Travesuras de la niña mala (35 page)

Read Travesuras de la niña mala Online

Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Travesuras de la niña mala
9.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

Nuestro matrimonio fue toda una aventura burocrática. Aunque a ella la tranquilizaba saber que ahora tenía por fin su situación en regla, yo sospechaba que si algún día, por alguna razón, las autoridades de Francia se ponían a escarbar sus papeles, descubrirían que nuestro matrimonio tenía tantos vicios de fondo y de forma que era inválido. Pero no se lo decía, y menos ahora que, luego de cumplirse los dos años de casados, el gobierno francés acababa de concederle la nacionalidad, sin sospechar que la flamante madame Ricardo Somocurcio ya había sido antes naturalizada francesa por matrimonio con el nombre de madame Robert Arnoux.

Para poder casarnos hubo que fabricarle papeles falsos, con un nombre distinto al que tenía cuando se casó con Robert Arnoux. No lo hubiéramos conseguido sin la ayuda del tío Ataúlfo. Cuando le describí, a grandes rasgos, el problema, sin darle más explicaciones que las indispensables y evitando los detalles escabrosos de la vida de la niña mala, me respondió en el acto que no necesitaba saber más. El subdesarrollo tenía soluciones prontas, aunque algo onerosas, para casos como éste. Y, dicho y hecho, en pocas semanas me envió una partida de nacimiento y otra de bautizo, impartidas por la municipalidad y la parroquia de Huaura, a nombre de Lucy Solórzano Cajahuaringa, con las que, siguiendo sus instrucciones, nos presentamos ante el cónsul del Perú en Bruselas, amigo suyo. El tío Ataúlfo le había explicado previamente por carta que Lucy Solórzano, novia de su sobrino Ricardo Somocurcio, había perdido todos sus papeles, incluido el pasaporte, y necesitaba uno nuevo. El cónsul, una reliquia humana de chaleco, leontina y monóculo, nos recibió con una prudente pero educada frialdad. No nos hizo una sola pregunta, por lo que entendí que había sido informado por el tío Ataúlfo de más cosas de las que aparentaba saber. Fue amable, impersonal y guardó todas las formas. Ofició al Ministerio de Relaciones Exteriores y por intermedio de éste al de Gobierno y Policía, y envió copias de las partidas de nacimiento y de bautizo de mi novia, pidiendo autorización para extender un nuevo documento. Al cabo de dos meses la niña mala tenía un pasaporte flamante y una identidad nueva, con la que pudimos gestionarle, siempre en Bélgica, una visa de turista para Francia, avalada por mí, francés nacionalizado y residente en París. De inmediato iniciamos los trámites en la alcaldía del Cinquiéme, en la plaza del Panteón. Allí nos casamos finalmente, en octubre de 1982, un mediodía otoñal, con la sola compañía de los Gravoski, que oficiaron de testigos. No hubo banquete de bodas ni celebración alguna porque esa misma tarde partí yo a Roma con un contrato de dos semanas en la FAO.

La niña mala estaba mucho mejor. Me costaba trabajo a veces verla haciendo una vida tan normal, entretenida con su trabajo y, me parecía, contenta, o por lo menos resignada a esa vida pequeñoburguesa que hacíamos, trabajando mucho toda la semana, preparando la comida en las noches y yendo al cine, al teatro, a una exposición o a un concierto y a cenar en la calle los fines de semana, casi siempre solos, o con los Gravoski cuando estaban aquí, pues ellos seguían pasando varios meses al año en Princeton. A Yilal lo veíamos sólo en los veranos, pues el resto del año permanecía en un colegio de New Jersey. Sus padres habían decidido que se educara en los Estados Unidos. No había huella en él del antiguo problema. Hablaba y crecía con normalidad y parecía muy bien integrado al mundo estadounidense. Nos enviaba postales o una cartita cada tanto y la niña mala le escribía todos los meses y siempre le estaba despachando algún regalo.

