Read Travesuras de la niña mala Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Y, en ese momento, cuando iba a tomarla en mis brazos porque los ojos se le habían llenado de lágrimas, la campanilla del teléfono repiqueteó, haciéndonos dar un pequeño brinco a los dos.
—¡Ah, por fin! —exclamó la niña mala, levantando el fono—. El maldito teléfono. Lo arreglaron.
Oui, oui, monsieur. Ça marche trés bien, maintenant! Merci
.
Antes de que colgara yo había saltado sobre ella y la abrazaba, apretándola con todas mis fuerzas. La besaba con furia, con ternura, se me atropellaba la voz mientras le decía:
—¿Sabes qué es lo más bonito, lo que más me ha alegrado de todas esas cosas que me has dicho, chilenita? «
Oui, oui, monsieur. Ça marche trés bien, maintenant
».
Ella se echó a reír y murmuró que era la huachafería menos romántica de todas las que le había dicho hasta ahora. Mientras la desnudaba y me desnudaba yo, le dije al oído, sin dejar un momento de besarla: «Te llamé cuatro días seguidos, a todas horas, de noche, al amanecer, y, como no contestabas, me volví loco de desesperación. No comí, no viví, hasta ver que no te habías ido, que no estabas con un amante. Me ha vuelto la vida al cuerpo, niña mala». La oía retorcerse con las carcajadas. Cuando me obligó con sus dos manos a apartarle la cara para mirarme a los ojos, todavía la risa le impedía hablar. «¿De veras estabas loco de celos? Qué buena noticia, todavía estás enamorado de mí como un becerro, niño bueno.» Fue la primera vez que hicimos el amor sin dejar de reírnos.
Al fin, nos quedamos dormidos, entreverados y felices. En el sueño, de tanto en tanto, yo abría los ojos para verla. Nunca sería tan dichoso como ahora, jamás volvería a sentirme tan colmado. Nos despertamos ya de noche y, luego de ducharnos y vestirnos, llevé a la niña mala a cenar a La Closerie des Lilas, donde, como dos amantes en luna de miel, nos hablábamos bajito, mirándonos a los ojos, tomados de la mano, sonriendo, besándonos, mientras bebíamos una botella de champagne. «Dime alguna cosa bonita», me rogaba ella, de tanto en tanto.
Al salir de La Closerie des Lilas, en la pequeña placita donde la estatua del Mariscal Ney amenaza con su sable a las estrellas, a orillas de l'avenue de l'Observatoire, sentados en una banca, había dos
clochards
.
La niña mala se detuvo y me los señaló:
—¿Es ése, el de la derecha, el
clochard
que te salvó la vida esa noche, en el Pont Mirabeau, no es cierto?
—No, no creo que fuera él.
—Sí, sí —taconeó ella, enojada, ansiosa—. Es él, dime que sí es él, Ricardo.
—Sí, sí, fue él, tienes razón.
—Dame toda la plata que tengas en la cartera —me ordenó—. Los billetes y el sencillo también.
Hice lo que me pedía. Ella, entonces, con el dinero en la mano, se acercó a los dos
clochards
. La miraron como a un bicho raro, me imagino, pues estaba demasiado oscuro para verles las caras. Inclinada sobre él, la vi hablarle, entregarle el dinero, y, finalmente, vaya sorpresa, besar al
clochard
en las mejillas. Luego vino hacia mí, sonriendo como una niña que acaba de hacer una buena acción.
Se cogió de mi brazo y echamos a andar por el boulevard Montparnasse.
Hasta la École Militaire teníamos una buena media hora de marcha. Pero no hacía frío y no iba a llover.
—Ese
clochard
creerá que ha tenido un sueño, que se le apareció un hada caída del cielo. ¿Qué le dijiste?
—Muchas gracias, señor
clochard
; por haberle salvado la vida a mi felicidad.
—Te estás volviendo huachafita tú también, niña mala —la besé en los labios—. Dime otra, otra, por favor.
