Travesuras de la niña mala (33 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Travesuras de la niña mala
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Cada vez que salía en viaje de trabajo fuera de París, hablábamos cada dos días. Me llamaba ella, pues era más barato; los hoteles y pensiones recargaban bárbaramente las llamadas internacionales. Pero, a pesar de que yo le había dejado el teléfono del Hotel Shoreham, en Bays-water, los dos primeros días en Londres la niña mala no me llamó. Al tercero, lo hice yo, temprano, antes de salir al Instituto del Commonwealth, donde se celebraba la conferencia.

La noté muy rara. Lacónica, evasiva, irritada. Me asusté, pensando que a lo mejor le habían vuelto los antiguos ataques de pánico. Me aseguró que no, se sentía bien. ¿Extrañaba a Yilal, entonces? Claro que lo extrañaba. ¿Y a mí también me extrañaba un poquito?

—A ver, déjame pensarlo —me dijo, pero el tono de su voz no era el de una mujer que bromea—. No, francamente, no te extraño mucho todavía.

Me quedó un mal gustito en la boca cuando colgué. Bueno, todo el mundo tenía sus períodos de neurastenia, en los que prefería mostrarse antipático para dejar sentado su disgusto con el mundo. Ya se le pasaría. Como dos días después tampoco me llamó, lo hice yo de nuevo, también muy temprano. No contestó el teléfono. Era imposible que saliera de la casa a las siete de la mañana: no lo hacía jamás. La única explicación era que seguía de mal humor —pero ¿de qué?— y que no quería contestarme, pues sabía muy bien que era yo quien la llamaba. Volví a llamarla en la noche y tampoco levantó el teléfono. Llamé cuatro o cinco veces en el curso de una noche de desvelo: silencio total. Los chirridos intermitentes del teléfono me persiguieron las veinticuatro horas siguientes hasta que, apenas terminada la última sesión, corrí al aeropuerto de Heathrow a tomar mi avión a París. Toda clase de pensamientos tenebrosos me hicieron infinito el viaje y, luego, el recorrido del taxi de Charles de Gaulle a la rue Joseph Granier.

Eran las dos y pico de la madrugada, cuando, bajo una lluviecita persistente, abrí la puerta de mi departamento. Estaba a oscuras, vacío, y sobre la cama había una cartita escrita a lápiz sobre ese papel amarillo rayado que teníamos en la cocina para anotar los asuntos del día. Era un modelo de hielo y laconismo: «Ya me cansé de jugar al ama de casa pequeñoburguesa que te gustaría que fuera. No lo soy ni lo seré. Te agradezco mucho lo que has hecho por mí. Lo siento. Cuídate y no sufras mucho, niño bueno».

Desempaqué, me lavé los dientes, me acosté. Y estuve el resto de la noche pensando, divagando. ¿Esto habías estado esperando, temiendo, no? Sabías que iba a ocurrir tarde o temprano, desde que, siete meses atrás, instalaste a la niña mala en la rue Joseph Granier. Aunque, por cobardía, hubieras tratado de no asumirlo, de esquivarlo, engañándote, diciéndote que ella, por fin, después de esas horribles experiencias con Fukuda, había renunciado a las aventuras, a los peligros, y se había resignado a vivir contigo. Pero siempre supiste, en el fondo de los fondos, que aquel espejismo duraría sólo lo que durase su convalecencia. Que la vida mediocre y aburrida que llevaba contigo la cansaría y que, una vez que recobrase la salud, la confianza en sí misma y se le evaporara el remordimiento o el miedo a Fukuda, se las arreglaría para encontrar a alguien más interesante, más rico y menos rutinario que tú, y emprendería una nueva travesura.

