Read Travesuras de la niña mala Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—Bueno, usted tiene otras habilidades, Arquímedes. Eso que usted domina, dónde construir los rompeolas, lo sabe muy poca gente en el mundo. Es una genialidad sólo suya, le aseguro.
El Chim Pum Callao era una fondita de mala muerte, en una de las esquinas del Parque José Gálvez. Los alrededores estaban llenos de vagos y chiquillos que vendían dulces, loterías, maní, manzanas confitadas, en unos carritos de madera o en tablas tendidas sobre caballetes. Arquímedes debía andar por aquí con frecuencia, porque saludaba con la mano a los transeúntes y algunos perros callejeros vinieron a enredarse en sus pies. Al entrar al Chim Pum Callao, la patrona del local, una negra gorda con ruleros que atendía detrás del mostrador, un largo tablón apoyado en dos barriles, lo saludó con afecto: «Hola, viejito rompeolero». Había unas diez mesitas rústicas, con asientos que eran bancas, y sólo una parte del techo tenía calamina; en la otra, abierta, se divisaba el cielo nuboso y triste del invierno. Una radio tocaba a todo volumen una salsa de Rubén Blades:
Pedro Navaja
. Nos sentamos en una mesa cerca de la puerta, pedimos ceviches, butifarras y una cerveza Pilsen bien helada.
La negra con ruleros era la única mujer en todo el local. Casi todas las mesas estaban ocupadas, por dos, tres o cuatro comensales, hombres que debían de trabajar por las cercanías pues algunos tenían los guardapolvos que llevan los obreros de los frigoríficos y, en una mesa, al pie de las bancas, había unos cascos y maletines de electricistas.
—¿Qué es lo que usted quería saber, caballero? —abrió el fuego Arquímedes. Me miraba lleno de curiosidad y, a intervalos sincrónicos, se llevaba la mano a la nariz, para sobársela y espantar al inexistente insecto—. A qué debo esta invitación, quiero decir.
—Cómo descubrió que tenía usted esa Facultad para adivinar las intenciones del mar —le pregunté—. ¿De niño? ¿De joven? Cuénteme. Todo lo que me pueda decir al respecto me interesa mucho.
Se encogió de hombros, como si no recordara o como si la cosa no mereciera que se ocuparan de ella. Murmuró que alguna vez un periodista de
La Crónica
había venido a entrevistarlo sobre eso y pareció que enmudecía. Por fin, murmuró: «No son cosas que pasan por mi cabeza y por eso no puedo explicarlo. Sé dónde se puede y dónde no. Pero, hay veces que me quedo en ayunas. Quiero decir, no siento nada». Volvió a quedarse callado un buen rato. Sin embargo, apenas trajeron la cerveza y brindamos y nos tomamos un trago, se lanzó a hablar y a contarme su vida, con bastante desenvoltura. No había nacido en Lima, sino en la sierra, en Pallanca, pero su familia bajó a la costa cuando él estaba apenas empezando a caminar, de manera que no tenía ningún recuerdo de la sierra y era como si hubiera nacido en el Callao. Se sentía un chalaco cabal, de corazón. Había aprendido a leer y escribir en la Escuela Fiscal Número 5, de Bellavista, pero no terminó ni siquiera la primaria porque, para «parar la olla de la familia», su padre lo puso a trabajar de vendedor de helados, en un triciclo de una heladería famosísima, ya desaparecida, que estaba en la avenida Sáenz Peña: La Deliciosa. De niño y de joven había sido un poco de todo, ayudante de carpintero, albañil, mandadero de una agencia de aduanas, hasta que por fin entró a trabajar como ayudante de una lancha pesquera, que tenía su base en el Terminal Marítimo. Ahí empezó a descubrir, sin darse cuenta cómo ni por qué, que él y el mar «se entendían como dos yuntas». Sabía olfatear antes que nadie dónde había que tirar las redes porque allí vendrían a buscar comida los bancos de anchoveta y también dónde no, porque allí las malaguas espantarían a los peces y no picaría el anzuelo ni un mísero bagre. Se acordaba muy bien de la primera vez que ayudó a construir un espigón en el mar del Callao, a la altura de La Perla, más o menos donde termina la avenida de las Palmeras. Todos los esfuerzos de los maestros de obra para que la estructura resistiera el oleaje fueron inútiles. «¿Qué mierda pasa, por qué se arena todo el tiempo esta maldita cojudez?» El contratista, un chinocholo chiclayano cascarrabias, se jalaba los pelos y mandaba a la concha de su madre al mar y a todo el mundo. Pero, por más que puteara y carajeara, el mar decía nones. Y, cuando el mar dice nones, es nones, caballero. En esa época él no había cumplido aún veinte años y andaba saltón porque todavía podían levarlo para el servicio militar.