Hace cincuenta años el barrio madrileño de Lavapiés, antaño enclave de judíos y moriscos, era considerado todavía uno de los barrios más castizos de Madrid, donde se conservaban, como curiosidades arqueológicas, el chulapo y la chulapa y demás personajes de las zarzuelas, guapos de chaleco, gorra, pañuelo al cuello y pantalones ajustados, y manolas embutidas en vestidos de lunares, grandes aretes y sombrillas y pañuelos ceñidos sobre unas cabelleras recogidas en moños esculturales.
Cuando vine a vivir en Lavapiés, el barrio había cambiado de tal manera que a ratos me preguntaba si en esa Babel quedaba todavía algún madrileño de cepa o todos los vecinos éramos, como Marcella y yo, madrileños importados. Los españoles del barrio procedían de todos los rincones de España y con sus acentos y su variedad de tipos físicos contribuían a dar a esa mazamorra de razas, lenguas, dejes, costumbres, atuendos y nostalgias de Lavapiés el semblante de un microcosmos. La geografía humana del planeta parecía representada en su puñado de manzanas.
Al salir de la calle Ave María, donde vivíamos en el tercer piso de un edificio descolorido y averiado, se hallaba uno en una Babilonia en la que convivían mercaderes chinos y paquistaníes, lavanderías y tiendas hindúes, saloncitos de té marroquíes, bares repletos de sudamericanos, narcos colombianos y africanos y, por doquier, formando grupos en los zaguanes y las esquinas, cantidad de rumanos, yugoslavos, moldavos, dominicanos, ecuatorianos, rusos y asiáticos. Las familias españolas del barrio oponían a las transformaciones los viejos usos haciendo tertulia de balcón a balcón, poniendo a secar la ropa en cordeles tendidos en aleros y ventanas, y, los domingos, yendo en parejas, ellos con corbatas y ellas de negro, a oír misa a la iglesia de San Lorenzo, en la esquina de las calles del Doctor Piga y del Salitre.
Nuestro piso era más pequeño que el que yo tenía en la rue Joseph Granier, o me lo parecía, por lo atestado que estaba con los modelos en cartón, papel y madera balsa de los decorados de Marcella, que, como los soldaditos de plomo de Salomón Toledano, invadían los dos cuartitos y hasta la cocina y el bañito de la casa. Pese a ser tan diminuto y estar repleto de libros y discos, no resultaba claustrofóbico gracias a las ventanas a la calle por las que entraba a chorros la vivísima luz blanca de Castilla, tan distinta de la parisina, y porque tenía un balconcito, donde, en las noches, podíamos colocar una mesa y cenar bajo las estrellas madrileñas, que existen, aunque difuminadas por el reflejo de las luces de la ciudad.
Marcella conseguía trabajar en el piso, tumbada en la cama si dibujaba, o sentada sobre la alfombra afgana de la salita comedor si armaba sus modelos con pedazos de cartón, tablitas, goma, engrudo, cartulinas y lápices de colores. Yo prefería irme a hacer las traducciones que me conseguía el editor Mario Muchnik, a un cafecito vecino, el Café Barbieri, donde pasaba varias horas al día, traduciendo, leyendo y observando la fauna que frecuentaba el café y que nunca me aburría, porque encarnaba todo lo multicolor de esta naciente Arca de Noé en el corazón del viejo Madrid.