Apenas hubo algo de luz en la claraboya, me levanté, me preparé un café y abrí la pequeña cajita de seguridad donde tenía siempre una cantidad de dinero en efectivo para los gastos del mes. Se lo había llevado todo, naturalmente. Bueno, por lo demás no era gran cosa. ¿Quién sería, esta vez, el dichoso mortal? ¿Cuándo y cómo lo habría conocido? Durante alguno de mis viajes de trabajo, sin duda. Tal vez en el gimnasio de l'avenue Montaigne, mientras hacía aerobics y nadaba. Acaso uno de esos playboys sin pizca de grasa en el cuerpo y buenos músculos, esos que se dan baños ultravioletas para tostarse la piel y se hacen arreglar las uñas y masajear el cuero cabelludo en las peluquerías. ¿Habrían hecho el amor ya, mientras ella, a la vez que mantenía la pantomima de seguir conmigo, preparaba en secreto la fuga? Seguramente. Y, sin duda, el nuevo galán tendría menos miramientos que tú, Ricardito, con su vagina lastimada.

Revisé todo el departamento y no quedaba rastro de ella. Se había llevado hasta el último imperdible. Se diría que nunca había estado acá. Me bañé, me vestí y salí a la calle, huyendo de esos dos cuartitos y medio donde, tal como se lo dije al despedirme, había sido más feliz que en ninguna otra parte, y donde sería a partir de ahora —¡una vez más!— inmensamente desgraciado. Pero ¿no lo tenías bien merecido, peruanito? ¿No sabías, acaso, cuando no le contestabas sus llamadas por teléfono, que, si lo hacías y sucumbías de nuevo a esa pasión testaruda, todo terminaría como ahora? No había de qué sorprenderse: había ocurrido lo que siempre supiste iba a ocurrir.

Hacía un día bonito, sin nubes, con un sol algo frío, y la primavera había llenado de verdura las calles de París. Los parques ardían de flores. Caminé horas, por los muelles, por las Tullerías, por el Luxemburgo, metiéndome, cuando sentía que me iba a desmayar de fatiga, a un café a tomar algo. Al atardecer, comí un sándwich con una cerveza y luego entré a un cine, sin saber siquiera qué película daban. Me quedé dormido apenas me senté y desperté sólo cuando encendieron las luces. No recordaba una sola imagen.

En la calle era ya de noche. Sentía mucha angustia y temía que se me salieran las lágrimas. No sólo eres capaz de decir huachaferías sino también de vivirlas, Ricardito. La verdad, la verdad, esta vez no iba a tener las fuerzas necesarias para, como había hecho las otras veces, recomponerme, reaccionar, y seguir jugando a que me olvidaba de la niña mala.

Subí por los muelles del Sena hasta el lejano Pont Mirabeau, tratando de recordar los primeros versos del poema de Apollinaire, repitiéndolos entre dientes:

Sous le Pont Mirabeau

Coule la Seine

Faut-il qu'il m'en souvienne

de nos amours Ou aprés la joie

Venait toujours la peine?

Había decidido, con frialdad, sin dramatismo, que ésa era después de todo una manera digna de morir: saltando desde ese puente dignificado por la buena poesía modernista y la voz intensa de Juliette Gréco a las aguas sucias del Sena. Aguantando la respiración o tragando agua a borbotones, perdería rápidamente la conciencia —tal vez la perdería con el golpe, al estrellarse mi cuerpo en el agua— y la muerte seguiría al instante. Si no podías tener lo único que querías en la vida, que era ella, mejor acabar de una vez y de este modo, pichiruchi.

Llegué al Pont Mirabeau literalmente hecho una sopa. Ni siquiera había advertido que llovía. Ni transeúntes ni coches aparecían por las cercanías. Avancé hasta la mitad del puente y sin vacilar me encaramé al borde metálico, donde, al empinarme para saltar —juro que iba a hacerlo—, sentí un golpe de viento en la cara y, al mismo tiempo, dos manazas que me rodeaban las piernas y de un jalón me hacían trastabillar y caer de espaldas, en el asfalto del puente:


Fais pas le con, imbécile

Era un
clochard
que olía a vino y mugre, medio perdido dentro de un gran impermeable de plástico que le cubría la cabeza. Tenía una enorme barba que parecía entre gris y blancuzca. Sin ayudarme a levantarme, me puso la botella de vino en la boca y me hizo beber un trago: algo caliente y fuerte, que me removió las entrañas. Un vino pasado, que se volvía ya vinagre. Tuve una arcada, pero no vomité.