Entonces, Arquímedes se había puesto a pensar, a reflexionar, y, en lugar de putearlo, se le ocurrió «hablarle al mar». Más todavía que eso, «a escucharlo como se escucha a un amigo». Se llevó la mano a la oreja y adoptó una expresión atenta y sometida, como si ahora mismo estuviera recibiendo las confidencias secretas del océano. Una vez, el párroco de la iglesita del Carmen de la Legua le había dicho: «¿Tú sabes a quién escuchas, Arquímedes? A Dios. Él te dicta esas cosas sabias que dices sobre el mar». Bueno, tal vez, tal vez Dios vivía en el mar. Y así fue, pues. Se puso a escuchar y entonces sí, caballero, el mar le hizo sentir que, si en vez de levantarlo ahí, donde no quería, lo plantaban cincuenta metros más al norte, hacia La Punta, «el mar se resignaría al rompeolas». Fue y se lo dijo al maestro de obras. El chiclayano, primero, se cagó de risa, como era de suponer. Pero, después, de pura desesperación, dijo: «Probemos, maldita sea». Probaron en el sitio que sugirió Arquímedes y el rompeolas le paró los machos al mar. Ahí estaba todavía, enterito, resistiendo los olones. Se corrió la voz y Arquímedes se fue haciendo fama de «brujo», de «mago», de «rompeolero». Desde entonces, no se hacía un rompeolas en toda la bahía de Lima sin que los maestros de obra o los ingenieros lo consultaran. No sólo en Lima. A él lo habían llevado a Cañete, a Pisco, a Supe, a Chincha, a un montón de sitios, para que asesorara en la construcción de espigones. Tenía el orgullo de decir que, en toda su larga vida profesional, muy pocas veces se había equivocado. Aunque algunas sí, porque el único que no se equivoca nunca es Dios, y tal vez el Diablo, caballero.
El ceviche ardía como si el ají que llevaba fuera rocoto arequipeño. Cuando la botella de cerveza quedó vacía, pedí otra, que nos tomamos despacio, saboreando unas excelentes butifarras de chancho en pan francés, bien acompañadas de una salsa de lechuga, cebollas y ají. Animado por los vasos de cerveza, en uno de los silencios de Arquímedes, me atreví por fin a hacerle la pregunta que me quemaba la garganta hacía tres horas:
—Me han dicho que tiene usted una hija en París. ¿Es cierto, Arquímedes?
Se me quedó mirando, intrigado de que yo estuviera al tanto de esas intimidades de la familia. Y, poco a poco, la expresión distendida que tenía se le fue avinagrando. Antes de contestarme, se sobó la nariz con furia y espantó con un latigazo de su mano al invisible insecto.
—De esa descastada, no quiero saber nada —gruñó—. Y menos hablar de ella, caballero. Le juro que si, arrepentida, viniera a verme, le cerraría en la nariz la puerta de mi casa.
Al verlo tan enojado, le pedí excusas por mi impertinencia. Había oído decir a uno de los ingenieros de esta mañana lo de su hija, y, como yo vivía también en París, me dio curiosidad, pensé que a lo mejor la conocía. No habría mencionado el asunto si hubiera sospechado que a él lo fastidiaba.
