Flint Fireforge, enano y maestro forjador, recibe la inesperada invitación del Orador de los Soles para visitar la mítica ciudad de Qualinost, allí conoce al joven Tanis, fruto de la trágica unión entre una elfa y un humano, y entre ambos surge una amistad poco corriente.
Pronto un grave suceso los pone a prueba: dos elfos son asesinados misteriosamente y todas las sospechas recaen sobre Tanis. Si él y su amigo Flint no consiguen demostrar que es inocente, se enfrentará a la pena de destierro. Pero desentrañar el misterio encierra un gran peligro, porque el asesino planea seguir adelante con sus crímenes.
Mark Anthony & Ellen Porath
Qualinost
Dragonlance: Compañeros de la Dragonlance - 1
ePUB v1.0
OZN20.07.12
Título original:
Kindred Spirits
Mark Anthony & Ellen Porath
Traducción: Mila López Diaz-Guerra
Ilustraciones: Clyde Caldwell
Diseño/retoque portada: OZN
Editor original: OZN (v1.0)
ePub base v2.0
AÑO 258 D.C.
(DESPUÉS DEL CATACLISMO)
El llanto de la criatura no era el de un niño elfo.
Tía Ailea, anciana incluso a los ojos de una raza de vida tan longeva como la elfa, dirigió una mirada compasiva al bebé mientras lo envolvía en los pañales de fino lino. La luz de la lumbre se reflejaba en las paredes de cuarzo rosa de la casa de la partera, y bañaba en un fulgor dorado al sollozante recién nacido, cuyo pecho se estremecía con los hipidos. Un soplo de brisa penetró por la ventana abierta a un callejón de Qualinost, y renovó el aire cargado de sudor, sangre y tristeza.
—Cuánta pasión —susurró tía Ailea—. Incluso con tu primer aliento pones de manifiesto tu ascendencia paterna. Como para desmentir su comentario, el bebé, con los bracitos ceñidos contra el pecho, cesó en sus llantos, bostezó y se quedó dormido. Con el sueño, su carita rubicunda asumió una expresión relajada.
La partera lo cogió en brazos y se dirigió a una mecedora situada frente a la chimenea. El mueble, casi tan viejo como la propia Ailea, contrastaba con las paredes de roca viva casi tanto como un par de zapatillas desgastadas desentonaban junto a un vestido sin estrenar. La mecedora, cuya madera estaba pulida por los siglos de uso, emitió un agradable crujido cuando Ailea se acomodó en ella. La anciana recostó al bebé en su regazo y siguió con el dedo la línea de una de las diminutas orejas.
—No tan puntiaguda como la de un elfo, pero tampoco tan redonda como la de un humano —dijo con un susurro al pequeño, que abrió los ojos y los cerró otra vez al darle en ellos la luz de la lumbre. La voz de Ailea sonaba como música, como la melodía de una flauta de madera pulida cientos de veces.
Se inclinó sobre el bebé, como si llevara a cabo un ritual, y aspiró el olor del recién nacido; éste era un momento del que nunca se cansaba.
La sangre humana que corría por las venas del recién nacido pondría pasión en su flemático corazón elfo, pensó la partera.
—Oh, sí, pequeñín —susurró con ardor, a la vez que sus pupilas relucían como ágatas—. Te hará falta esa pasión. La vida de un semielfo no es fácil en Qualinost en los tiempos que corren.
Aparte de la satisfacción que le causaba que el recién nacido fuera sano y robusto, poco más había en aquel momento que significara una alegría para la anciana. Frenó un poco el ritmo de la mecedora y echó una ojeada a la cama instalada en un nicho de la pared, lejos de la chimenea. Había apagado la lámpara que había ardido a los pies del jergón durante lo que parecieron horas interminables; en el lecho yacía una figura borrosa, con el rostro sereno tras las horas de agotadora brega.
Tía Ailea era de talla baja en comparación con la estatura media de los elfos, y sus ojos eran castaños, un color poco frecuente en Qualinesti, prueba fehaciente de que por sus venas también corría sangre humana desde hacía generaciones. Sin embargo, sus orejas eran puntiagudas, su constitución esbelta, y los dedos largos y delicados, como lo habían sido los de su madre elfa.
Vivía entre los qualinestis hacía tanto tiempo que daba la impresión de que hubiera estado siempre allí, atendiendo a los partos de sus pocos y preciados hijos. Era una imagen familiar para todos verla caminar por las calles de Qualinost entre las casas de tonos rosas construidas a semejanza de árboles, con su mochila de partera colgada al hombro; la mayoría de los habitantes de la ciudad —y sobre todo cualquier mujer que había tenido complicaciones durante el embarazo— no tomaban en cuenta el mestizaje de la anciana. Era una experta en el saber tradicional de las hierbas, con el que había facilitado la labor de muchas parturientas, y, aunque no era maga, conocía lo bastante de este arte para mitigar los dolores previos a las contracciones finales.
Mas, a pesar de toda su experiencia y conocimientos, no había sido capaz de salvar a Elansa.
Con un gesto inconsciente, Ailea ciñó el abrazo en torno al pequeño huérfano, de tal manera que el chiquitín despertó y dio un chillido de protesta. La anciana aceleró el ritmo de la mecedora mientras acariciaba la frente del recién nacido, las mejillas, el puente de la nariz, hasta que los párpados se le cerraron y se quedó otra vez dormido.
