una casita en el sur de Francia, cerca de Séte, y unas acciones de la Electricidad de Francia. Todo está puesto a tu nombre. Pero tienes que firmar esos papeles para que el traspaso valga. Léelos, consulta un abogado. No lo hago por mí, sino por ti. Para dejarte todo lo que tengo.

—Muchas gracias, pero no te puedo aceptar ese regalo tan generoso. Porque, probablemente, esa casita y esas acciones son robadas a mafiosos y no tengo ninguna gana de ser testaferro tuyo o del gángster de turno para el que estás trabajando. ¿No será otra vez el famoso Fukuda, espero? Entonces, antes de que yo pudiera atajarla, me echó los brazos al cuello y se prendió de mí con todas sus fuerzas.

—Deja de reñirme y de decirme maldades —se quejó, mientras me besaba el cuello—. Dime más bien que estás contento de verme. Dime que me has extrañado y que me quieres a mí, no a esta hippy con la que vives en este chiquero.

Yo no me atrevía a apartarla, aterrado de sentir el esqueleto que era su cuerpo, una cintura, unas espaldas, unos brazos en los que parecían haber desaparecido todos los músculos, quedar sólo los huesos y el pellejo. La frágil, delicada personita que se apretaba contra mí despedía una fragancia que me hacía pensar en un jardín lleno de flores. No pude seguir simulando más.

—¿Por qué estás tan flaquita? —le pregunté al oído.

—Dime primero que me quieres. Que a esta hippy no la quieres, que te pusiste a vivir con ella sólo por despecho, porque te dejé. Dímelo. Desde que supe que estabas con ella me estoy muriendo de celos a poquitos.

Yo sentía ahora su pequeño corazón, latiendo contra el mío. Le busqué la boca y la besé, largamente. Sentía su lengüita enredada en la mía, y tragaba su saliva. Cuando metí la mano por debajo de su blusa y le acaricié la espalda sentí en mis dedos todas sus costillas y la columna vertebral, como si no los separara de mis dedos ni una ínfima película de carne. No tenía pechos; sus pezones, diminutos, estaban a ras de piel.

—¿Por qué estás tan flaquita? —le volví a preguntar—. ¿Has estado enferma? ¿Qué has tenido?

—No puedo hacer el amor contigo, no me toques ahí. Me han operado, me han sacado todo. No quiero que me veas desnuda. Tengo el cuerpo lleno de cicatrices. No quiero que tengas asco de mí.

Lloraba con desesperación y no conseguía calmarla. Entonces, la senté en mis rodillas y la acaricié mucho rato, como solía hacerlo en París, cuando tenía los ataques de miedo. También su potito se había escurrido, como sus pechos, y sus muslos eran tan delgaditos como sus brazos. Parecía uno de esos cadáveres vivientes que muestran las fotografías de los campos de concentración. La acariciaba, la besaba, le decía que la quería, que yo la cuidaría, y, al mismo tiempo, tenía un indescriptible horror porque estaba absolutamente seguro de que ella no había estado grave, que lo estaba ahora y que muy pronto iba a morir. Nadie podía enflaquecer así y recuperarse.

—Todavía no me has dicho que me quieres más que a esa hippy, niño bueno.

—Claro que te quiero más que a ella y que a nadie, niña mala. Tú eres la única mujer que yo he querido y quiero en el mundo. Y, aunque me has hecho maldades, me has dado también una felicidad maravillosa. Ven, quiero tenerte en mis brazos desnuda y hacerte el amor.

La llevé a la cama, la tendí y la desnudé. Ella, con los ojos cerrados, se dejó desnudar, ladeándose, para exponerme su cuerpo lo menos posible. Pero, yo, acariciándola, besándola, la hice desencogerse y estirarse. No la habían operado sino destrozado. Le habían sacado los pechos y repuesto los pezones con torpeza, dejando las gruesas cicatrices circulares, como dos rojizas corolas. Pero, la cicatriz peor arrancaba de su vagina y subía hasta el ombligo, serpenteando, una costra entre marrón y rosada que parecía reciente. La impresión que tuve fue tan grande que, sin darme cuenta de lo que hacía, la cubrí con la sábana. Y supe que nunca más podría hacerle el amor.

—Yo no quería que me vieras así y que tuvieras asco de tu mujer —dijo ella—. Pero..