Sin responder nada a mis explicaciones, Arquímedes siguió dando cuenta de su butifarra y bebiendo traguitos de cerveza. Como casi no le quedaban dientes, masticaba con dificultad, haciendo ruidos con la lengua, y se demoraba en tragar cada bocado. Incómodo con el largo silencio, convencido de que había cometido un error preguntándole por su hija —¿qué esperabas oír, Ricardito?—, alcé la mano para llamar a la negra con ruleros a pedirle la cuenta. Y, en ese mismo momento, Arquímedes se lanzó otra vez a hablar:
—Porque ésa es una descastada, se lo juro —afirmó, la cara fruncida en una expresión muy severa—. Ni para el entierro de su madre mandó plata. Una egoísta, eso es lo que es. Se fue allá y nos dio la espalda. Se creerá muy arriba y que eso le da derecho a despreciarnos, ahora. Como si no llevara en sus venas la misma sangre de su padre y su madre.
Estaba hecho una verdadera furia. Al hablar, hacía unas muecas que le arrugaban más la cara. Murmuré de nuevo que sentía haberle tocado ese tema, no era mi intención hacerle pasar un mal rato, que habláramos de otra cosa. Pero él no me escuchaba. En sus ojos fijos, las pupilas brillaban, líquidas e incandescentes.
—Yo me rebajé a pedirle que me llevara allá, cuando hubiera podido ordenárselo, para eso soy su padre —dijo, golpeando la mesa. Los labios le temblaban—. Me rebajé, me humillé. Ella no tenía que mantenerme, nada de eso. Yo trabajaría en lo que fuera. Por ejemplo, ayudando a construir los rompeolas. ¿No se construyen rompeolas, allá en París? Bueno, pues, entonces yo podía trabajar allá en eso. Si soy bueno aquí, por qué no allá. Lo único que le mendigué fue el pasaje. No para su madre, no para sus hermanos. Sólo a mí. Yo me rompería el lomo, ganaría, ahorraría e iría llevando al resto de la familia poco a poco. ¿Era mucho pedir? Era poco, casi nada. ¿Y cuál fue su proceder? No contestarme más una carta, ni una, nunca más, como si la espantara la idea de verme caer por allá. ¿Es eso lo que hace una hija? Yo sé por qué digo que se volvió una descastada, caballero.
A la negra con ruleros que se había acercado a la mesa contoneándose como una pantera, en vez de la cuenta le pedí otra cerveza bien fría. El viejo Arquímedes había hablado tan alto que de varias mesas se volvieron a mirarlo. Él, al darse cuenta, disimuló, tosiendo, y bajó la voz.
—Al principio sí se acordaba de su familia, eso también hay que decirlo. Bueno, muy de cuando en cuando, pero algo es mejor que nada —prosiguió, más calmado—. No cuando estaba en Cuba; allá, parece, por las cosas de la política, no podía escribir cartas. Eso es al menos lo que dijo después, cuando se fue a vivir a Francia, ya casada. Entonces, sí, de vez en cuando, para Fiestas Patrias, o mi cumpleaños, o para las Navidades, mandaba una carta y un chequecito. Qué trajines para cobrarlo. Llevar al banco papeles de identidad y en el banco se tiraban no sé cuánto en comisiones. Pero, en fin, en esa época, aunque muy de tarde en tarde, se acordaba que tenía una familia. Hasta que le pedí el pasaje para Francia. Ahí cortó. Nunca más. Hasta hoy. Como si toda su parentela se hubiera muerto. Nos enterró, le digo. Ni siquiera cuando uno de sus hermanos le escribió pidiendo ayuda, para ponerle una lápida de mármol a su madre, se dignó contestar.
Serví a Arquímedes un vaso de la espumosa cerveza que la negra de los ruleros acababa de traer y me serví otro. Cuba, casada en París: qué duda podía caber. Quién sino ella. Ahora, yo me había puesto a temblar. Me sentía desasosegado, como si de la boca del viejo fuera a salir en cualquier momento una revelación terrible. Dije «Salud, Arquímedes» y los dos bebimos un largo trago. Desde mi posición podía ver una de las zapatillas agujereadas del viejo, por la que asomaba un tobillo nudoso, con costras o suciedades, entre las que caminaba una hormiguita que él parecía no sentir. ¿Era posible semejante coincidencia? Sí, lo era. Ahora no me cabía la menor duda.