El Café Barbieri estaba en la misma calle Ave maría y parecía —así me lo dijo Marcella la primera vez que me llevó allí y ella sabía de esas cosas— un decorado expresionista del Berlín de los años veinte o un grabado de Grosz o de Otto Dix, con sus paredes desportilladas, sus rincones oscuros, sus medallones de damas romanas en el cielorraso y sus cubículos misteriosos donde, parecería, se podían cometer crímenes sin que los parroquianos se enteraran, apostar sumas enloquecidas en partidas de póquer en las que salieran a relucir cuchillos, o celebrar misas negras. Era enorme, anguloso, lleno de vericuetos, techos sombríos con plateadas telarañas, mesitas enclenques y sillas cojas, bancas y repisas a punto de desmoronarse de puro gastadas, oscuro, humoso, siempre lleno de gente que parecía disfrazada, una masa de extras de una comedia bufa apretujada entre bambalinas esperando salir a escena. Procuraba sentarme en una mesita del fondo, a la que llegaba un poco más de luz y porque allí, en vez de sillas, había un sillón bastante cómodo, forrado de un terciopelo que alguna vez fue rojizo y que se estaba desintegrando con los huecos abiertos por las quemaduras de cigarrillos y el roce de tantos traseros. Una de mis distracciones, cada vez que entraba al Café Barbieri, consistía en identificar los idiomas que oía desde la puerta hasta la mesa del fondo, y alguna vez conté media docena en esa brevísima trayectoria de una treintena de metros.
También camareras y camareros representaban la diversidad del barrio: suecos, belgas, norteamericanos, marroquíes, ecuatorianos, peruanos, etcétera. Cambiaban todo el tiempo, porque debían de estar mal pagados, y las ocho horas que hacían de corrido, en dos turnos, los clientes los tenían llevando y trayendo cervezas, cafés, tes, chocolates, copas de vino y bocadillos. Apenas me veían instalado en la mesa habitual, con mis cuadernos y mis plumas y el libro que estaba traduciendo, se apresuraban a traerme el cafecito cortado y la botella de agua mineral sin gas.
En esa mesita hojeaba los periódicos de la mañana, y, en las tardes, cuando me cansaba de traducir, me ponía a leer, ya no por trabajo sino por placer. Los tres libros que llevaba traducidos, de Doris Lessing, de Paul Auster y de Michel Tournier, no me habían costado gran esfuerzo, pero tampoco me divertí mucho vertiéndolos en español. Aunque sus autores estaban de moda, las novelas que me dieron a traducir no eran las mejores que habían escrito. Como siempre sospeché, las traducciones literarias estaban pésimamente pagadas, muy por debajo de las comerciales. Pero yo ya no estaba en condiciones de hacer es tas últimas, pues, debido al cansancio mental que me venía cuando hacía un esfuerzo de concentración prolongado, avanzaba muy despacio. De todas maneras, estos magros ingresos me permitían ayudar a Marcella con los gastos de la casa y no sentirme un mantenido. Mi amigo Muchnik había tratado de ayudarme a conseguir alguna traducción del ruso —era lo que más me ilusionaba—, y estuvimos a punto de convencer a un editor a que se animara a publicar
Padres e hijas
de Turgueniev, o el estremecedor
Réquiem
de Anna Ajmátova, pero no resultó porque la literatura rusa interesaba todavía poco a los lectores españoles e hispanoamericanos y aún menos la poesía.
No podría decir si Madrid me gustaba o no. Conocía poco los otros barrios de la ciudad, en los que apenas me había aventurado las veces que iba a un museo o a los espectáculos acompañando a Marcella. Pero me sentía a gusto en Lavapiés, a pesar de haber sido atracado en sus calles por primera vez en mi vida, por un par de árabes que me robaron el reloj, un monedero con algo de sencillo y mi lapicero Mont Blanc, mi último lujo. La verdad, allí me sentía en casa, inmerso en una vida bullente. A veces, en las tardes, Marcella venía a buscarme al Barbieri y dábamos un paseo por el barrio, que llegué a conocer como la palma de mi mano. Siempre le descubría alguna curiosidad o extravagancia. Por ejemplo, la tienda—locutorio del boliviano Alcérreca, quien, para poder atender mejor a sus clientes africanos, había aprendido a hablar swahili. Si daban algo interesante, nos íbamos a la Filmoteca a ver una película clásica.
