Travesuras de la niña mala (42 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Travesuras de la niña mala
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La idea de mudarnos a España nació luego de que un conjunto italiano de danza moderna, de Bari, con el que Marcella había trabajado, y al que habían invitado a presentar un espectáculo en un festival de Granada, le pidió que se encargara de la iluminación y el decorado. Viajó allá con ellos y dos semanas después volvió encantada. El espectáculo había marchado muy bien, había conocido a gente de teatro y se le habían abierto algunas posibilidades. En los meses siguientes hizo decorados para dos conjuntos jóvenes, uno en Madrid y otro en Barcelona, y de ambos viajes volvió a París eufórica. Decía que en España había una vitalidad cultural extraordinaria y que todo el país estaba lleno de festivales y de directores, actores, bailarines y músicos ansiosos por poner a la sociedad española al día, de hacer cosas nuevas. Había allí más espacio para los jóvenes que en Francia, donde el medio estaba sobresaturado. Además, en Madrid se podía vivir mucho más barato que en París.

No me apenó dejar la ciudad que, desde niño, yo asociaba con la idea del paraíso. En los años que llevaba en París había tenido experiencias maravillosas, de esas que parecen justificar toda una vida, pero todas ellas vinculadas a la niña mala, a la que yo para entonces, creo, recordaba ya sin amargura, sin odio, con cierta ternura incluso, sabiendo muy bien que mis infortunios sentimentales se debían más a mí que a ella, por haberla querido de una manera que ella nunca hubiera podido quererme a mí, aunque, en algunas contadas ocasiones, lo intentara: ésos eran mis recuerdos más gloriosos de París. Ahora que aquella historia estaba definitivamente cerrada, mi vida futura en esta ciudad sería una paulatina decadencia agravada por la falta de trabajo, una vejez con estrecheces y muy solitaria cuando la
cara
Marcella encontrara que tenía mejores cosas que hacer que cargar a cuestas con un hombre mayor, que tenía la cabeza bastante débil y que podía volverse gagá —una manera educada de decir imbécil— si le repetía el ataque cerebral. Mejor irme y empezar en otro lado.

Marcella encontró el pisito en Lavapiés y, como se lo alquilaron amueblado, yo terminé por regalar a organizaciones caritativas los restos de los muebles que teníamos en el depósito así como los libros de mi biblioteca. Me llevé a Madrid sólo un puñadito de títulos preferidos, casi todos rusos y franceses, y mis gramáticas y diccionarios.

Al año y medio de estar viviendo en Madrid tuve el pálpito de que, esta vez sí, Marcella iba a dar el gran salto. Una tarde cayó muy excitada al Café Barbieri a contarme que había conocido a un bailarín y coreógrafo formidable y que iban a trabajar juntos en un proyecto fantástico:
Metamorfosis
, un ballet moderno inspirado en uno de los textos reunidos por Borges en su
Manual de Zoología Fantástica
: «A Bao A Qu», una leyenda recogida por uno de los traductores ingleses de
Las mil y una noches
. El muchacho era un alicantino, formado en Alemania, donde había trabajado profesionalmente hasta hacía poco tiempo. Ahora había reunido un grupo de diez bailarines, cinco mujeres y cinco hombres, y diseñado la coreografía de
Metamorfosis
. El cuento en cuestión, traducido y acaso enriquecido por Borges, refería la historia de un maravilloso animalito que vivía en lo alto de una torre en estado letárgico y sólo despertaba a la vida activa cuando alguien subía la escalera. Dotado de la propiedad de transformarse, cuando alguien bajaba o ascendía los peldaños el animalito empezaba a moverse, a iluminarse, a cambiar de forma y color. Víctor Almeda, el alicantino, había concebido un espectáculo en el que, emulando aquel prodigio, los bailarines y bailarinas, subiendo y bajando aquellas escaleras mágicas que diseñaría Marcella y gracias a los efectos de las luces también a su cargo, irían cambiando de personalidad, de movimiento, de expresiones, hasta convertir el escenario en un pequeño universo en el que cada danzante sería muchos, en que cada hombre y mujer contendría a innumerables seres humanos. La Sala Olimpia, un viejo cine convertido en teatro de la plaza de Lavapiés, donde funcionaba el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, había aceptado la propuesta de Víctor Almeda e iba a patrocinar el espectáculo.

