Travesuras de la niña mala (41 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Travesuras de la niña mala
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¿Alguien que conoció en el gimnasio de l'avenue Montaigne, tal vez? Era un local caro, allí iban a rebajar la barriga viejos prósperos que podían asegurarle una vida más divertida y cómoda. Sabía que lo peor que podía ocurrirme era seguir barajando hipótesis de esta índole y que, por salud mental, tenía que olvidarme de ella cuanto antes. Porque, esta vez sí, la separación era definitiva, el fin de esa historia de amor. ¿Se podía llamar historia de amor a esa payasada de treinta y pico de años, Ricardito?

Conseguí no pensar mucho en ella los días, semanas y meses siguientes, en los que, sintiéndome una bolsa de huesos, piel y músculos desprovista de alma, andaba todo el día buscando trabajo. Me urgía porque necesitaba afrontar las deudas y los gastos diarios y porque sabía que la mejor manera de pasar este período era entregándome con afán a una obligación.

Durante algunos meses sólo conseguí traducciones mal pagadas. Por fin, un día me llamaron para un reemplazo en una conferencia internacional sobre derechos de autor patrocinada por la Unesco. Desde hacía algunos días tenía continuas neuralgias, que achaqué a mi mal estado de ánimo y a lo poco que dormía. Las combatía con analgésicos que me recetaba el boticario de la esquina. Mi reemplazo al intérprete de la Unesco fue un desastre. Las neuralgias me impedían hacer bien mi trabajo, y, a los dos días, tuve que rendirme y explicarle al jefe de intérpretes lo que me ocurría. El médico de la Seguridad Social me diagnosticó una otitis y me envió a un especialista. Tuve que hacer una cola de varias horas en el Hospital de la Salpêtriére y volver varias veces hasta poder ingresar al consultorio del doctor Pennau, un otorrinolaringólogo. Éste me confirmó que tenía una pequeña infección en un oído y me la curó en una semana. Pero, como las neuralgias y los mareos no cedieron, me derivó a un nuevo médico internista del mismo hospital. Luego de examinarme, este último me hizo tomar toda clase de análisis, incluida una resonancia magnética. Tengo un feo recuerdo de los treinta o cuarenta minutos que pasé en ese tubo metálico, enterrado vivo, inmóvil como una momia y con los oídos atormentados por rachas de ruidos atontadores.

La resonancia estableció que yo había padecido un pequeño ataque cerebral. Ésa era la verdadera razón de las neuralgias y los mareos. Nada muy grave; el peligro había pasado. En adelante, debería cuidarme, hacer ejercicios, dietas equilibradas, controlarme la presión, poco alcohol y una vida tranquila. «De jubilado», prescribió el doctor. Mi trabajo podría verse disminuido, cabía esperar una merma de la concentración y de la memoria.

Afortunadamente para mí, en esa época los Gravoski vinieron a pasar un mes a París, esta vez con Yilal. Había crecido mucho y en su manera de hablar y de vestirse se había vuelto un gringuito cabal. Cuando le expliqué que la niña mala y yo nos habíamos separado, puso una cara apenada: «Por eso no me contesta las cartas hace tiempo», susurró.

La compañía de esos amigos fue muy oportuna. Hablar con ellos, bromear, salir a cenar, al cine, me devolvió un poco el gusto a la vida. Una noche, tomando una cerveza en la terraza de un
bistrot
del boulevard Raspail, Elena dijo, de pronto:

—Esa loquita estuvo a punto de matarte, Ricardo. Y a mí que me caía tan simpática con todas sus locuras. Ésta, no se la voy a perdonar. Te prohíbo que te vuelvas a amistar con ella.

—Nunca más —le prometí—. He aprendido la lección. Además, como soy ahora una ruina humana, no hay el menor riesgo de que vuelva a meterse en mi vida.

—¿Así que las penas de amor causan los derrames cerebrales? —dijo Simon—. ¿El romanticismo, otra vez?