Fais pas le con, mon vieux
—repitió. Y vi que, dando media vuelta, se alejaba, tambaleándose, con su botella de vino agrio bailoteando en la mano. Supe que recordaría siempre su facha amorfa, esos ojos saltones y congestionados y su voz ronca, humana.

Regresé caminando hasta la rue Joseph Granier, riéndome de mí mismo, lleno de gratitud y admiración por ese vagabundo borracho del Pont Mirabeau que me había salvado la vida. Iba a saltar, lo hubiera hecho si él no me lo impedía. Me sentía estúpido, ridículo, avergonzado, y había comenzado a estornudar. Toda esta payasada barata terminaría en un resfrío. Me dolían los huesos de la espalda con el porrazo en el pavimento y quería dormir, dormir el resto de la noche y de la vida.

Cuando estaba abriendo la puerta de mi departamento descubrí una rayita de luz dentro. Crucé de dos saltos la salita comedor. Desde la puerta del dormitorio vi a la niña mala, de espaldas, probándose ante el espejo de la cómoda el vestido de bailarina árabe que le compré en El Cairo y que no creo que se hubiera puesto antes.

Aunque tenía que haberme sentido, no se volvió a mirarme, como si hubiera entrado en el cuarto un fantasma.

—¿Qué haces tú acá? —dije, grité o rugí, paralizado en el umbral, sintiendo mi voz rarísima, como la de un hombre al que estrangulan.

Con mucha calma, como si no pasara nada y toda esta escena fuera la más trivial del mundo, la figurita morena, semidesnuda, envuelta en velos, de cuya cintura colgaban unas cintas que podían ser de cuero o cadenas, se volvió de medio lado y me miró, sonriendo:

—Cambié de idea y aquí me tienes de regreso —hablaba como si me revelara un chisme de salón. Y, pasando a cosas más importantes, me señaló su vestido y explicó—: Me estaba un poco grande, pero creo que ahora va bien. ¿Cómo me queda?

No pudo decir más porque yo, no sé cómo, había cruzado la habitación de un salto y la había abofeteado con todas mis fuerzas. Vi un brillo de terror en sus ojos, la vi remecerse, apoyarse en la cómoda, caer al suelo y la oí decir, acaso gritar, sin perder del todo la serenidad, esa calma teatral:

—Estás aprendiendo a tratar a las mujeres, Ricardito.

Yo me había dejado caer al suelo junto a ella y la tenía cogida de los hombros y la sacudía, enloquecido, vomitando mi despecho, mi furia, mi estupidez, mis celos:

—Es un milagro que no esté en el fondo del Sena, por tu culpa, por ti —se atropellaban las palabras en mi boca, se me trababa la lengua—. Estas últimas veinticuatro horas me has hecho morir mil veces. A qué juegas tú conmigo, dime a qué. ¿Para eso me llamaste, me buscaste, cuando ya me había librado de ti? ¿Hasta cuándo crees que voy a aguantar? Yo también tengo un límite. Te podría matar.

En ese momento me di cuenta de que, en efecto, hubiera podido matarla si seguía sacudiéndola así. Asustado, la solté. Ella estaba lívida y me miraba, boquiabierta, protegiéndose con los dos brazos levantados.

—No te reconozco, no eres tú —murmuró y se le cortó la voz. Se había comenzado a sobar la mejilla y la sien derecha, que, en la media luz, me parecieron hinchadas.

—Estuve a punto de matarme por ti —repetí, la voz impregnada de rencor y de odio—. Me subí a la baranda del puente para tirarme al río y me salvó un
clochard
. Un suicida, lo que faltaba en tu currículo. ¿Tú crees que vas a seguir jugando así conmigo? Está visto que sólo matándome o matándote me libraré para siempre de ti.

—Mentira, tú no quieres matarte ni matarme —dijo, arrastrándose hacia mí—. Sino cacharme. ¿No es verdad? Yo también quiero que me caches. O, si esa lisura te molesta, que me hagas el amor.