—Pero yo te quiero y ahora te voy a cuidar hasta que estés completamente curada. ¿Por qué no me llamaste, para que yo te acompañara? —No te encontraba por ninguna parte. Hace meses que te busco. Era lo que más me desesperaba: morirme sin volver a verte.

La habían operado la segunda vez apenas hacía tres semanas, en un hospital de Montpellier. Los médicos habían sido muy francos. El tumor en la vagina había sido detectado muy tarde y aunque lo extrajeron, el examen postoperatorio indicó que la metástasis había comenzado y que prácticamente no había nada que hacer. La quimioterapia sólo retardaría lo inevitable y además, en el estado de debilidad extrema en que se encontraba, probablemente no la resistiría. La operación de los pechos fue un año antes, en Marsella. Por su extrema debilidad no habían podido intervenirla de nuevo, para reconstruirle el busto. Ella y el marido de Martine, desde que se fugaron, habían vivido en la costa mediterránea, en Frontignan, cerca de Séte, donde él tenía propiedades. Se había portado muy bien con ella cuando le detectaron el cáncer. Había sido generoso y atento y la había colmado de atenciones, sin hacerle notar, cuando le sacaron los pechos, que se sentía decepcionado. Por el contrario, fue ella la que poco a poco lo convenció de que, en vista de que su suerte estaba echada, lo mejor que podía hacer era reconciliarse con Martine y acabar el pleito con sus hijos, del que sólo iban a sacar buena tajada los abogados. El caballero volvió donde su familia, despidiéndose de la niña mala con generosidad: le compró la casita en Séte que ahora ella pretendía traspasarme y le colocó en el banco unas acciones de la Electricidad de Francia que le permitieran vivir sin angustias económicas lo que le quedaba de vida. Ella había comenzado a buscarme hacía un año por lo menos, hasta dar conmigo en Madrid, gracias a una agencia de detectives, «que me sacó un ojo de la cara». Cuando le comunicaron mi paradero, estaba en plenos exámenes en el hospital de Montpellier. Como los dolores en la vagina los tenía desde los tiempos de Fukuda, ella no les había hecho mucho caso.

Me contó todo esto en una larguísima conversación que duró toda la tarde y buena parte de la noche, echados en la cama, ella apretada contra mí. Se había vuelto a vestir. A ratos se callaba para que yo pudiera besarla y decirle que la quería. Me contó esa historia —¿Cierta? ¿Muy adornada? ¿Totalmente falsa?— sin dramatismo, con aparente objetividad, sin autocompasión, pero, eso sí, con alivio, con tenta, como si luego de contármela pudiera morirse en paz.

Duró 37 días más, en los que se portó, tal como me había jurado que lo haría en el Café Barbieri, como una esposa modelo. Por lo menos, cuando los terribles dolores no la tenían acostada y sedada con morfina. Me trasladé a vivir con ella a un aparthotel de Los Jerónimos, donde estaba alojada, llevándome una sola maleta con cuatro cosas que ponerme y algunos libros, y dejé a Marcella una carta muy hipócrita y digna, diciéndole que había decidido partir, devolviéndole la libertad, porque no quería ser un obstáculo para una felicidad que, lo comprendía muy bien, no podía darle yo, dada la diferencia de edad y de vocaciones, sino un joven de su edad y de disposición afín como Víctor Almeda. A los tres días partimos la niña mala y yo, en tren, a su casita de las afueras de Séte, en lo alto de una colina, desde la que se veía el hermoso mar cantado por Valéry en
El cementerio marino
. Era una casita pequeña, austera, bonita, bien arreglada, con un pequeño jardín. Durante dos semanas, ella estuvo tan bien, tan contenta, que, contra toda razón, pensé que podía recuperarse. Una tarde, sentados en el jardín, a la hora del crepúsculo, me dijo que, si algún día se me ocurría escribir nuestra historia de amor, que no la hiciera quedar muy mal porque, entonces, su fantasma vendría a jalarme los pies todas las noches.

—¿Y por qué se te ha ocurrido eso?

—Porque siempre has querido ser un escritor y no te atrevías. Ahora que te vas a quedar solito, puedes aprovechar, así no me extrañarás tanto. Por lo menos, confiesa que te he dado tema para una novela. ¿No, niño bueno?

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