—En este caso sí, belga sin alma —replicó Elena—. Ricardo no es como tú. Él es un romántico, un hombre sensible. Ella ha podido matarlo con su última gracia. No se lo voy a perdonar, te juro. Y espero que tú, Ricardo, no seas tan cacaseno de irte tras ella como un perrito cuando te vuelva a llamar para que la saques de un nuevo enredo.

—Está visto que tú me quieres más que la niña mala, amiga —le besé la mano—. Cacaseno es una palabra que me va perfecta, por lo demás.

—En eso todos estamos de acuerdo —sentenció Simon.

—¿Qué es un cacaseno? —preguntó el gringuito.

A instancias de los Gravoski fui a ver a un neurocirujano, en una clínica privada de Passy. Mis amigos insistieron en que, por pequeño que hubiera sido, un derrame cerebral podía tener consecuencias y que debía saber a qué atenerme. Yo, sin muchas esperanzas, había pedido un nuevo préstamo a mi banco, para hacer frente a los intereses de la hipoteca y de los dos préstamos anteriores, y, para mi sorpresa, me lo concedieron. Me puse en manos del doctor Pierre Joudret, un hombre encantador y, hasta donde yo podía juzgar, un profesional competente. Me volvió a someter a toda clase de análisis y me prescribió un tratamiento para controlar la presión arterial y mantener una buena circulación de la sangre. En su consultorio, en esos días, conocí una tarde a Marcella.

Aquella noche, en Nanterre, luego de la función de
El burgués gentilhombre
, en que fuimos a tomar una copa de vino a un
bistrot
, la decoradora italiana me pareció muy simpática y, fascinantes, el ardor y la convicción con que hablaba de su trabajo. Me contó su vida, las peleas y reconciliaciones con sus padres, las escenografías que había diseñado en pequeños teatros de España y de Italia. La de Nanterre era una de las primeras que hacía en Francia. En un momento dado, entre otras mil cosas, me aseguró que los mejores decorados teatrales que había visto en París no estaban en los escenarios sino en los escaparates de las tiendas. ¿Me gustaría hacer un recorrido para que se me quitara la cara de escéptico con que la escuchaba?

Nos despedimos en la estación del metro con besos en las mejillas y quedamos en vernos el sábado siguiente. La excursión fue muy divertida, no tanto por las vitrinas que me llevó a ver sino por sus explicaciones e interpretaciones. Me mostró, por ejemplo, que aquel arenal con palmeras, de luz blanca, de La Samaritaine serviría maravillosamente para
Oh, les beaux jours
de Beckett, la marquesina de rojos encendidos de un restaurante árabe de Montparnasse como telón de fondo de
Orfeo en los infiernos
y la vitrina de una zapatería popular cerca de la iglesia de Saint Paul, en Le Marais, como la casa de Gepetto, en una adaptación teatral de Pinocho. Todo lo que decía era ingenioso, inesperado, y su entusiasmo y su alegría me tuvieron entretenido y contento. Durante la cena, en La Petite Périgourdine, un restaurante de la rue des Écoles, le dije que me gustaba y la besé. Ella me confesó que desde el día que conversamos en la sala de espera de la clínica de Passy supo que «algo había pasado entre nosotros». Me contó que había vivido cerca de dos años con un actor y que habían roto hacía poco, aunque seguían siendo buenos amigos.

Fuimos al pisito de Joseph Granier e hicimos el amor. Tenía un cuerpo menudo, con unos pechitos delicados, y era tierna, ardiente y sin complicaciones. Examinó mis libros y me riñó por tener sólo poesía, novelas y algunos ensayos pero ni un solo libro de teatro. Ella se encargaría de ayudarme a llenar ese vacío. «Has llegado a punto a mi vida,
caro
», añadió. Tenía una sonrisa ancha, que parecía salir no sólo de sus ojos y su boca, también de su frente, su nariz y sus orejas.

Marcella debía regresar a Italia un par de días después, por un posible trabajo en Milán, y la acompañé a la estación, porque viajaba en tren (tenía pavor al avión). Hablamos por teléfono varias veces y cuando regresó a París se vino a mi casa en vez de ir al hotelito del Barrio Latino en el que se alojaba. Trajo consigo una bolsa con un puñado de pantalones, blusas, chompas y sacones arrugados, y un baúl con libros, revistas, figurines y maquetas de sus montajes.