Aunque dicen que sólo los imbéciles son felices, confieso que me sentía feliz. Compartir mis días y mis noches con la niña mala me llenaba la vida. A pesar de lo cariñosa que era conmigo, en comparación con lo glacial que había sido en el pasado, ella había conseguido, en efecto, hacerme vivir siempre intranquilo, con la aprensión de que, un buen día, de la manera más inesperada, volvería a las andadas y se esfumaría sin decirme adiós. Siempre se las arreglaba para hacerme saber, o mejor dicho adivinar, que había uno o varios secretos en su vida diaria, una dimensión de su existencia a la que yo no tenía acceso y de la que podía provenir en cualquier momento un terremoto que echaría abajo nuestra convivencia. No me acababa de entrar a la cabeza que Lily la chilenita aceptara que el resto de su vida fuera lo que era ahora: la de una parisina de clase media, sin sorpresas ni misterio, sumida en una estrictísima rutina y desprovista de aventuras.

Nunca estuvimos tan unidos como en los meses que siguieron a nuestra reconciliación, llamémosla así, aquella noche en la que el desconocido
clochard
surgió en medio de la lluvia y la oscuridad, en el Pont Mirabeau, para salvarme la vida. «¿No sería el mismo Dios en persona el que te cogió de las piernas, niño bueno?», se burlaba ella. Nunca se creyó del todo que estuve a punto de matarme. «Cuando uno quiere suicidarse, lo hace, y no hay
clochard
que te lo impida, Ricardito», me dijo más de una vez. En esa época todavía los ataques de terror le sobrevenían de cuando en cuando. Entonces, exangüe, con los labios cárdenos, muy pálida y con grandes ojeras, no se apartaba de mí un solo segundo. Me seguía por toda la casa como un perrito faldero, tomada de mi mano, prendida de mi correa o mi camisa, porque ese contacto físico le daba la mínima seguridad sin la cual, me decía balbuceando, «me desintegraría». Verla sufrir de esa manera me hacía sufrir a mí también. Y, algunas veces, la inseguridad que la poseía en medio de la crisis era tal que ni siquiera al baño podía ir sola; muerta de vergüenza, con los dientes chocándole, me pedía que entrara con ella al excusado y la tuviera de la mano mientras hacía sus necesidades.

Nunca pude hacerme una idea precisa de la naturaleza del miedo que de pronto la invadía, sin duda porque ello no tenía una explicación racional. ¿Eran imágenes difusas, sensaciones, presentimientos, la adivinación de que algo terrible estaba por abatirse sobre ella y destrozarla? «Eso y mucho más.» Cuando padecía uno de esos ataques de miedo, que por lo general le duraban unas horas, esa mujercita tan audaz y de tanto carácter se volvía tan indefensa y vulnerable como una niñita de pocos años. Yo la sentaba en mis rodillas y la hacía acurrucarse contra mí. La sentía temblar, suspirar, aferrada a mí con una desesperación que nada atenuaba. Al cabo de un rato, caía dormida en un sueño profundo. Luego de una o dos horas, despertaba y estaba bien, como si nada le hubiera ocurrido. Todos mis ruegos para que aceptara volver a la clínica de Petit Clamart fueron inútiles. Al final, dejé de insistir porque la sola mención del tema la enfurecía. En esos meses, pese a estar tan unidos físicamente, apenas hacíamos el amor, porque ni siquiera en la intimidad de la cama alcanzaba la mínima tranquilidad, el momentáneo abandono, para entregarse al placer.

El trabajo la ayudó a salir de ese período difícil. Las crisis no desaparecieron de golpe, pero fueron haciéndose menos frecuentes y también menos intensas. Ahora, parecía mucho mejor, convertida casi en una mujer normal. Bueno, en el fondo yo sabía que ella no sería nunca una mujer normal. Y tampoco quería que lo fuese, porque lo que yo amaba en ella era también lo indómito e imprevisible de su personalidad.

En las charlas que teníamos durante su convalecencia, el tío Ataúlfo nunca me hizo preguntas sobre el pasado de mi mujer. Le enviaba saludos, estaba encantado de tenerla en la familia, esperaba que alguna vez se animara a venir a Lima para conocerla, pues, en caso contrario, a él, a pesar de sus achaques, no le quedaría otro remedio que ir a visitarnos a París. Tenía enmarcada en una mesita de la sala la foto que le enviamos, tomada el día de nuestro matrimonio, al salir de la alcaldía, con el telón de fondo del Panteón.