En esos paseos, Marcella hablaba sin descanso y yo escuchaba. Intervenía muy de cuando en cuando para darle un respiro y, mediante una pregunta u observación, animarla a que continuara contándome en qué proyecto le gustaría estar metida. A veces no prestaba mucha atención a lo que me contaba, por fijarme tanto en la manera como lo hacía: con pasión, convicción, ilusión y alegría. Nunca conocí a nadie que se entregara de manera tan total —tan fanática, diría, si la palabra no tuviera reminiscencias tenebrosas— a su vocación, que supiera de manera tan excluyente lo que quería hacer en la vida.
Nos habíamos conocido años atrás, en París, en una clínica de Passy donde yo me iba a hacer unos análisis y ella a visitar a una amiga recién operada. En la media hora que compartimos la sala de espera me habló con tanto entusiasmo de una obra de Moliére,
El burgués gentilhombre
, montada en un teatrito de Nanterre, cuyos decorados había hecho ella, que fui a verla. Encontré a Marcella en el teatro y, al terminar la función, le propuse que tomáramos una copa en un
bistrot
vecino a la estación del metro.
Hacía dos años y medio que vivíamos juntos, el primer año en París y, luego, en Madrid. Marcella era italiana, veinte años más joven que yo. Estudió arquitectura en Roma para dar gusto a sus padres, ambos arquitectos, y desde estudiante comenzó a trabajar como decoradora de teatro. Que no ejerciera nunca la arquitectura resintió a sus padres y durante unos años estuvieron distanciados. Se reconciliaron cuando ellos comprendieron que lo de su hija no era un capricho sino una verdadera vocación. De cuando en cuando, iba a pasar unas temporadas con sus padres, en Roma, y, como tenía pocos ingresos —era la persona más trabajadora del mundo, pero los decorados que le encargaban eran de poca monta, en teatros marginales, y le pagaban poco y a veces nada—, sus padres, bastante acomodados, le enviaban de tanto en tanto unos giros gracias a los cuales ella podía dedicar su tiempo y su energía al teatro. No había triunfado, y no era algo que le importara mucho, porque ella tenía —y yo también— la seguridad absoluta de que tarde o temprano la gente de teatro de España, de Italia, de toda Europa, terminaría por reconocer su talento. Aunque hablaba muchísimo, moviendo las manos como una italiana de caricatura, a mí no me aburría nunca. Me quedaba embebido oyéndola describirme las ideas que le revoloteaban en la cabeza para revolucionar la ambientación de
El jardín de los cerezos, Esperando a Godot, Arlequín, Servidor de dos amos
o
La Celestina
. Alguna vez la contrataron en el cine como ayudante de decoradores y hubiera podido abrirse camino en ese medio, pero a ella le gustaba el teatro y no estaba dispuesta a sacrificar su vocación, aunque fuera más difícil salir adelante decorando obras de teatro que películas o programas de televisión. Gracias a Marcella, aprendí a ver los espectáculos con otros ojos, a prestar atención cuidadosa no sólo a las historias y a los personajes, también a los lugares, a la luz dentro de la cual se movían y a las cosas que los rodeaban.
Era menuda, de cabellos claros, ojos verdes y una piel muy blanca y tersa, con una sonrisa muy alegre. Transpiraba dinamismo. Andaba vestida de cualquier manera, con sandalias, vaqueros y una chamarra gastada la mayor parte del tiempo, y usaba anteojos para leer y para el cine, unas minúsculas gafas sin montura que daban a su expresión un aspecto algo payaso. Era desinteresada, falta de cálculo, generosa, capaz de dedicar mucho tiempo a trabajos insignificantes, como una única representación de una comedia de Lope de Vega por los estudiantes de un colegio, en cuyo decorado de cuatro cachivaches y un par de lonas pintadas se volcaba con la obstinación con que lo haría el decorador al que por primera vez le encargaba un decorado l'Opéra de París. La satisfacción que sentía la compensaba con creces por lo poco o nada que le reportaba aquella aventura. Si a alguien le convenía aquello de «trabajar por amor al arte» era a Marcella.