La instalación de Marcella en mi vida fue tan rápida que casi no tuve tiempo de reflexionar, de preguntarme si no daba un paso precipitado. ¿No hubiera sido más sensato esperar un poco, conocerse mejor, ver si la relación iba a funcionar? Después de todo, ella era una chiquilla y yo podía ser su padre. Pero, la relación funcionó, gracias a su manera de ser tan adaptable, tan sencilla en sus gustos, tan dispuesta a poner buena cara ante cualquier contrariedad. No hubiera podido decir que la quería, no en todo caso como había querido a la niña mala, pero me sentía bien a su lado, agradecido de que estuviera conmigo y hasta enamorada de mí. Me rejuvenecía y me ayudaba a echar tierra a los recuerdos.

A Marcella le salían de cuando en cuando algunos encargos, escenografías en teatros de barrio, subsidiados por los ayuntamientos. Entonces, se dedicaba con tanto enloquecimiento a su trabajo que se olvidaba de mi existencia. Yo tenía cada vez más dificultad para conseguir traducciones. Había renunciado a la interpretación, no me sentía capaz de hacer ese trabajo con la seguridad de antes. Y, tal vez porque se había corrido la voz sobre mis problemas de salud en el medio, cada vez me confiaban menos textos para traducir. Y los que conseguía tarde, mal y nunca, me tomaban mucho tiempo, porque a la hora u hora y media de estar trabajando, recomenzaban los mareos y los dolores de cabeza. En los primeros meses de vida en común con Marcella, mis ingresos se redujeron casi a nada y volví a verme angustiado con los pagos de la hipoteca y los intereses de los préstamos.

El administrador de la oficina de la Société Générale, a quien expliqué el problema, me dijo que la solución era vender el piso. Se había valorizado y podía obtener un precio que, luego de canceladas la hipoteca y las deudas, me dejaría una cantidad que, administrada con prudencia, podía darme un desahogo por un buen tiempo. Lo consulté con Marcella y ella me animó también a que lo vendiera. Que me sacara de la cabeza la preocupación por esos pagos que me desvelaban cada mes. «No te preocupes por el futuro,
caro
. Pronto empezaré a tener buenas comisiones. Si nos quedamos sin un centavo, nos iremos donde mis padres, a Roma. Nos instalaremos en una buhardilla donde, de chiquita, yo daba funciones de ilusionismo y magia para mis amistades, y donde guardo toda clase de cachivaches. Te llevarás muy bien con mi padre, que es casi de tu edad.» Vaya perspectiva, Ricardito.

Vender el departamento nos tomó algún tiempo. Era verdad, su precio se había triplicado, pero los candidatos a comprarlo que traían las agencias inmobiliarias ponían peros, pedían rebajas o arreglos y las cosas se alargaron cerca de tres meses. Por fin, llegué a un acuerdo con un funcionario del Ministerio de las Fuerzas Armadas, un señor atildado que llevaba monóculo. Empezaron entonces los aburridos trámites con notarías y abogados y la venta de los muebles. El día que firmamos la minuta de venta e hicimos el traspaso, al salir yo de la notaría, en una transversal de l'avenue de Suffren, una señora al verme se detuvo en seco y me quedó mirando. Sin reconocerla, la saludé con una inclinación de cabeza.

—Soy Martine —dijo ella, secamente, sin estirarme la mano—. ¿No me recuerda?

—Estaba distraído —me disculpé—. Claro que la recuerdo muy bien. Cómo está, Martine.

—Muy mal, cómo voy a estar —repuso ella. El disgusto le avinagraba la cara. No me quitaba la vista—. Pero, sepa que yo no me dejo pisotear. Sé muy bien defenderme. Le aseguro que este asunto no se va a quedar así.

Era una mujer alta y reseca, de cabellos grises. Llevaba impermeable y me escudriñaba como si quisiera romperme en la cabeza el paraguas que tenía en la mano.

—No sé de qué me habla, Martine. ¿Ha tenido usted problemas con mi esposa? Nosotros nos separamos hace algún tiempo, ¿no se lo dijo? Se quedó muda y me examinó, desconcertada. Su mirada me decía que yo le parecía un bicho muy raro.