En esas charlas, generalmente en las tardes, después del almuerzo, que se prolongaban a veces horas, hablábamos mucho del Perú. Él había sido un belaundista entusiasta toda su vida, pero ahora, apenado, me confesó que el segundo gobierno de Belaunde Terry lo había decepcionado. Salvo devolver los periódicos y los canales expropiados por la dictadura militar de Velasco Alvarado, no se había atrevido a corregir ninguna de las seudorreformas de aquélla, que habían empobrecido y enconado aún más al Perú, y, además, habían provocado una inflación que daría el triunfo al Apra en las próximas elecciones. Y, a diferencia de su sobrino Alberto Lamiel, mi tío no se hacía ilusiones con Alan García. Yo me decía que, sin duda, había en el país donde yo había nacido y del que me había apartado de una manera cada día más irreversible, muchos hombres y mujeres como él, básicamente decentes, que, a lo largo de toda una vida, habían soñado con un progreso económico, social, cultural y político, que hiciera del Perú una sociedad moderna, próspera, democrática, con oportunidades abiertas a todos, sólo para verse frustrados una y otra vez, y que, como el tío Ataúlfo, llegaban a la vejez —a orillas de la muerte— aturdidos, preguntándose por qué en vez de avanzar retrocedíamos y estábamos ahora peor —con más contrastes, desigualdades, violencias e inseguridad— que cuando empezaron a vivir.

—Qué bien hiciste en irte a Europa, sobrino —era su estribillo, que repetía atusándose la barbita entrecana que se había dejado crecer—. Imagínate lo que sería de ti si te hubieras quedado a trabajar aquí, con todos estos apagones, bombas y secuestros. Y la falta de trabajo para los jóvenes.

—No estoy tan seguro, tío. Sí, es verdad, tengo una profesión que me permite vivir en una ciudad maravillosa. Pero, allá, he terminado por convertirme en un ser sin raíces, en un fantasma. Nunca seré un francés, aunque tenga un pasaporte que diga que lo soy. Allá seré siempre un
météque
. Y he dejado de ser un peruano, porque aquí me siento todavía más extranjero que en París.

—Pues, supongo que sabes que, según una encuesta de la Universidad de Lima, el sesenta por ciento de los jóvenes tienen, como primera aspiración en la vida, irse al extranjero; la inmensa mayoría a Estados Unidos y el resto a Europa, a Japón, a Australia, a donde sea. Cómo podríamos reprochárselo, ¿no es cierto? Si su país no puede darles ni trabajo, ni oportunidades, ni seguridad, es lícito que quieran marcharse. Por eso le tengo tanta admiración a Alberto.

Hubiera podido quedarse en Estados Unidos con un magnífico puesto y prefirió venir a romperse el alma por el Perú. Ojalá no lo lamente. Él te ha tomado mucho aprecio, ¿te has dado cuenta, no, Ricardo?

—Sí, tío, y yo también a él. La verdad, es muy amable. Gracias a mi sobrino he conocido otras caras de Lima. La de los millonarios y la de las barriadas.

Precisamente en ese momento sonó el teléfono y era Alberto Lamiel, que me llamaba.

—¿Te gustaría conocer al viejo Arquímedes, el constructor de rompeolas del que te hablé?

—Claro que sí, hombre —le dije, entusiasmado.

—Están construyendo un nuevo espigón en La Punta y el ingeniero de la municipalidad es mi amigo Chicho Cánepa. Mañana en la mañana, si te parece. Pasaré a buscarte a las ocho. ¿No es muy temprano para ti, no?

—Me debo haber vuelto muy viejo, tío Ataúlfo, a pesar de tener sólo cincuenta años —le dije a éste, cuando colgué el teléfono—. Porque, Alberto, siendo tu sobrino, es en realidad mi primo. Pero él se empeña en llamarme tío. Debo parecerle prehistórico.