Nunca vi a Marcella trabajar con tanta felicidad en una escenografía como en ésta, ni hacer tantos bocetos y maquetas. Cada día me contaba con regocijo el torrente de ideas que alborotaban su cabeza y los progresos que hacía el elenco. Un par de veces la acompañé al ruinoso Olimpia y, una tarde, nos tomamos un café en la misma plaza con Víctor Almeda, un muchacho muy moreno, de cabellos largos que sujetaba en cola de caballo, y un cuerpo atlético que delataba muchas horas de gimnasio y de ensayos. A diferencia de Marcella, no era exuberante ni extrovertido, más bien reservado, pero sabía muy bien lo que quería hacer en la vida. Y lo que quería es que
Metamorfosis
fuera un éxito. Tenía cultura literaria y pasión por Borges. Para este espectáculo había leído y visto mil cosas sobre el tema de la metamorfosis, empezando por Ovidio, y la verdad es que, aunque hablaba poco, lo que decía era inteligente y, para mí, novedoso: nunca había escuchado antes hablar a un coreógrafo y bailarín de su vocación. Esa noche, en casa, después de decirle a Marcella la buena impresión que me había hecho Víctor Almeda, le pregunté si era gay. Reaccionó indignada. No lo era. Qué prejuicio tan tonto creer que todos los bailarines eran gays. Ella estaba segura, por ejemplo, de que en el gremio de los intérpretes y traductores había un porcentaje tan grande de gays como entre los bailarines. Le pedí disculpas, le aseguré que no tenía el menor prejuicio, que mi pregunta había sido hecha por pura curiosidad, sin la menor trastienda.

El éxito de
Metamorfosis
fue total y merecido. Víctor Almeda consiguió mucha publicidad anticipada y la noche del estreno el Olimpia reventaba, había incluso gente de pie y predominaban los jóvenes. Las escaleras en que las cinco parejas evolucionaban se metamorfoseaban igual que los bailarines, y eran, con las luces, los verdaderos protagonistas del espectáculo. No había música. El ritmo lo marcaban los propios danzantes con las manos, los pies, y emitiendo sonidos agudos, guturales, roncos o silbantes, según cambiaban de identidad. Los mismos bailarines anteponían por turnos a los reflectores unas pantallas que cambiaban la intensidad y el color de la luz, gracias a lo cual los personajes parecían efectivamente tornasolar, cambiar de piel. Era bonito, sorprendente, imaginativo, un espectáculo de una hora que el público seguía inmóvil, expectante, sin que se oyera el zumbido de una mosca. El grupo iba a dar cinco funciones y terminó dando diez. Hubo artículos muy positivos en la prensa y en todos se mencionaba, con elogios, la escenografía de Marcella. La televisión lo filmó para pasar un fragmento en un programa dedicado a las artes.

Fui a ver el espectáculo tres veces. Siempre lo encontré lleno de público y el entusiasmo era idéntico al del día del estreno. La tercera vez, al terminar la función, cuando trepaba la tortuosa escalerilla del Olimpia hacia los camerines en busca de Marcella, me di poco menos que de bruces con ella, en brazos del apuesto y sudoroso Víctor Almeda. Se besaban con cierta furia y, al sentirme llegar, se soltaron, muy confundidos. Me hice el que no había advertido nada extraño y los felicité, asegurándoles que la función me había gustado todavía más que las dos veces anteriores.

Más tarde, camino a la casa, Marcella, a quien notaba muy incómoda, me encaró:

—Bueno, supongo que te debo una explicación por lo que has visto.

—No me debes ninguna, Marcella. Tú eres una persona libre y yo lo soy también. Vivimos juntos y nos llevamos muy bien. Pero, eso no debe recortar en lo más mínimo nuestra libertad. No hablemos más del asunto.

—Sólo quiero que sepas que lo siento mucho —me dijo—. Aunque las apariencias digan otra cosa, te aseguro que no ha pasado absolutamente nada entre Víctor y yo. Lo de esta noche ha sido una tontería sin ninguna importancia. Y no se va a repetir.

—Te creo —le dije yo, cogiéndola de la mano, porque me apenaba ver lo mal que se sentía—. Olvidemos todo esto. Y no pongas esa cara, por favor. Tú eres bonita sobre todo cuando sonríes.

En efecto, los días siguientes no volvimos a hablar del tema, y ella hizo muchos esfuerzos para mostrarse cariñosa. La verdad, no me afectó mucho saber que probablemente había surgido un romance entre Marcella y el coreógrafo alicantino. Nunca me había hecho muchas ilusiones sobre lo que duraría nuestra relación. Y ahora, además, sabía que mi amor por ella, si eso era amor, era un sentimiento bastante superficial. No me sentía herido ni humillado; sólo curioso por saber cuándo tendría que mudarme a vivir solo una vez más. Y desde entonces empecé a preguntarme si me quedaría en Madrid o volvería a París. Dos o tres semanas después, Marcella me anunció que habían invitado a Víctor Almeda a presentar
Metamorfosis
en Frankfurt, en un festival de danza moderna. Era una ocasión importante para que ella diera a conocer su trabajo en Alemania. ¿Qué me parecía?

—Magnífico —le dije—. Estoy seguro que
Metamorfosis
tendrá allá tanto éxito como en Madrid.

—Por supuesto que vendrás conmigo —se apresuró a decir ella—. Allá podrás seguir con las traducciones y…

Pero yo la acaricié y le dije que no fuera tonta ni pusiera esa cara de angustia. Yo no iría a Alemania, no teníamos dinero para eso. Me quedaría en Madrid trabajando en mi traducción. Yo tenía confianza en ella. Que preparara su viaje y se olvidara de todo lo demás, porque podía ser decisivo para su carrera. Se le salieron unos lagrimones al abrazarme y decirme al oído: «Te juro que aquella tontería no se repetirá jamás,
caro
».

«Por supuesto, por supuesto,
bambina
», la besé.