—¿Usted no sabe nada, entonces? —murmuró—. ¿Vive en las nubes, entonces? ¿Con quién cree usted que se largó esa mosquita muerta? ¿No sabe que fue con mi marido?

No supe qué responderle. Me sentí estúpido, un bicho raro, sí. Haciendo un esfuerzo, musité:

—No, no lo sabía. Ella sólo me dijo que se iba y se fue. No he vuelto a saber nada de ella. Lo siento mucho, Martine.

—Yo le di todo, trabajo, amistad, mi confianza, pasando por alto lo de sus papeles, que nunca estuvieron muy claros. Le abrí mi casa. Y así me pagó, quitándome a mi marido. No porque se enamorara de él, sino por codicia. Por puro interés. No le importó destrozar a toda una familia.

Me pareció que, si no me iba de allí, Martine me abofetearía, como responsable de su desgracia familiar.

Tenía la voz rajada por la indignación.

—Le advierto que esto no se va a quedar así —repitió, accionando con el paraguas a unos centímetros de mi cara—. Mis hijos no lo van a permitir.

Ella sólo quiere esquilmarlo, porque eso es lo que es, una cazafortunas. Mis hijos han emprendido ya las acciones legales y la llevarán a la cárcel. Y usted hubiera hecho mejor vigilando un poco más a su mujer.

—Lo siento mucho, debo partir, esta conversación no tiene sentido —le dije, alejándome a largos trancos.

En vez de regresar a recoger a Marcella, que estaba despachando al depósito los enseres de la casa que no habíamos conseguido vender, fui a sentarme a un café de la École Militaire. Traté de poner en orden mi cabeza. Se me debía haber subido algo la presión porque me sentía congestionado y aturdido. No conocía al marido de Martine, pero sí a uno de sus hijos, un hombre hecho y derecho al que había visto de paso, una sola vez. La nueva conquista de la niña mala debía de ser, pues, muy mayor, un vejestorio como imaginé. Por supuesto que no se había enamorado de él. Nunca se había enamorado de nadie, salvo, acaso, de Fukuda. Lo había hecho para escapar del aburrimiento y la mediocridad de la vida en el pisito de la École Militaire, y en busca de aquello que había sido su primera prioridad desde que, de niñita, descubrió la vida de perro de los pobres y lo bien que vivían los ricos: esa seguridad que sólo el dinero garantizaba. Una vez más se había engatusado a sí misma con el espejismo del hombre rico; después de oír a Martine decir, con acento de trágica griega, «Mis hijos han iniciado acciones legales», era seguro que también esta vez las cosas no acabarían como ella creía. Le guardaba rencor pero, ahora, imaginándola con aquel vejete, también cierta compasión.

Encontré a Marcella extenuada. Había despachado ya el camioncito al depósito con lo que no pudimos vender y algunos cajones de libros. Sentado en el suelo de la salita, examiné las paredes y el espacio vacío con nostalgia. Nos fuimos a instalar a un hotelito de la rue de Cherche—Midi. Allí vivimos muchos meses, hasta la partida a España. Teníamos un cuarto pequeño y claro, con una ventana bastante amplia desde la que se divisaban los techos vecinos y a cuyo alféizar venían a comer las palomas los granos de maíz que les ponía Marcella (a mí me tocaba limpiar las cagarrutas). Pronto se llenó de libros, discos, y, sobre todo, de dibujos y maquetas de Marcella. Tenía una mesa larga, que en teoría compartíamos, pero, en verdad, la ocupaba sobre todo Marcella. Ese año me fue todavía más difícil conseguir traducciones, de modo que la venta del piso resultó muy conveniente. Había colocado el dinero sobrante en una cuenta a plazo fijo, y la pequeña mensualidad que cobraba nos exigía vivir con gran modestia. Tuvimos que suprimir restaurantes caros, conciertos, ir al cine no más de una vez por semana y sólo a los espectáculos para los que Marcella conseguía invitaciones. Pero era un alivio vivir sin deudas.

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