—No es eso —se rió el tío Ataúlfo—. Como vives en París, le inspiras respeto. Vivir en esa ciudad es toda una credencial para él, equivale a haber triunfado en la vida.

A la mañana siguiente, puntual como un reloj, Alberto pasó unos minutos antes de las ocho, acompañado del ingeniero Cánepa, encargado de los trabajos en la playa de Cantolao y el muelle de La Punta, un hombre ya mayor, de anteojos oscuros y con una gran barriga cervecera. Éste se bajó de la camioneta Cherokee de Alberto y me cedió el asiento de adelante. Los dos ingenieros llevaban pantalones vaqueros, camisas abiertas y casacas de cuero. Me sentí ridículo con mi ternito, mi camisa de cuello y mi corbata junto a esos caballeros de atuendo deportivo.

—Le va a impresionar mucho el viejo Arquímedes —me aseguró el ingeniero amigo de Alberto, al que éste le decía Chicho—. Es un loco lindo. Lo conozco hace veinte años y todavía me deja boquiabierto con las historias que cuenta. Es un mago, ya lo verá. Y un contador de anécdotas amenísimo.

—Habría que ponerle una grabadora, te juro, tío Ricardo —empalmó Alberto—. Sus historias de los rompeolas son macanudas, yo ando siempre jalándole la lengua.

—Todavía no me cabe en la cabeza lo que me contaste, Alberto —dije yo—. Sigo pensando que me has estado tomando el pelo. Me parece imposible que para construir un espigón en el mar se necesite más un brujo que un ingeniero.

—Pues, mejor créaselo —lanzó una carcajada Chicho Cánepa—. Porque, si alguien lo sabe soy yo, por experiencia amarga.

Le dije que dejara de ustearme, que no era tan viejo, y que a partir de ahora nos tuteáramos.

Íbamos siguiendo la carretera de la playa, rumbo a Magdalena y San Miguel, al pie de los acantilados desnudos y, a nuestra izquierda, un mar agitado y medio oculto por la neblina en el que, a pesar de ser todavía invierno, había algunos tablistas corriendo olas enfundados en sus trajes de goma. Silentes, borrosos, cabalgaban sobre el mar, algunos con los brazos en alto y balanceando el cuerpo para guardar el equilibrio. Chicho Cánepa contó lo que le había ocurrido con uno de los espigones de la Costa Verde que acabábamos de dejar atrás, ese a medio hacer que lucía un mástil en la punta. La Municipalidad de Miraflores le había encargado ensanchar la pista y construir dos rompeolas para ganarle una playa al mar. No tuvo ninguna dificultad con el primero, que se erigió en el lugar que Arquímedes aconsejó. Chicho quería que el segundo estuviera a distancia simétrica del otro, entre los restaurantes Costa Verde y La Rosa Náutica. Arquímedes se obstinó: no iba a resistir, el mar se lo tragaría.

—No había ninguna razón para que no resistiera —dijo el ingeniero Cánepa, enfático—. Yo sé de esas cosas, para eso he estudiado. Las olas y las corrientes eran las mismas que golpeaban al primero. La línea de fuga, idéntica, así como la profundidad del zócalo marino. Los peones me insistieron que le hiciera caso a Arquímedes, pero me pareció un capricho de un viejo borracho para justificar su sueldo. Y lo construí donde me pareció. ¡En mala hora, amigo Ricardo! Le metí el doble de piedras y de mezcla que al primero, y el maldito se me arenaba una y otra vez. Provocaba remolinos que alteraban todo el entorno y creaban corrientes y mareas que volvieron la playa un peligro para los bañistas. En menos de seis meses, el mar me hizo trizas el endemoniado espigón y lo dejó hecho la ruina que has visto. Cada vez que paso por ahí me arde la cara. ¡Un monumento a mi vergüenza! La Municipalidad me multó y resulté perdiendo plata.

Other books

Lawman Lover - Lisa Childs by Intrigue Romance
Hollywood Ending by Kathy Charles
Shades in Shadow by N. K. Jemisin
Twisted Ones by Packer, Vin
More Than Mortal by Mick Farren
Dark Illusion by Christine Feehan
Marrying Mike...Again by Alicia Scott