De repente, un sonido musical llegó a sus oídos: el de unos cascabeles prendidos al arnés de uno o varios caballos. Poco después, escuchó la voz de contralto de su sirvienta en la antesala del piso inferior, seguida de pisadas en la escalera que subían a la segunda planta de la vivienda. Recostó al pequeño contra su hombro cuando la puerta del cuarto, tallada con relieves de hojas de álamo, se abrió.
El Orador de los Soles, señor de Qualinesti, se encontraba en el umbral, con el rostro ensombrecido por la preocupación. Parte de su túnica, bordada con hilo dorado, reflejaba la luz de la lumbre; la otra mitad estaba bañada por la luz de la luna plateada, Solinari, cuyos rayos penetraban por una ventana contigua a la puerta de la habitación. Al tocar el suelo, los rayos se teñían de rojo, semejando gotas de sangre; Lunitari, la luna carmesí de Krynn, también brillaba ya en el cielo.
La mirada de tía Ailea se desplazó hacia la figura tendida en el lecho, y los ojos del Orador la siguieron.
—¿Está dormida? —preguntó en voz baja.
Otro soplo de brisa entró por la ventana, y trajo el sonido de unas risas procedentes del callejón. Tía Ailea movió la cabeza una vez en un gesto de negación, y apretó su mejilla surcada de arrugas contra el bebé dormido mientras observaba al Orador, que se acercó despacio hacia el lecho donde yacía el cadáver de la mujer. La mano le tembló cuando la alargó para tocar a Elansa, la viuda de su hermano muerto, pero contuvo el ademán y la mano colgó fláccida junto a su costado.
Tragó saliva para deshacer el nudo de la garganta.
—Ailea, si tú has sido incapaz de salvarla con toda tu experiencia, nadie lo habría conseguido.
—Estaba demasiado debilitada, Solostaran —repuso la partera con suavidad—. Aguantó hasta que nació el niño, e incluso lo amamantó una vez, pero después se dejó morir.
El Orador de los Soles miró a la anciana. No dio muestras de haber advertido que se había dirigido a él por su nombre, y no por el título que había recibido cuando subió a la tribuna de la Torre del Sol para gobernar a los elfos de Qualinesti hacía más de cien años. Una fugaz expresión de dolor pasó por su rostro de rasgos aguileños.
—Se dejó morir... —repitió con voz queda.
Para los elfos, la vida era sagrada, y ponerle fin de manera voluntaria se consideraba una blasfemia.
—¿Y la criatura? —inquirió.
Los labios de la anciana esbozaron una peculiar sonrisa, que no era de alegría ni tampoco de pesar; evocó durante un instante la noche en que el propio Solostaran había nacido, mucho tiempo atrás. Cuán distinto era el ambiente, cuán opulentas las habitaciones, alumbradas por infinidad de antorchas. Cuán reverente el séquito que aguardaba apiñado en las sombras, junto a la inmensa estancia donde tenía lugar el parto. En nada se parecía al reducido cuarto de una partera mestiza, aunque fuera la mejor partera del reino. Elansa podría haber dado a luz en la corte, pero, en lugar de ello, prefirió hacerlo en casa de tía Ailea.
La anciana sostuvo al recién nacido de manera que el Orador lo viera. Solostaran se arrodilló a su lado y observó a la criatura apenas un momento, antes de hundir la cabeza en el pecho.
—Así pues, nuestros temores eran fundados —comentó con frialdad.
«No —
estuvo a punto de replicar Ailea—.
Tus temores eran fundados.»
Mas contuvo la lengua. Kethrenan, el hermano menor del Orador, había perecido en una emboscada, a manos de unos rufianes humanos, en la calzada que conducía a Pax Tharkas, al sur de Qualinesti. A pesar de que siglos atrás las dos razas, elfa y humana, habían sido aliadas y amigas, estas cuadrillas de salteadores eran habituales desde la destrucción que sobrevino con el Cataclismo. Uno de aquellos maleantes había violado a la esposa de Kethrenan y la había dejado tirada en la embarrada calzada dándola por muerta. Durante los últimos meses, Elansa había actuado como una autómata, más muerta que viva, con los ojos vacíos de expresión. Había comido sólo lo estrictamente necesario para alimentar la nueva vida que crecía en su vientre; la base de su dieta estaba compuesta por
quith pa,
el nutritivo pan elfo, y un suave vino clarete. La criatura podía haber sido engendrada tanto por su esposo, Kethrenan, como por el humano que la había forzado, y Elansa había esperado a confirmar lo que sospechaba de antemano.
—La criatura es un semihumano —dijo Solostaran, todavía de rodillas, y con la mano apoyada en el brazo de la mecedora.
También es un semielfo.
El Orador guardó silencio durante un rato, pero, entonces, Ailea vio que la máscara de orgullo tras la que se escudaba se hacía pedazos, y Solostaran sacudió la cabeza. El pequeño seguía dormido, y el Orador acarició con suavidad una de sus manitas; en un gesto reflejo, como si fueran los pétalos de una flor, los diminutos dedos se abrieron y cerraron, y se cogieron con fuerza al del Orador. Ailea vio que el hombre contenía el aliento, y que la expresión de sus ojos se tornaba bondadosa.
—¿Qué clase de vida le aguarda a un ser que es parte de dos razas y no pertenece a ninguna? —preguntó el Orador.