Era la primera vez que le oía esa palabrota, un verbo que no escuchaba hacía siglos. Ella se había incorporado a medias para echarse en mis brazos y me tocaba la ropa, escandalizada: «Estás empapadito, te vas a resfriar, quítate esta ropa mojada, zonzito». «Si quieres, después me matas, pero, ahorita, hazme el amor.» Había recuperado la serenidad y ahora era dueña de la situación. El corazón se me salía por la boca y apenas podía respirar. Pensé que sería estúpido que precisamente en este momento me diera un síncope. Me ayudó a quitarme el saco, el pantalón, los zapatos, la camisa —todo parecía recién salido del agua— y, a la vez que me ayudaba a desvestirme, me pasaba la mano por los cabellos en esa rara, única caricia que se dignaba hacerme algunas veces. «Cómo te late el corazón, tontito», me dijo, un momento después, pegando su oreja a mi pecho. «¿Yo lo he puesto así?» Yo había comenzado a acariciarla también, sin que por ello hubiera dominado la rabia. Pero, a esos sentimientos se mezclaba ahora un deseo creciente que ella atizaba —se había arrancado el vestido de bailarina y tendida sobre mí me secaba moviéndose sobre mi cuerpo—, metiéndome la lengua en la boca, haciéndome tragar su saliva, atrapando mi sexo, acariciándolo con las dos manos, y, por fin, encogiéndose como una anguila sobre sí misma, llevándoselo a la boca. La besé, la acaricié, la abracé, sin la delicadeza de otras veces, más bien con rudeza, todavía herido, dolido, y, por fin, la obligué a sacar mi sexo de su boca y a ponerse debajo de mí. Abrió las piernas, dócilmente, cuando sintió que mi sexo tieso forcejeaba para entrar en ella. La penetré con brutalidad y la sentí aullar de dolor. Pero no me rechazó y, con el cuerpo tenso, esperó, quejándose, gimiendo despacito, que eyaculara. Sus lágrimas mojaban mi cara y yo las lamía. Estaba demacrada, con los ojos desorbitados y la cara descompuesta por el dolor.

—Es mejor que te vayas, que me dejes de verdad —le imploré, temblando de pies a cabeza—. Hoy he estado a punto de matarme y casi te mato a ti.

No quiero eso. Anda, búscate otro, uno que te haga vivir intensamente, como Fukuda. Uno que te azote, que te preste a sus compinches, te haga tragar polvos para que le sueltes pedos en su inmunda jeta. Tú no eres para vivir con un santurrón aburrido como yo.

Ella me había pasado los brazos alrededor del cuello y me besaba en la boca mientras yo le hablaba. Todo su cuerpo se restregaba para ajustarse más al mío.

—No pienso irme ni ahora ni nunca —me susurró en el oído—. No me preguntes por qué, porque ni muerta te lo voy a decir. Nunca te voy a decir que te quiero aunque te quiera.

En ese momento debo de haberme desmayado, o dormido de golpe, aunque ya, desde sus últimas palabras, sentí que me abandonaban las fuerzas y todo comenzaba a darme vueltas. Me desperté mucho después, en la habitación a oscuras, sintiendo una forma tibia metida dentro de mí. Estábamos acostados, bajo las sábanas y frazadas, y por la gran claraboya del techo vi titilar alguna estrella. Había cesado de llover hacía rato, sin duda, porque los cristales ya no estaban empañados. La niña mala estaba soldada a mi cuerpo, sus piernas enredadas a las mías y su boca apoyada en mi mejilla. Sentí su corazón; latía, acompasado, dentro de mí. Se me había evaporado la cólera y ahora estaba lleno de arrepentimiento por haberla golpeado y haberla hecho sufrir mientras la amaba. La besé con ternura, tratando de no despertarla, y susurré sin ruido en su oído: «Te amo, te amo, te amo». No estaba dormida. Se apretó a mí y me habló poniendo sus labios sobre los míos, mientras entre palabra y palabra, su lengua picoteaba la mía:

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