—Yo creo que la conocí, alguna vez —dije, simulando hablar por hablar, sin ningún interés personal—. ¿Su hija estuvo becada en Cuba por un tiempo, no? ¿Y, después, se casó con un diplomático francés, cierto? Un señor que se apellidaba Arnoux, si no me equivoco.
—No sé si era diplomático o qué, ella ni siquiera nos mandó una fotografía —respingó Arquímedes, manoteando su nariz—. Pero, era un franchute importante y ganaba buena plata, eso me dijeron. ¿No tiene, en esos casos, una hija, obligaciones con la familia? Sobre todo, si su familia es pobre y pasa penalidades.
Volvió a tomar otro traguito de cerveza y quedó ensimismado, un buen rato. Una música chicha, desafinada y monótona, entonada por Los Shapis reemplazó a la salsa. En la mesa del lado, los electricistas hablaban de las carreras de caballos del domingo y uno de ellos juró: «En la tercera, Cleopatra es una fija». De pronto, acordándose de algo, Arquímedes levantó la cabeza y me clavó sus ojitos afiebrados:
—¿Usted la conoció? —Creo que sí, vagamente.
—El tipo ese, el franchute, ¿tenía mucha plata, de veras?
—No lo sé. Si hablamos de la misma persona, era un funcionario de la Unesco. Una buena posición, sin duda. Su hija, las veces que la vi, estaba siempre muy bien vestida. Era una mujer guapa y elegante.
—Otilita siempre soñó con lo que no tenía, desde chiquita —dijo Arquímedes, de pronto, dulcificando la voz y esbozando una inesperada sonrisa llena de indulgencia—. Era muy viva, en el colegio sacaba premios. Eso sí, tenía delirios de grandeza desde que nació. No se conformaba con su suerte.
No pude contener la carcajada y el viejo se me quedó mirando, desconcertado. Lily la chilenita, la camarada Arlette, madame Robert Arnoux, Mrs. Richardson, Kuriko y madame Ricardo Somocurcio, se llamaba, en realidad, Otilia. Otilita. Qué risa.
—Nunca me hubiera imaginado que se llamaba Otilia —le expliqué—. Yo la conocí con otro nombre, el de su marido. Madame Robert Arnoux. En Francia se usa así, cuando una mujer se casa adopta el nombre y el apellido de su marido.
—Vaya costumbres —comentó Arquímedes, sonriendo y alzando los hombros—. ¿Hace mucho que no la ve?
—Mucho, sí. No sé siquiera si vive todavía en París. Siempre que se trate de la misma persona, claro. La peruana que le digo había estado en Cuba y se casó allá, en La Habana, con un diplomático francés. Él se la llevó luego a vivir a París, en los años sesenta. Allí nos vimos por última vez hará cuatro o cinco años. Recuerdo que hablaba mucho de Miraflores, decía que había pasado su infancia en ese barrio.
El viejo asintió. En su mirada acuosa, la nostalgia había desplazado a la furia. Tenía el vaso de cerveza en el aire y soplaba la espuma del borde, despacito, igualándola.
—Es la misma —afirmó, asintiendo varias veces a la vez que se sobaba la nariz—. Otilita vivió en Miraflores cuando era chiquilla, porque su madre trabajó de cocinera en una familia que vivía por allá. Los señores Arenas.
—¿En la calle Esperanza? —pregunté.
El viejo asintió, clavándome los ojos, sorprendido.
—¿Eso también lo sabe usted? ¿Cómo es que sabe tantas cosas de Otilita? Pensé: «¿Cómo reaccionaría si le digo: Porque ella es mi mujer?».
—Bueno, ya se lo dije. Su hija se acordaba siempre de Miraflores y de su casita de la calle Esperanza. Es un barrio donde yo viví de chico, también.