El mismo día que Marcella partió a Frankfurt, por tren —yo fui a despedirla a la estación de Atocha—, Víctor Almeda, que debía viajar dos días después por avión con el resto de la compañía, vino a tocarme la puerta del pisito de la calle Ave María. Traía una cara muy seria, como si lo devoraran profundas cuestiones. Supuse que venía a darme alguna explicación por el episodio del Olimpia y le propuse que tomáramos un café en el Barbieri.

En realidad, venía a decirme que él y Marcella estaban enamorados y que él consideraba su obligación moral hacérmelo saber. Marcella no quería hacerme sufrir y por eso se sacrificaba siguiendo a mi lado a pesar de amarlo a él. Ese sacrificio, además de hacerla desdichada, iba a perjudicar su carrera.

Le agradecí su franqueza y le pregunté si, contándome todo eso, esperaba que yo les resolviera el problema.

—Bueno —vaciló un momento—, en cierta forma, sí. Si usted no toma la iniciativa, ella no la tomará nunca.

—¿Y por qué tomaría yo la iniciativa de romper con una muchacha a la que tengo tanto cariño? —Por generosidad, por altruismo —dijo él en el acto, con una solemnidad tan teatral que tuve ganas de reírme—. Porque usted es un caballero. Y porque ahora ya sabe que ella me ama a mí.

En ese momento me di cuenta que el coreógrafo me trataba ahora de usted.

Las veces anteriores, siempre nos habíamos tuteado. ¿Pretendía de este modo recordarme los veinte años que yo le llevaba a Marcella?

—Tú no eres franco conmigo, Víctor —le dije—. Confiésame toda la verdad. ¿Marcella y tú planearon esta visita tuya? ¿Te pidió ella que me hablaras porque ella no se atrevía? Lo vi removerse en el asiento y negar con la cabeza. Pero, al abrir la boca, asintió:

—Lo decidimos entre los dos —reconoció—. Ella no quiere que tú sufras. Tiene toda clase de remordimientos. Pero yo la he convencido de que la primera lealtad no es con el qué dirán sino con los sentimientos.

Estuve a punto de decirle que lo que acababa de oír era una huachafería, y explicarle ese peruanismo, pero no lo hice porque ya estaba harto de él y quería que se fuera. De modo que le pedí que me dejara a solas, reflexionando sobre todo lo que me había dicho. Pronto tomaría una decisión al respecto. Le deseé muchos éxitos en Frankfurt y le di un apretón de mano.

En realidad ya había decidido dejar a Marcella con su bailarín y regresarme a París. Entonces, ocurrió lo que tenía que ocurrir.

Dos días después, mientras trabajaba en la tarde en mi querencia del fondo del Café Barbieri, una elegante silueta femenina se sentó de pronto en la mesa, frente a mí:

—No te voy a preguntar si sigues enamorado de mí, porque ya sé que no —dijo la niña mala—. Infanticida.

La sorpresa fue tan mayúscula que, no sé cómo, eché al suelo la botella de agua mineral medio llena, que se quebró en pedazos y salpicó a un muchacho con pelo de puercoespín y tatuajes de la mesa del lado. Mientras la camarera andaluza se afanaba levantando los pedazos de vidrio, yo examinaba a la dama que, de la manera más inesperada, luego de tres años, bruscamente resucitaba en el momento y el lugar más inesperado del mundo: el Café Barbieri de Lavapiés.

A pesar de que estábamos a fines de mayo y hacía calor, ella llevaba un saquito de media estación azul claro sobre una blusa blanca abierta, y alrededor de la garganta le bailaba una cadenita de oro. El cuidado maquillaje no ocultaba lo demacrado de su rostro, los huesos salidos de sus pómulos y las pequeñas bolsas alrededor de los ojos. Habían pasado sólo tres, pero a ella le habían caído diez años encima. Era una vieja. Mientras la chica andaluza estuvo limpiando el suelo, ella tamborileaba en la mesa con una de sus manos, de uñas cuidadosamente arregladas y pintadas, como si acabaran de pasar por la manicurista. Sus dedos se habían alargado y enflaquecido. Me miraba sin pestañear, sin humor y —¡colmo de los colmos!— me tomaba cuentas por mi mal comportamiento:

—Nunca hubiera creído que te pondrías a vivir con una mocosa que puede ser tu hija —repitió, indignada—. Y, además, una hippy que seguro no se baña nunca. Qué bajo has caído, Ricardo Somocurcio.

Tenía ganas de apretarle el pescuezo y de echarme a reír a carcajadas. No, no era broma: ¡me estaba haciendo una escena de celos! ¡Ella a mí!

—Tú tienes ya 53 o 54 años, ¿no? —prosiguió, tamborileando siempre en la mesa—. ¿Y cuántos esa Lolita? ¿Veinte?

—Treinta y tres —le dije yo—. Representa menos, es verdad. Porque es una chica feliz y la felicidad rejuvenece a la gente. Tú no pareces muy feliz, en cambio.

—¿Se baña alguna vez? —se exasperó ella—. ¿O a la vejez te ha dado por eso, por la suciedad?

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